por A. B. Simpson
Es común escuchar a hermanos decir: «La tengo», pero si les pregunto: «¿qué es lo que tienen?», la respuesta a es: «tengo la bendición», o «la sanidad», y en ocasiones: «recibí la unción». Mi llamado es que tengamos presente que no es la bendición, ni la sanidad, ni la unción; no es aquello que deseamos, sino algo mucho mejor. Es Cristo, es El mismo.
Deseo hablarles acerca de Jesús y solamente acerca de él. A menudo oigo decir: «Si solo pudiese asirme de la sanidad divina, pero no me es posible.» Frecuentemente también algunos mencionan: «La tengo», pero si les pregunto: «¿qué es lo que tienen?», la respuesta a veces es: «tengo la bendición», o «tengo la teoría», o «la sanidad», y en ocasiones: «recibí la unción». Yo doy gracias a Dios por haber aprendido que no es la bendición, ni la sanidad, ni la santificación; no es aquello que deseamos, sino algo mucho mejor. Es Cristo, es él mismo. Cuán a menudo aparece esto en su Palabra: «Ciertamente llevó él (mismo) nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores.» «¡Quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero!» Es la persona de Jesucristo la que deseamos. Muchos tienen la idea pero no reciben provecho de ella. La tienen en la cabeza, en la conciencia y en la voluntad, pero por alguna razón no lo reciben a él en su vida y espíritu, porque solamente tienen una expresión exterior y el símbolo de la realidad espiritual.
En cierta ocasión observé un cuadro donde se representaba la constitución de los Estados Unidos de América, diestramente grabado en una placa de bronce, de tal manera que cuando se miraba de cerca no era más que una colección de letras y palabras, pero al mirarlo desde una distancia, se distinguía el rostro de Jorge Washington. El rostro aparecía en las sombras de las letras, y pude ver la persona, no las palabras ni las ideas. Eso me llevó a pensar: «Esta es la manera en que debemos mirar las Escrituras y entender los pensamientos de Dios; ver en ellas el rostro de amor, brillando en sus páginas; no las ideas ni las doctrinas, sino a Jesús mismo, como la vida, la fuente y la presencia sustentadora de toda nuestra vida.»
Oré durante mucho tiempo para recibir la santificación y en ocasiones pensé que la tenía. En una oportunidad tuve una sensación y me tomé de esto firmemente, temiendo perderla. Permanecí despierto la noche entera por temor de que desapareciera, y naturalmente, con el primer cambio de sensación y humor, desapareció. Por supuesto, lo perdí porque no me había asido de Él. Había tomado un poco de agua de la fuente, cuando habría podido recibir continuamente de Él una plenitud. Iba a las reuniones y oía a la gente hablar de gozo. Hasta pensaba que yo tenía el gozo, pero me era imposible conservarlo porque no lo tenía a Él como mi gozo.
Por fin Él me dijo tiernamente: «Hijo mío, tómame a mí y deja que yo mismo sea en ti la fuente continua de todo esto.» Y cuando por fin quité mis ojos de mi santificación y de mi experiencia y los fijé en el Cristo en mí, encontré, en lugar de una experiencia, al Cristo que es todo lo que yo podría necesitar, ¡quien me había sido dado de una vez y para siempre! Cuando pude ver a Cristo de esta manera, tuve gran paz; todo estaba bien así se quedaría para siempre. Porque ya tenía no solo lo que podría asir durante esa pequeña hora, sino que en Él también todo lo que necesitaría en la próxima y la próxima y así sucesivamente. A veces vislumbro lo que será de aquí a un millón de años cuando «los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre» (Mateo 13.34) y tendremos «toda la plenitud de Dios».
