Maldiciones del éxito
por Christopher Shaw
El éxito que Dios quiera dar a nuestro ministerio es uno de los elementos que ponen a prueba nuestro corazón.
Versículo: Jonás 4:1-3
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4:1 Pero esto disgustó mucho a Jonás, y lo hizo enfurecerse. 4:2 Así que oró al SEÑOR de esta manera: __¡Oh SEÑOR ! +191No era esto lo que yo decía cuando todavía estaba en mi tierra? Por eso me anticipé a huir a Tarsis, pues bien sabía que tú eres un Dios bondadoso y compasivo, lento para la ira y lleno de amor, que cambias de parecer y no destruyes. 4:3 Así que ahora, SEÑOR , te suplico que me quites la *vida. ¡Prefiero morir que seguir viviendo!
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Uno de los elementos que prueban a fuego el corazón del líder, es el éxito. Muchos líderes, que en tiempos de trabajo y esfuerzo se condujeron con verdadera santidad y entrega, caen presa del orgullo y la soberbia cuando empiezan a cosechar los frutos de ese esfuerzo. Sus ministerios crecen, su autoridad es reconocida, su trayectoria es honrada, ¡y empiezan a creer que el reino avanza pura y exclusivamente por su accionar! La sencillez y la humildad de los años en el cual iniciaban su trabajo se esfuma como la niebla matinal. En su lugar queda una actitud que marchita a los de su alrededor. ¿Será usted la clase de persona a quien Dios le puede confiar éxitos ministeriales? Para serlo, necesitamos la misma convicción que tuvo Juan el Bautista. Tal parece ser la experiencia de Jonás. ¡Las posibilidades de que los Asirios recibieran con agrado el mensaje que Jonás traía, eran remotas en extremo! Marchaba hacia una muerte segura, pues, ¿qué recibimiento podía esperar un hombre que venía a la nación más poderosa de la tierra para decirle que Dios la iba a aniquilar? Contra toda expectativa, sin embargo, la gente escuchó el mensaje del desventurado profeta. No solamente esto, sino que llegó a oídos del rey mismo. ¡La ciudad entera se vistió de cilicio y clamó a Dios por misericordia! ¡Qué hombre no se sentiría con autoridad frente a semejante respuesta? ¡Quién de nosotros no hubiera sentido que era más importante de lo que realmente era? ¡Así también lo sintió Jonás! En medio de esta intoxicante acogida, Dios decide perdonarle la vida a los Asirios. Para el profeta, ¡este fue un duro revés! ¿Cómo justificaba ahora su profecía de la inminente destrucción de Nínive? ¿Acaso Dios no lo estaba desautorizando? Había perdido credibilidad, y esto lo molestó profundamente. ¿Cómo no entender su reacción? No tenemos que ser muy observadores para ver el poder de atracción que tiene el «micrófono» en nuestro medio. El solo tenerlo en nuestras manos ya no nos hace sentir más importantes de lo que somos. En no más de una ocasión hemos sentido sutiles insinuaciones acerca del papel «fundamental» que ha tenido nuestra elocuencia en producir respuesta en los que nos oyen. ¡Con cuanta facilidad cedemos frente a esta vana forma de ver las cosas! Para pensar: ¿Será usted la clase de persona a quien Dios le puede confiar algunos éxitos ministeriales? Para serlo, necesitamos la misma profunda convicción que tuvo Juan el Bautista. Sus discípulos, indignados por el «robo de ovejas» que estaba realizando Jesús, le animaron a defender los frutos de «su» ministerio. El gran profeta exclamó: «Un hombre no puede recibir nada, si no le fuere dado del cielo. Vosotros mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delante de él. El que tiene la esposa, es el esposo; mas el amigo del esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de la voz del esposo; así pues, este mi gozo está cumplido. Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe.» (Juan 3.27-30)
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