Mensaje y autoridad del predicador

por John Stott

A veces confundimos predicar con profetizar. Existen grandes diferencias entre estos dos dones. No es suficiente que el predicador conozca la Palabra de Dios: debe conocer a los que lo escuchan.


La primera pregunta importante que tiene que afrontar el predicador es: «¿Qué voy a decir y de dónde obtendré mi mensaje?». Se han dado diversas respuestas equivocadas con respecto al origen y contenido del mensaje del predicador. Vamos a empezar con algunas de carácter negativo.



No es un profeta



En primer lugar, el predicador cristiano no es un profeta, es decir, no obtiene el mensaje mediante una revelación directa y original de Dios. Desde luego, hay personas hoy en día que usan la palabra «profeta» erróneamente. No es extraño que a alguien que predica con pasión se lo describa como poseedor del fuego profético; y de un predicador que puede discernir las señales de los tiempos. Que ve la mano de Dios en los acontecimientos del momento y pretende interpretar el significado de las corrientes sociales y políticas. Se dice a veces que es profeta y que tiene el don profético. Pero sugiero que este uso del término «profeta» es incorrecto.




Entonces, ¿qué es un profeta? El Antiguo Testamento lo consideraba como el portavoz directo de Dios. Cuando Dios eligió a Aarón para que transmitiera las palabras de Moisés a Faraón, explicó el plan a Moisés: «Mira, yo te he constituido dios para Faraón, y tu hermano Aarón será tu profeta.» Y de nuevo: «Tú hablarás a él [Aarón] y pondrás en su boca las palabras, y yo estaré con tu boca y con la suya, y os enseñaré lo que hayáis de hacer. Y él hablará por ti al pueblo; él te será a ti en lugar de boca, y tú serás para él en lugar de Dios» (Ex 7.1–2; 4.10–17). Esto deja bien claro que el profeta era «boca» de Dios, que Dios hablaba por medio de él. De manera parecida, al explicar que levantaría un profeta como Moisés, Dios dijo: «Les suscitaré un profeta de en medio de sus hermanos, como tú, y pondré mis palabras en boca de él, quien les hablará todo lo que Yo le ordene … él pronunciará [mis palabras] en mi nombre»(Dt 18.18–19).




El profeta no hablaba ni sus propias palabras ni en su propio nombre, sino las palabras de Dios y en nombre de Dios. Esta convicción de que Dios les había hablado y revelado sus secretos (Am 3.7–8) explica las conocidas fórmulas proféticas «Vino palabra de Jehová a…», «…Así dice Jehová…», «Oíd la palabra del Señor» y «La boca de Jehová ha hablado».




La característica esencial del profeta no era que predecía el futuro ni que interpretaba el presente, sino que hablaba la Palabra de Dios. Como Pedro dijo: «Porque nunca la profecía [es decir, la verdadera profecía, en oposición a la de los falsos profetas que describe a continuación] fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 Pe 1.21).




Así pues, el predicador cristiano no es un profeta. No se le da revelación original alguna. Su misión es exponer la revelación que fue dada ya, una vez por todas. Y aunque realmente predica con el poder del Espíritu Santo, no está «inspirado» por el Espíritu en el sentido en que lo estaban los profetas. Es verdad que «si alguno habla» se le enseña a nacerlo «conforme a las palabras de Dios». Sin embargo, esto no es porque él mismo sea, o acabe de recibir, un oráculo divino, sino porque es un administrador o mayordomo (1 Pe 4.10). Al predicador, como veremos más adelante, han sido confiadas las Sagradas Escrituras que son «la palabra de Dios» (Ro 3.2). La última mención en la Biblia de la expresión «vino palabra de Dios» se refiere a Juan el Bautista (Lc 3.2), quien realmente era un profeta. En los días del Nuevo Testamento había también profetas como Agabo (Hch 21.10), y la profecía era considerada como un don espiritual (Ro 12.6; 1 Co 12.10, 29; Ef 4.11). No obstante, este don ya no se otorga a las personas en la Iglesia. Hoy en día, cuando la palabra escrita de Dios está al alcance de todos nosotros, ya no se necesita el mensaje divino en lenguaje profético. La Palabra de Dios ya no viene como en el pasado. Ha venido una vez por todas; ahora debemos ir a ella.