Pensé lo mismo en cuanto a la sanidad: que el Señor me tomaría como un reloj varado, me daría cuerda y me haría andar como una máquina. Pero no resultó así. Aprendí que era Él mismo quien entraba en mí, dándome lo que necesitaba en ese momento. Yo, de mi parte, deseaba una gran provisión de salud para sentirme rico por muchos años y no tener que depender de Él al día siguiente; pero Él nunca me la dio. Nunca recibí de una vez más santidad ni sanidad de la requerida para esa hora y más bien me dijo: «Hijo mío, tendrás que venir a mí por tu próximo aliento, porque te amo tanto que quiero que dependas de mí todo el tiempo. Si te diese una gran abundancia de fuerza y salud, vivirías sin mí y ya no me buscarías tan a menudo. Ahora tienes que venir a mí a cada segundo y descansar sobre mi pecho todo el tiempo.» Figurativamente, fue como si me diera una gran fortuna de miles y millones de dólares para mi uso, pero solo un libro de cheques, y todo además con esta condición: «Nunca debes pedir más de lo que necesitas para el momento.» Luego, cuando usaba un cheque, sobre él estaba el nombre de Jesús y esto le daba más gloria a Él pues se mostraba ante las huestes celestiales y Dios era glorificado por medio de su Hijo.
Tuve que aprender entonces a recibir de Él mi vida espiritual a cada momento; a inhalarlo a Él al inhalar y a exhalar todo mi «yo». De esta forma recibimos, momento a momento, todo lo precisado para el espíritu y el cuerpo. Ahora bien, usted podría argumentar: «¿y no es esto un esfuerzo demasiado grande, una servidumbre?», sin embargo, ¿cómo puede hablarse de servidumbre con respecto a su mejor amigo? ¡No! Resulta ser algo tan natural y espontáneo porque la verdadera vida es siempre fácil y fluye en suma abundancia.
Ahora, gracias a Dios, lo tengo a Él, no solamente lo que cabe en mí, sino todo lo que puedo necesitar, momento a momento, al aproximarme a la eternidad. Soy como la botella en el mar, llena hasta su capacidad. La botella está en el mar y el mar está en la botella, y de la misma manera yo estoy en Cristo, y Cristo está en mí. Pero además de lo contenido dentro de la botella, hay un océano entero fuera de ella; el hecho es que la botella debe ser llenada poco a poco, cada día, para siempre.
Por tanto, la pregunta por contestar en realidad no es «¿qué piensa usted de la sanidad divina?», sino «¿qué piensa usted de Cristo?» En cierta ocasión tuve una conversación con un amigo quien afirmó: «Entiendo que usted fue sanado por la fe.» «¡Oh, no! le respondí, fui sanado por Cristo.»
¿Nota la diferencia? Es muy grande. Hubo un tiempo cuando aún la fe intervino entre mí y Cristo. En mi estrecha opinión, yo creía que debía trabajar para aumentar mi fe y eso traté de hacer. Por fin, cuando pensé haber logrado mi objetivo dije: «Sáname.» Estaba confiando en mí mismo, en mi corazón y en mi propia fe. Estaba pidiendo al Señor que hiciera algo para mí, con base en lo que había en mí, y no en Él. Por ende, el Señor permitió que el diablo probara mi fe y la devoró como león rugiente; luego me encontré tan quebrantado que llegué a pensar que la había perdido totalmente. Empero, Dios permitió que mi fe fuese totalmente quitada para luego, dulcemente, indicarme: «No importa, mi hijo, tú no tienes nada. Mas yo soy poder perfecto, soy amor perfecto, yo soy fe, yo soy tu vida, yo soy la preparación para la bendición y yo también soy la bendición. Yo soy todo dentro y fuera de ti, para siempre.» Esto es tener la fe de Dios (Marcos 11.22). «Y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo» no por fe en el Hijo de Dios, sino «en la fe del Hijo de Dios» (Gálatas 2.20). Eso es. No es la fe suya. Usted no tiene fe en sí mismo, tal como no tiene vida ni nada en sí mismo. En usted no hay nada sino un vacío y debe estar abierto y listo para recibirlo a Él para que Él lo haga todo. Tiene que tomar su fe como también tiene que tomar su vida y su sanidad, y decir sencillamente: «Vivo en la fe del Hijo de Dios.» Mi fe no vale nada. Si yo tuviese que orar por alguien, no dependería de mi fe en lo más mínimo. Diría: «Señor, aquí estoy. Si quieres que yo sea una fuente de bendición para esta persona, pon en mí todo lo que yo necesito.» Sencillamente es Cristo, y solo Cristo.
