por Por Miguel Angel DeMarco
«Gracias sean dadas a nuestro Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, por la Iglesia de su Hijo, la cual nos ha albergado y acompañado en la difícil tarea de vivir y servir a nuestro Rey».
Aunque el párrafo anterior no está en la Biblia, lo tengo grabado firmemente en mi corazón, pues de su enseñanza proviene. Y no sólo de la enseñanza bíblica, sino también de la historia de caminar sus verdades.
El conocimiento que tengo de la Iglesia viene desde muy pequeño, ya que nací en un hogar evangélico. Así fue que no solo asomé temprano la nariz en la congregación, sino en medio de familiares que eran activos en ella. Desde el comienzo he vivido diferentes etapas mías dentro de la Iglesia del Señor, y a la vez he sido testigo de diferentes tiempos de la Iglesia misma.
Recuerdo aquellos tiempos en que los evangélicos éramos acusados de ser «miles de iglesias y grupos divididos que no guardan la unidad». Todavía, en cierta forma, se nos continúa recordando eso, aunque tengo la impresión que el ímpetu ha mermado. Hace unos pocos años, en el congreso de COMIBAM -noviembre de 1987-, don Emilio A. Nuñez, un ministro de vieja data en nuestro continente y testigo de muchos vaivenes de la Iglesia -además de honroso columnista de Apuntes- opinó de ese encuentro, diciendo: «Estamos gustando una unidad difícil de explicar, pero fácil de sentir».
La Iglesia de Cristo siempre ha sido una y ha experimentado cierto grado de unidad, pero en las últimas décadas ha dado grandes pasos hacia la convivencia y la honra mutua. Es notable de qué manera, a partir de los sesenta, se ha incrementado la actividad interdenominacional y la participación de diferentes grupos en campañas, conferencias, congresos y hasta programas concretos. Y es precisamente eso una gran marca de que somos Iglesia de Cristo: que a pesar de que no haya ninguna estructura administrativa con autoridad de sugetar a las distintas denominaciones y grupos, nos miramos como hermanos y reconocemos en otros el mismo sello regenerador del Espíritu Santo; frutos de un mismo Evangelio e hijos de un mismo Señor.
Con nuestra misión nos ha tocado servir en la segunda mitad del siglo XX. Y si El nos permite, seguiremos haciéndolo en el XXI. Y para nosotros, como misión de servicio interdenominacional en el continente, el Cuerpo de Cristo ha representado una inmensa bendición. A pesar de que «hay de todo en la Viña del Señor», alabamos a Dios por ella y le damos gracias por amarnos tanto a través de su Cuerpo.
- Alabamos a Dios porque nos hemos sentido amados y aceptados por la Iglesia, lo que en realidad resume que cientos -y miles- nos han hecho sentir como «sus hermanos» cada vez que compartíamos un saludo, un culto, una labor. No han sido todos, pero… ¡cuántos sí nos han amado! Alabamos a Dios porque santos hombres y mujeres que El ha levantado y formado a través de muchos años como sus ministros, nos han servido de manera maravillosa. No éramos dignos de ser servidos por ellos, pero así lo han hecho -y lo hacen aun.
- Alabamos a Dios porque nos ha dado un espacio para servirle en medio de su Pueblo, y El ha trabajado en muchísimos corazones de hombres y mujeres para permitir que eso fuera posible. Todos sabemos que en el ser vicio cristiano no faltan las molestias y tristezas, pero si de alguna manera servimos, cuenta en ello la obediencia de muchos otros.
- Todos los días alabamos a Dios con nuestra familia por la inmensa cantidad a quienes somos deudores, porque han facilitado nuestro ministerio, aun cuando ellos no ganaban nada por eso -más que la bendición de servir- y más aun, dando sacrificial y generosamente de lo propio para bendecidnos, sostenernos y prosperarnos.
- Alabo al Señor por haber animado a varios de sus hijos a exhortarnos muchas veces, y alertarnos de errores y pecados, demostrando así también su amor y cuidado por nosotros. No nos han faltado las incomprensiones, las críticas irónicas y la mala fe de algunos, no obstante también recibimos del Señor, a través de preciosos hijos e hijas, palabras de sabiduría, de advertencia y de aliento.
- Alabo al Señor porque muchas veces las crisis, propias de la vida y la marcha de su Iglesia, fueron marco propicio para apelar a los recursos espirituales de forma más enfática y así crecer en madurez espiritual.
- Alabo al Señor porque su Iglesia -por medio de la Ley que El puso en sus manos y en sus corazones- nos ha predicado el Evangelio, nos enseña, nos consuela, nos aconseja, nos capacita y nos ha desafiado a servir.
¡Cuántas veces sentimos quejas y críticas referentes a la Iglesia! (¡cuántas veces hemos participado en ellas!). Pero… ¡qué gozo sentimos y cuánto agradecimiento nace hacia Dios cuando nos ponemos a evaluar lo que a través de ella hemos recibido! Aun aquellos que en su amargura creen que nada han recibido de la Iglesia, piense tal persona en la Biblia personal que tiene en su casa, y reflexione sobre la cantidad de cristianos obedientes que fueron necesarios para obtener ese ejemplar.
Quiero animarlo, mi hermano, mi hermana, a que juntos demos gracias a Dios por su Iglesia. Piense en todas las bendiciones que ha recibido, y gócese en ello, y alabemos al Señor del Cuerpo, porque ha sabido hacerlo funcionar.