No es un apóstol


En segundo lugar, el predicador cristiano no es un apóstol.



Naturalmente, la Iglesia sí es «apostólica», por estar edificada sobre el fundamento de la doctrina apostólica y, a la vez, por ser enviada al mundo a predicar el evangelio. Sin embargo, los edificadores de la iglesia misionera no deberían ser llamados propiamente «apóstoles». Es incorrecto hablar de «Hudson Taylor, apóstol de China», o «Judson, apóstol de Birmania», como se podría hablar de «Pablo, apóstol de los gentiles». Un estudio reciente ha venido a confirmar que los apóstoles eran únicos. Karl Heinrich Rengstorf, en su artículo sobre «Apostolado» en el famoso Theologisches Worterbuch de Gerhard Kittel, sostiene que los apóstoles de Jesús equivalían a los shaliachim judíos. Los shaliachim fueron mensajeros especiales enviados a la dispersión con plena autoridad para enseñar, de tal manera que decían: «el que es enviado por una persona, es como esa persona misma». Rengstorf escribe, «…mientras que los otros verbos connotan un envío como tal, apostellein lleva consigo las ideas de propósito especial, misión o comisión, autorización y responsabilidad».




Apostolos, dice él, es «siempre la designación de alguien que es enviado como embajador, y sobre todo como embajador autorizado. La palabra griega apostolos únicamente nos da la forma. El contenido y la idea salen a la luz por el shaliach del judaísmo rabínico.»




Norval Geldenhuys, en su valioso libro Supreme Authority, lleva el artículo de Rengstorf a su conclusión lógica. El apóstol del Nuevo Testamento es «alguien escogido y enviado con una comisión especial como representante plenamente autorizado de quien lo envía». Al llamar «apóstoles» a los doce discípulos, Jesús indicó que tenían que ser «sus delegados, a quienes él enviaría con la comisión de enseñar y orar en su nombre y con su autoridad». Les dio una autoridad especial (por ej., Lc 9.1,2,10), que más tarde proclamaron tener y ejercieron. Pablo sostenía que también era apóstol, igual que los doce, por elección directa de Jesús resucitado. «La única base del apostolado era una comisión personal», a lo cual debería añadirse un encuentro con Jesús después de la resurrección. La conclusión de Geldenhuys es: «Nunca más puede haber alguien que posea todas estas cualidades para ser un shaliachim de Jesús.» Incluso Rengstorf, que dice: «no sabemos cuántos apóstoles hubo en los primeros días, pero deben haber sido bastante numerosos». Añade que el apostolado «estaba limitado a la primera generación y no se convirtió en un cargo eclesiástico». Además, «todo apóstol es discípulo, pero no todo discípulo es apóstol». Geldenhuys cita del artículo de Alfred Plummer sobre «Apóstol», del Dictionary of the Apostolic Church de Hastings: «No era posible la transmisión de un cargo tan excepcional.»




Esta evidencia sugiere un estrecho paralelo entre los profetas del Antiguo Testamento y los apóstoles del Nuevo. Rengstorf dirige su atención a este punto: «La unión de la conciencia del apóstol con la del profeta… enfatiza de manera absoluta el hecho de que lo que predica es revelación y está preservado de cualquier tipo de corrupción humana… Igual que el profeta, Pablo es el siervo de su mensaje… El paralelo entre los apóstoles y los profetas está justificado porque ambos son portadores de la revelación.»




Por tanto, la palabra «profeta» debería estar reservada a los hombres del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento a quienes vino la Palabra de Dios de manera directa, se haya conservado o no su mensaje. De igual modo la designación «apóstol» debe estar reservada a los doce y a Pablo, a quienes Jesús comisionó especialmente e invistió con autoridad como sus shaliachim.



