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¿Qué hacemos con el devocional?

¿Qué hacemos con el devocional?

por Christopher Shaw

Muchos piensan que nuestra vida se acomodaría si incorporáramos a nuestra rutina diaria el tiempo para el devocional, …pero, ¿por qué no se ven grandes frutos en muchos de los que tienen esta disciplina?

Si le pidiera a usted que me justificara la práctica del devocional, ¿qué me diría? Cuando menciono el término «devocional», me refiero a ese tiempo estructurado, programado, que dedicamos para estudiar la Palabra y, a veces, orar. ¿Qué argumentos me presentaría? Los argumentos que típicamente utilizamos para respaldar esta enseñanza descansan sobre algunos textos claves; Josué 1. 8, por ejemplo: «Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él…» o Salmos 1. 1 y 2 «Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo de malos, ni estuvo en camino de pecadores, ni en silla de escarnecedores se ha sentado; sino que en la ley de Jehová está su delicia, y en su ley medita de día y de noche.» También, quizás, citaríamos cualquier versículo de Salmos 119 como, por ejemplo, el 92: «Si tu ley no hubiera sido mi deleite, entonces habría perecido en mi aflicción.»

Quizás usted no pensó en estos versículos. Más bien, me dice: «¿Para qué necesitamos justificativos para hablar del devocional? ¿Acaso hay alguien que no sabe de su importancia?» ¡Y tendría usted razón!

No estoy seguro de dónde salió el concepto ni cuándo se hizo popular, pero esto sí se puede afirmar: el concepto del «devocional» está firmemente instalado en la mente de un gran segmento de la iglesia. Pareciera que en los últimos cincuenta años, como resultado de nuestra permanente tendencia a reducir la vida a métodos, la noción ha cobrado una fuerza inusitada. Muchos lo considerarían parte del «ABC» de cualquier cristiano.

La evidencia de esto está a la vista. Cualquier librería cristiana tendrá material que describe la estructura y las herramientas necesarias para llevar adelante efectivamente esta disciplina. Incluso se nos ofrecen planes específicos para leer la Biblia en forma metódica. El concepto está tan ligado a nuestra idea de lo que significa ser un «buen» discípulo, que con frecuencia vivimos atormentados por nuestra falta de disciplina en «hacer el devocional». Llegamos a estar convencidos de que las cosas en nuestra vida se acomodarían admirablemente si lográramos incorporar a nuestra rutina diaria el tiempo necesario para nuestro devocional.

En más de veinticinco años de ministerio, sin embargo, no he visto grandes frutos como resultado de la práctica del devocional. Al contrario, algunos de quienes más asiduamente lo realizan son también las personas más legalistas o menos espirituales que conozco. Es hora de que re-examinemos esta disciplina a la luz de la Palabra. ¡Se sorprenderá de cuán poco sustento hay para su práctica!



¿Y el contexto?


Armados con los versículos citados, nos hacemos una imagen de los grandes varones de Dios practicando el devocional. Imaginamos a Josué, movido por la exhortación que había recibido, apartándose cada mañana con la Biblia en la mano para pasar las primeras horas del día con Dios. Seguramente David, el hombre que escribió con tanta elocuencia acerca de las Escrituras, pasó gran parte de su tiempo, mientras cuidaba las ovejas de su padre, estudiando la Palabra. Jesús mismo, nos dice el Evangelio de Lucas, se apartaba con frecuencia a lugares solitarios (5.14). ¿Cómo no creer que en estos momentos, se dedicaba a estudiar con diligencia la Palabra y dialogar con su Padre?

Posiblemente usted ya haya notado una incongruencia en las escenas que le describo. ¿Se dio cuenta de cuál es la dificultad? Están fuertemente condicionadas por nuestra cultura del siglo XXI. No nos hemos detenido a pensar que ni Josué, ni David, ni Jesús poseían copias de la Biblia. Es más, cuando ellos vivieron, ni siquiera se conocía el término «Biblia». Si nos referimos a la vida de David y Josué, no solamente no tenían Biblias, sino que la mayoría de los textos que hoy forman parte de las Escrituras no habían sido escritos. David no sabía quiénes eran Isaías, Amós, Oseas, Lucas o Pablo. No tenía una copia de los Salmos; desconocía el libro de Proverbios y nunca había leído los libros de Samuel, Reyes o Crónicas. ¿Cómo practicaban, entonces, estos hombres el «devocional» tan conocido por nosotros?



¿Y las Biblias?


Considere, por un momento, la historia del pueblo de Dios, sacando a las grandes figuras que acabamos de mencionar. Desde Abraham hasta poco antes de Lutero, un período en la cual transcurrieron 3.400 años de historia, la gran mayoría de las personas no tenían acceso a copias escritas de la Biblia. Fue alrededor del 1400 a.c. que un alemán de apellido Guttemberg, inventó la imprenta. Recién allí se comenzaron a producir cantidades más importantes de libros. Aun así, en una casa típica del siglo XIX, ¡hace apenas 150 años!, prácticamente no había libros.