Ahora, ¿está su cuerpo rendido a Cristo para que Él more y obre en usted? El Señor Jesús también tiene un cuerpo, pero es perfecto; es el cuerpo, no de un hombre, sino del Hijo del Hombre. ¿Ha considerado la razón por la cual se le llama «Hijo del Hombre»? «Hijo del Hombre» significa que Jesucristo es el hombre que tiene en sí mismo todo lo que el hombre debe ser, todo lo que el hombre necesita. Todo está en Cristo, y Él representa la suma total de todo lo que el hombre necesita. Su espíritu es todo lo que necesita el espíritu suyo, y Él se da a sí mismo a nosotros. El cuerpo de Cristo posee todo lo que necesita el cuerpo suyo. El corazón de Cristo late con la fuerza que necesita el suyo. Él tiene órganos y funciones rebosantes de vida, no para Su propio uso, sino para la humanidad. Él no necesita fuerza para sí mismo. La energía que le permitió resucitar de la tumba, por encima de todas las fuerzas de la naturaleza, no fue para sí mismo. Ese cuerpo maravilloso pertenece al cuerpo suyo. Usted es miembro de su cuerpo. El corazón suyo tiene el derecho de recibir del corazón de Cristo todo lo que le sea necesario. La vida física suya tiene el derecho de recibir de su vida física el sostén y la fuerza, de tal manera que ya no sea la vida suya, sino la vida preciosa del Hijo de Dios. ¿No desea usted recibirle en esta manera hoy? Si es así, no solamente recibirá la sanidad, sino que tendrá una nueva vida para toda necesidad, una inundación de vida que barrerá con toda enfermedad, y que luego permanecerá como fuente de vida para todas las necesidades futuras. Amigo, le aconsejo que acepte la plenitud de Cristo.
Siento que debo presentarles algo especial, como si Dios me hubiese dado un secreto para cada persona aquí presente, diciendo: «Diles que si lo aceptan, será un poder que los llevará a través de dificultades, peligros, temor, vida, muerte, hasta la eternidad.» Si yo me parase sobre esta plataforma y dijera: «He recibido del cielo un secreto de riqueza y éxito que Dios dará libremente, por medio de mi mano, a cada persona que lo acepte», estoy seguro de que necesitaríamos una sala mucho más grande para acomodar a todos los que vendrían. Pero, queridos amigos, yo les muestro, en Su Palabra, una verdad que es mucho más preciosa. El apóstol Pablo nos dice que hay un secreto, un gran misterio «que había estado oculto desde los siglos y edades» (Colosenses 1.26), algo que el mundo ha buscado en vano, algo que los magos del oriente deseaban hallar, pero que Dios dice «ahora ha sido manifestado a sus santos»; y Pablo viajó por el mundo para darlo a conocer a aquellos que lo aceptarían. Ese secreto sencillo es este: «Cristo en vosotros, la esperanza de gloria».
La palabra «misterio» significa secreto; este es el gran secreto. ¡Y puedo decirles hoy, aun más, puedo darles si lo reciben de Él, no de mí el secreto que para mí ha sido tan maravilloso! Hace años vine a Él, cargado con culpas y temor; puse este secreto a prueba y Él me libró de todas mis culpas y temores. Pasaron años y encontré que nuevamente el pecado me vencía y mis tentaciones eran demasiado fuertes para mí. Vine a Él por segunda vez y Él me susurró: «Cristo en ti», y tuve victoria, descanso y bendición.
