por Juan V. Miller
Conozco a un pastor que está al otro lado de la ciudad. Su iglesia no crece, y él me envidia por eso. Lo sé porque me lo dijo.Conozco bien a este hombre, y diría que es más piadoso que yo. Ora más, estudia más, predica con más entusiasmo. Visita más, aconseja más y hasta hace más llamados evangelísticos. Sin embargo, en nuestra iglesia ganamos tres veces más gente que en la suya. A mí me invitan a hablar en otras iglesias y disfruto del mayor reconocimiento que se puede dar en las iglesias en estos tiempos: «El pastorea una iglesia que crece».
Por favor, no quiero escuchar esa frase común de administración que dice que «seguramente yo trabajo mejor, aunque él trabaje más». Si debo hablar honestamente, de todas las maneras que puedan ser importantes para Dios, creo que él es mejor que yo. Así que quisiera proponer un brindis… -perdón, una bendición-: «Dios bendiga al pastor de la iglesia que no crece». Quizá él sea mucho más parecido al Señor Jesús que yo. A algunos tal vez no les guste esa afirmación. Dirán que el deseo de Dios es que todas las iglesias crezcan, y estoy de acuerdo. Dirán que el crecimiento debe ser numérico, fruto de la evangelización, y estoy de acuerdo.
Sin embargo, no era tan así en la época de Jesús. Por aquellos tiempos El no fue «el pastor de una iglesia que crece». Cuando las multitudes lo rodeaban, era a veces (tal vez casi siempre) por motivos equivocados (por ejemplo, en Jn. 6.26, por comida). Y cuando Jesús iba al meollo del asunto desaparecían rápidamente (Jn. 6.66). Un registro de asistencia del ministerio de Jesús podría revelar una fuerte disminución estadística con el tiempo.
¿Se desanimó él? Posiblemente varias veces. ¿Abandonó? No; continuó hasta la muerte. ¿Fue un fracaso? ¡De ninguna manera!
Tampoco Pablo fue un fracaso porque todos lo abandonaran, mientras que sus iglesias se hundieran, mientras las sectas y los falsos profetas surgían por doquier. Los frutos totales del ministerio de Pablo tal vez ni siquiera igualen la membresía de una iglesia urbana de término medio.
Todos sabemos que no solo las buenas iglesias crecen. Las sectas también lo hacen. Por supuesto, nosotros creemos que el Espíritu Santo y las técnicas adecuadas producen nuestro crecimiento, mientras que lo que hace crecer a las sectas son falsas promesas. Sin embargo, el corolario de ese supuesto es que cuando ellas disminuyen es justo, pero cuando disminuimos nosotros es un fracaso. La falta de crecimiento de una iglesia se toma como una acusación para el pastor, se la suele tener como una prueba de rechazo espiritual, una razón para abandonar.
Por eso, déjenme decir nuevamente; «Dios bendiga al pastor de la iglesia que no crece», a ese siervo fiel, diligente, que permanece en su puesto sin recibir reconocimientos, al que nunca le piden que hable en la convención nacional de la denominación y cuyo nombre nunca aparece en el cuadro de honor del Seminario. Las estadísticas de esa iglesia nunca logran hacer que los líderes denominacionales levanten, asombrados, sus cejas. Ese pastor escribe pero no le publican nada; …el ministro de espíritu fuerte que sigue perseverando en el Señor.
Yo envidio esa clase de espíritu fiel, y le rindo mi homenaje. Ya me estoy preguntando si me sentiré un fracasado cuando mi iglesia se detenga en su crecimiento. Ya me estoy defendiendo de antemano, orando para que Dios me bendiga aun entonces… y a mi iglesia también.
Apuntes Pastorales, Volumen VIII Número 5