No es un falso profeta o apóstol



En tercer lugar, el predicador cristiano no es (o no debería ser) un falso profeta ni un falso apóstol. Leemos acerca de ambos en las Escrituras. La diferencia entre el auténtico y el falso se describe de manera muy clara en Jeremías 23. El profeta verdadero «estuvo en el secreto de Jehová, y vio, y oyó su palabra… Estuvo atento a su palabra, y la oyó» (Jer 23.18, 22). En cambio, los falsos profetas hablaban «visión de su propio corazón, no de la boca de Jehová» (Jer 23.16).



Profetizaban «el engaño de su corazón (Jer 23.26). Mentían en el nombre de Dios (Jer 23.25). En el versículo 28 se contrastan eficazmente: «El profeta que tuviere un sueño, cuente el sueño; y aquel a quien fuere mi palabra, cuente mi palabra verdadera. ¿Qué tiene que ver la paja con el trigo? dice Jehová.» Los que oían el mensaje de los profetas estaban escuchando, o bien la propia «palabra de cada uno» o «las palabras del Dios viviente» (Jer 23.36).




Aunque, hablando estrictamente, hoy en día no hay profetas o apóstoles, temo que sí hay falsos profetas y falsos apóstoles. Hablan su palabra en vez de la Palabra de Dios. Su mensaje procede de su propia mente. Son personas a quienes les gusta airear sus opiniones sobre religión, ética, teología o política. Pueden ser lo suficientemente convencionales para presentar el sermón con un texto bíblico. Sin embargo, este texto tiene poca o ninguna relación con el mensaje que sigue, y no hacen ningún esfuerzo para interpretar el texto dentro de su contexto. Se ha dicho con mucha razón que el texto sin el contexto es un pretexto. Muy a menudo, estos predicadores, como los falsos profetas del Antiguo Testamento, también hablan palabras halagadoras, diciendo «paz, paz» cuando no hay paz (Jer 6.14; 8.11; cf.23.17). Sólo mencionan los aspectos más halagadores del evangelio para no ofender el gusto popular (cf. Jer 5.30–31).




No es un «charlatán»


En cuarto lugar, el predicador cristiano no es un «charlatán».


Esta palabra es la que los filósofos atenienses usaron en el Areópago para describir a Pablo. «¿Qué querrá decir este palabrero?» (Hch 17.18), preguntaban con tono burlón. El término griego es spermologos que significa «recolector de semillas».




Se aplicaba en su sentido literal a las aves que se alimentaban de semillas y, especialmente, según Aristófanes y Aristóteles, a la corneja. Metafóricamente se llegó a aplicar al basurero, o trapero, «uno que se gana la vida recogiendo desperdicios».




De aquí se transfirió a la chismografía, «uno que recoge y revende fragmentos de conocimiento». El charlatán comercia con las ideas como un revendedor, que recoge pedazos y remiendos dondequiera que los encuentre. Sus sermones son una auténtica bolsa de retazos.




Ahora bien, no hay nada malo, evidentemente, en citar en un sermón las palabras o los escritos de otro. Es más, el predicador juicioso tiene un libro o archivo en el que guarda citas famosas o inspiradoras. Además, siempre que las use de manera sensata y honesta, con el debido reconocimiento, pueden añadir luz, fuerza y peculiaridad al tema. Voy a poner en práctica ahora mismo lo que estoy diciendo, citaré a alguien que desafortunadamente desconozco: «Copiar de una persona se llama plagio; copiar de mil, «investigación»».




Sin embargo, citar con cuidado otras fuentes no es necesariamente palabrería. La característica esencial del charlatán es que no tiene opinión propia. Su parecer es el de la última persona con quien ha hablado. Repite las ideas de otros sin examinarlas, sopesarlas o hacerlas suya. Como los falsos profetas a los que Jeremías fustigó, usa únicamente la lengua pero no la mente o el corazón, y es culpable de «robar» el mensaje de otros (Jer 23.30).