Es solamente en el los últimos años del siglo XX que la iglesia ha tenido acceso ilimitado a grandes cantidades de libros. Si entramos hoy en una librería, encontraremos que está surtida de al menos siete versiones diferentes de la Biblia, las cuales vienen presentadas en infinidad de ediciones: para la mujer, para el hombre, para el adolescente, para el niño, para el estudio, para las misiones, etcétera. En mi propia biblioteca personal alcanzo a ver, con simplemente dar vuelta la cabeza desde mi lugar de trabajo, ocho ejemplares diferentes de las Escrituras.

Es precisamente por este contexto, en el cual tenemos tan amplio surtido de Biblias, que nos es casi imposible imaginar que alguna vez el pueblo de Dios ni siquiera conocía el término «Biblia». Créame, sin embargo, que los extraños no fueron ellos, sino nosotros. Durante una inmensa parte de su historia, el pueblo de Dios no tuvo acceso a la Palabra impresa. Volvemos, entonces, a nuestra pregunta: ¿Cómo practicaban, estas personas, el «devocional» tan conocido por nosotros?



¿Y el devocional?


¿Sabe cuál es la respuesta a esta pregunta? ¡Durante miles de años el pueblo de Dios vivió sin practicar el devocional! Jesús no hacía el devocional. Pablo no hacía el devocional. David no hacia el devocional. Ni tampoco lo hacían Moisés, Abraham, José, Nehemías, Pedro, Juan ni ninguno de las otras grandes figuras de la Palabra.

«¡Imposible!» —me responde usted—. Así nacen las herejías —me dice—, ¡Esto es prácticamente una blasfemia!».

Su reacción no revela lo bíblico de su postura, sino cuán profundamente metido en nosotros está el concepto del devocional. Simplemente no podemos concebir una vida cristiana sin él.

¿Se anima a acompañarme, mientras reevaluamos el sentido de lo que hoy llamamos «devocional»? Creo que le van a interesar algunas de las observaciones que quisiera compartir con usted.



Entretenidos con la Palabra


Lo primero que me preocupa al tratar el concepto del devocional es que, para muchos, es un pasatiempo. Armados de sus métodos de estudio, se dedican al minucioso análisis del texto. Subrayan, comparan, anotan y consultan. Su pasión, sin embargo, no es más que un ejercicio intelectual. Su espíritu no participa del ejercicio y Dios tampoco, porque es tanto el tiempo dedicado al estudio que no queda nada para orar. Para los que tenemos acceso a los idiomas bíblicos, la tentación se multiplica cien veces. Hay todo un mundo de elementos con los cuales entretenernos: la construcción de las oraciones, los tiempos de los verbos, los significados de las palabras, etcétera.

A la luz de este cuadro, considere conmigo algunos de estos textos:


  • «Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos para siempre, para que cumplamos todas las palabras de esta ley.» (Dt 29.29)
  • «Solamente esfuérzate y sé muy valiente, para cuidar de hacer conforme a toda la ley que mi siervo Moisés te mandó; no te apartes de ella ni a diestra ni a siniestra, para que seas prosperado en todas las cosas que emprendas. Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él, para que guardes y hagas conforme a todo lo que en él está escrito; porque entonces harás prosperar tu camino, y todo te saldrá bien.» (Josué 1.7 y 8)
  • «Enséñame, oh Jehová, el camino de tus estatutos, Y lo guardaré hasta el fin. Dame entendimiento, y guardaré tu ley, y la cumpliré de todo corazón.» (Salmos 119.33 y 34)
  • «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho. Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor.» (Juan 15.7 y 10).
  • «Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero estas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre.» (Juan 20.30 y 31)
  • «Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos…. el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, este será bienaventurado en lo que hace.» (Santiago 1.22 y 25)

¿Tomó nota del énfasis de estos textos (y decenas de otros que podríamos citar)? ¡Prácticamente no hace falta decir nada más! La Palabra ha sido dada por Dios con un claro propósito: producir en nosotros obediencia. Si el devocional no está produciendo en nosotros el cumplimiento de su Palabra, no estamos haciendo más que entretenernos con las Escrituras.

Saturados con la Palabra


Hay un segundo problema por agregar, piense en esta situación: el lunes usted leyó Filipenses 4 y Dios le habló acerca de la importancia de dar gracias. El martes, usted estuvo leyendo en el Evangelio de Mateo, donde aprendió que debe ser sal y luz. El miércoles leyó en 2 Corintios 8 que Dios ama al que da con sacrificio. El jueves usted leyó en Proverbios… ¿Ya se da cuenta de cual es el problema? Usted no pudo «meditar» sobre la palabra que recibió el lunes (y mucho menos guardarla), porque el martes ya tenía otra palabra que lo hizo olvidar la del lunes y así sucesivamente. Añada a esta situación la vida normal de cualquier cristiano. El domingo escuchó la Palabra, en la mañana y por la noche. En la reunión de oración del miércoles le enseñaron otra más. El viernes, en la reunión de su grupo bíblico, recibió otro mensaje adicional. El sábado por la noche, en una reunión especial, también le predicaron la Palabra. Además de todo esto, esta persona acostumbra escuchar algunos mensajes por la radio.