Entonces sufrí quebrantamiento de mi cuerpo. Siempre había trabajado duramente y desde los catorce años de edad simultáneamente había estudiado y trabajado sin escatimar esfuerzo. A los veintiún años de edad me hice cargo de una congregación grande. Por lo menos media docena de veces me sentí quebrantado de salud y por fin se me acabaron las fuerzas. Muchas ocasiones temí caer muerto en el púlpito. Me era imposible subir a alguna altura sin sentirme sofocado a causa de mi corazón desgastado y mi sistema nervioso agotado. Oí acerca de la sanidad del Señor, pero luché en contra de esto. Tenía temor. En el seminario teológico me habían enseñado que el tiempo de lo sobrenatural había pasado, y no podía volver las espaldas a las instrucciones recibidas. Mis pensamientos me eran un impedimento; pero cuando por fin tuve que asistir a «los funerales de mis dogmas», el Señor me susurró el secreto «Cristo en ti», y desde aquel momento lo recibí a Él para mi cuerpo, como le había recibido para mi alma. Recibí una sanidad tan completa que el trabajo es ahora un completo deleite. Durante años he pasado mis vacaciones de verano en los calores de la ciudad de Nueva York, predicando y trabajando entre las masas como nunca antes; además del trabajo de nuestro hogar e instituto y de una inmensa cantidad de trabajo de biblioteca y mucho más. Pero el Señor no solamente me libró de mis sufrimientos. Fue mucho más que una simple sanidad. Me dio de sí mismo de tal modo que perdí el doloroso sentimiento de mis órganos físicos. Esa es la mejor salud que Él da. Doy gracias al Señor que Él me libra de todo sentimiento de morbidez en cuanto a un cuerpo que sea el objeto de ansiedad y cuidado, y me da una vida sencilla que es un deleite, y un servicio para el Maestro que es un gozo y un descanso.
Además, tenía una mente de poco mérito, pesada y fastidiosa, que no pensaba ni trabajaba con rapidez. Deseaba escribir y hablar para Cristo y tener una mente lista, para poder usar bien lo poco que había aprendido. Fui a Cristo con mi problema y le pregunté si me podía ayudar. Me respondió: «Sí, hijo mío. Yo he sido hecho tu sabiduría.» Siempre cometía errores, de los cuales me lamentaba, pero pensando que no los volvería a repetir. Pero cuando Él me dijo que Él sería mi sabiduría, que nosotros podemos tener la mente de Cristo, y que Él derribaría argumentos y toda altivez, y que llevaría cautivo a todo pensamiento a la obediencia de Cristo, que Él tomaría control de mi mente y cabeza, entonces acepté su oferta. Y desde entonces me he hallado libre de esta incapacidad mental, y mi trabajo ha sido un descanso. Acostumbraba escribir dos sermones por semana, y demoraba tres días para completar cada uno. Pero ahora, en conexión con mi trabajo literario, tengo que escribir incontables números de páginas de material continuamente, además de la responsabilidad de muchas reuniones por semana, y todo me resulta sumamente fácil. El Señor me ha ayudado mentalmente, y sé que Él es el Salvador de nuestras mentes como lo es de nuestros espíritus.
Además, tenía una voluntad irresoluta. Pregunté: «Señor, ¿puedes ser dueño de mi voluntad?» El dijo: «Sí, hijo mío. Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer.» Entonces Él me hizo aprender cómo y cuándo debía ser firme, y cómo y cuándo debía ceder. Muchas personas tienen una voluntad muy decidida, pero no saben mantenerse en el momento propicio. Así también vine a Él en busca de poder para su obra y todos los recursos para su servicio, y Él no me ha fallado.
Por lo tanto quiero decirles que si este precioso secreto: «Cristo en ti» puede ayudarles, lo pueden conseguir. ¡Ojalá lo aprendan a usar mejor que yo! Siento que estoy recién empezando a aprender lo bien que resulta. Acéptenlo y úsenlo por tiempo y eternidad. Cristo para todo, gracia por gracia, de fortaleza en fortaleza, de gloria en gloria, desde ahora y para siempre.
Tomado de Christian Publications, Inc.Usado con permiso.
El doctor Albert Benjamin Simpson presentó el siguiente mensaje, tal cual está escrito en una reunión en Inglaterra. Por cortesía especial de Christians Publications, Apuntes Pastorales ofrece esta pieza homilética, con la seguridad de que será una contribuciónen la búsqueda de la glorificación de Jesucristo en nuestras vidas.