Es un administrador o mayordomo



¿Qué es, entonces, el predicador? Es un administrador o mayordomo. «Téngannos los hombres por servidores de Cristo, y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, se requiere de los administradores, que cada uno sea hallado fiel» (1 Co 4.1–2). El administrador es el depositario y el dispensador de los bienes de otro. Del mismo modo, el predicador es un administrador de los misterios de Dios, es decir, de la autorevelación que Dios ha confiado a los hombres y que ahora está preservada en las Escrituras. Por tanto, el mensaje del predicador cristiano no se deriva directamente de la boca de Dios como si el predicador fuera un profeta o un apóstol. Tampoco tiene su origen en su propia mente, como en el caso de los falsos profetas, ni procede de la mente o la boca de otros, como en el caso del charlatán. Por el contrario, la Palabra de Dios fue revelada una vez y está registrada ahora, por eso, el predicador es un privilegiado administrador.




El concepto de administrador de la casa era más conocido en el mundo antiguo que en el moderno. Hoy en día, el pueblo cristiano asocia la palabra «administrador» con campañas para obtener dinero. En nuestro vocabulario cotidiano un administrador atañe únicamente a empresas de comercio o industria, o a instituciones residenciales como asilos, hospitales, etcétera. Pero en los tiempos bíblicos todo buen padre de familia tenía un administrador o mayordomo para dirigir los asuntos de su casa, su propiedad, su granja o viña, sus cuentas y sus esclavos. Encontramos al administrador varias veces en el Antiguo Testamento. No se emplea ni una sola palabra hebrea para identificarlo, pero se puede conocer su ocupación mediante varias palabras. Se encuentra particularmente en las familias nobles y las cortes reales de Judá, Egipto y Babilonia. Así, José tenía un administrador en Egipto. Este «mayordomo de su casa» estaba encargado de atender a los huéspedes de José. Procuraba que tuvieran agua para los pies y forraje para los asnos. Era el responsable de matar a los animales para comer y de preparar las comidas.




Parece también que tenía que proveer de alimentos a los que vinieran a comprarlos y le pagaran con dinero. Tenía esclavos bajo su autoridad (Gn 43.1–25; 44.1–13). De manera parecida, los reyes de Judá tenían un administrador encargado de la casa real. Durante el reinado de Ezequías el administrador se llamaba Sebna (Is 22.15). Parece que era un hombre ambicioso y que se había enriquecido con espléndidos carros, a expensas, quizás, de la cuenta de la casa. Pero Dios dice a Sebna que tiene que ser destituido y que pondrá en su lugar a Eliaquim, hijo de Hilcías; «Y lo vestiré de tus vestiduras, y lo ceñiré de tu talabarte, y entregaré en sus manos tu potestad; y será padre al morador de Jerusalén, y a la casa de Judá. Y pondré la llave de la casa de David sobre su hombro…» (Is 22.21–22). Se deduce de ello que el administrador era un hombre con autoridad dentro de la casa. Ejercía una supervisión paternal sobre sus miembros y el símbolo de su cargo era una llave, sugeridora, indudablemente, de los almacenes donde se guardaban todos los bienes.




En la corte del rey Nabucodonosor en Babilonia, el jefe de los eunucos puso a Daniel y a sus tres compañeros al cuidado de alguien llamado «Melsar». Probablemente esta palabra, más que un nombre propio, indica un cargo, como «superintendente», por lo que la VP lo denomina «mayordomo». Su tarea era entrenar a los hombres para el servicio de palacio. Les proporcionaba las raciones diarias según su discreción, fuesen estas los ricos alimentos y vinos de la corte o los sencillos vegetales solicitados por Daniel (Dn 1.16–18).




En el Nuevo Testamento encontramos ejemplos paralelos a estos del Antiguo Testamento. Herodes Antipas tenía un administrador en la corte, un hombre llamado Chuza, cuya esposa, Juana, era discípula de Jesús y le servía «de sus bienes» (Lc 8.3). Además, el escenario de varias parábolas de nuestro Señor está situado en casas grandes, en las que el administrador ocupa una posición de responsabilidad. En la parábola de los obreros de la viña, el propietario ordenó al administrador que pagara sus salarios a los obreros (Mt 20.18), mientras que al mayordomo infiel lo empleó «un hombre rico», cuyos bienes estaba acusado de despilfarrar. Era, evidentemente, una persona muy responsable que ordenaba las provisiones y administraba los gastos. Él pudo falsificar las cuentas al reducir las obligaciones de los deudores de su señor y, al parecer, evitar el descubrimiento del proceso (Lc 16.1–9).




Estamos ahora en condiciones de reconstruir la situación de una casa rica en los tiempos bíblicos. Podemos hacerlo considerando el grupo de palabras análogas al verbo oikeo, habitar. Hay cinco importantes. Primera: oikia u oikos, la casa misma, la casa como vivienda. En segundo lugar, oikeioi, la familia, la casa como conjunto de personas. El único uso secular de esta palabra en el Nuevo Testamento lo encontramos en 1 Timoteo 5.8, donde el apóstol dice que si alguien no hace provisión: «Si alguien no tiene cuidado de los suyos, principalmente de sus familiares (oikeion) … es peor que un infiel». En tercer lugar, viene la palabra oikodespotes, el padre de familia o dueño de la casa, llamado el «señor de la casa» (por ej. Mr 14.14). Él gobierna o dirige la casa, y el verbo que indica su trabajo (oikodespoteo) se encuentra en 1 Timoteo 5.14. En cuarto lugar, tenemos oiketes, el siervo de la casa o, como se lo llama en África, «el chico de la casa». Doulos era la palabra general que se aplicaba a un esclavo, pero oiketes en particular describía al siervo que trabajaba en la casa. El equivalente latino es domesticus, que originalmente incluía a todos los que vivían bajo un mismo techo o en la misma domus, pero luego pasó a significar «siervo» o «criado».



En quinto lugar, está oikonomos, el administrador o mayordomo, cuyo cargo se llama oikonomía, administración. Estas palabras provienen de oikos, casa, y nemo, administrar o dirigir, y de ellas derivan lógicamente nuestros vocablos economía y económico. La definición de oikonomos que da el diccionario de Grimm y Thayer merece citarse en su totalidad: «Administrador de una casa o de los asuntos de una casa; especialmente mayordomo, administrador, director, superintendente… a quien el señor de la casa o propietario ha confiado la administración de sus asuntos, el control de los ingresos y los gastos, y el deber de distribuir la parte correspondiente a todos los siervos e incluso a los hijos que todavía son menores de edad.» Fuese libre o esclavo, ocupaba una posición de responsabilidad entre el dueño y su familia. La misma palabra se emplea también en Romanos 16.23 hablando de Erasto, que aparece como «tesorero de la ciudad» de Corinto. En Gálatas 4.2 se dice que un niño está bajo epitropoi y oikonomoi: los primeros son sus tutores legales y maestros, mientras que los últimos cuidan su propiedad durante su minoría de edad.




Estas cinco palabras juntas describen la situación social de una familia acomodada. La oikos (casa) estaba habitada por los oikeioi (familia), formada por hijos y esclavos a la vez. El dueño de la casa era el oikodespotes (padre de familia), quien tenía a sus órdenes varios oiketai (siervos de la casa). También poseía un oikonomos (administrador o mayordomo) cuya misión era supervisar a los siervos, alimentar a la familia y administrar los asuntos y cuentas de la casa o hacienda. No es sorprendente que los primeros creyentes viesen en esta estructura social un retrato de la iglesia cristiana.




En segundo lugar, la metáfora del administrador muestra el contenido del mensaje del predicador. Efectivamente, si en la metáfora hay alguna enseñanza, esta es que el predicador no provee su propio mensaje, sino que es provisto del mensaje. Si no se espera que el mayordomo alimente a la familia de su propio bolsillo, tampoco el predicador debe proveer su mensaje a expensas de su propio ingenio. Muchas metáforas del Nuevo Testamento señalan esa misma verdad: que la tarea del predicador es proclamar un mensaje que le ha sido dado. El predicador es el sembrador de la semilla y «la semilla es la palabra de Dios» (Lc 8.11). Es un heraldo a quien se le ha dicho qué buenas noticias tiene que proclamar.