El problema es claro. Estamos saturados de Palabra. Es más, estoy convencido de que podríamos cerrar las Biblias por diez años e igualmente seguiríamos teniendo Palabra de sobra. No es todo lo que hemos escuchado, leído y estudiado lo que produce cambios en nuestras vidas: es la Palabra que hemos llevado al plano de la vida cotidiana. Pero ¿cómo podremos hacer esto, si no nos da tregua nuestro «estilo» de vida cristiana?

Piense en ese pueblo de Dios del cual hablaba al principio del artículo. Recibían la Palabra de vez en cuando, quizás una vez por mes o una vez cada seis meses. ¿Qué hacían el resto del tiempo? Se dedicaban a recordar y meditar esa palabra que habían recibido, buscando la manera de practicarla.

¿Acaso no sería más productivo para nosotros meditar en un solo mensaje durante toda la semana? ¡Las consecuencias podrían ser dramáticas!



Aislados con la Palabra


Hay un tercer elemento por considerar en nuestro concepto tradicional del devocional. Durante miles de años, el pueblo de Dios estudiaba la Palabra en comunidad. Se hacían grandes reuniones públicas o, en el caso de la iglesia de los primeros tiempos, se juntaban en las casas y todos —sin excepción— escuchaban lo mismo. Como no volvían a su hogar para estudiar por su propia cuenta, cada uno de los presentes seguía meditando en la misma Palabra. Si se encontraba con otras personas en la semana, hablaban del mismo mensaje de Dios, pues no había sido reemplazado por «otras» palabras. La comunidad, toda junta, buscaba entonces la manera de implementar lo que habían recibido todos juntos.

En el concepto moderno del devocional, esto se ha perdido. En lugar del estudio comunitario, tenemos a miles de individuos encerrados cada uno en su lugar de estudio, tratando cada uno de descifrar los misterios de las Escrituras solos. Note lo egocéntrico del enfoque: «yo hago mi devocional, con mi Biblia, a solas con mi Dios, tomando mis apuntes y pidiendo Palabra para mi vida.» No existe en esta persona interés por los demás. Está ausente de su vida el espíritu comunitario que caracteriza, por ejemplo al Padre nuestro:

Padre nuestro que estás en los cielos,


santificado sea tu nombre.


Venga tu reino. Hágase tu voluntad,


como en el cielo, así también en la tierra.


El pan nuestro de cada día, danos [a nosotros] hoy.


Y perdona [a nosotros] nuestras deudas, como también nosotros


perdonamos a nuestros deudores.


Y no nos metas [a nosotros] en tentación,


mas líbranos [a nosotros] del mal;


porque tuyo es el reino, y el poder,


y la gloria, por todos los siglos. Amén.


Mateo 6.9–13

El devocional, en este caso, ha servido simplemente para perpetuar el egoísmo natural que cada uno lleva en su propio corazón. Quizás sea tiempo de que volvamos a descubrir lo que significa pertenecer a un cuerpo, ser parte de una comunidad de personas que tienen los mismos objetivos e intereses.

Emancipados con la Palabra


Hay una última cuestión que creo importante para nuestra consideración en el tema devocional. En el Antiguo Testamento los responsables de conocer y enseñar la Palabra eran los sacerdotes. Observe la descripción de la función del sacerdote que Dios hace en el libro de Malaquías:


«Mi pacto con él [Leví] fue de vida y de paz, las cuales cosas yo le di para que me temiera; y tuvo temor de mí, y delante de mi nombre estuvo humillado. La ley de verdad estuvo en su boca, e iniquidad no fue hallada en sus labios; en paz y en justicia anduvo conmigo, y a muchos hizo apartar de la iniquidad. Porque los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría, y de su boca el pueblo buscará la ley; porque mensajero es de Jehová de los ejércitos.» (Mal 2.5–7)



¡Qué hermosa descripción! El sacerdote había sido llamado a una función especial en el pueblo, la de guardar con sus labios sabiduría. El pueblo debía buscar de él las instrucciones acerca de la manera en que debían vivir, si es que iban a agradar al Señor en todos sus caminos. Su responsabilidad, mediante la proclamación de la Palabra, era apartar al pueblo del pecado.

Del mismo modo, en el Nuevo Testamento se encuentra un muy interesante incidente ocurrido al comienzo de la Iglesia. Los apóstoles, enredados en otros asuntos de la comunidad, habían descuidado su función principal, que era dedicarse a la Palabra y la oración (Hch 6.3). Para corregir este problema nombraron diáconos, los cuales se hicieron cargo de lo que les distraía de su rol principal. Más adelante, Pablo le escribió a la iglesia en Éfeso y le comentaba que, en su soberanía, Cristo había constituido «a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Efesios 4.11–13).

De esta manera, durante muchísimo tiempo el pueblo dependía de sus líderes para ser instruidos en la Palabra. Esto no quiere decir que los líderes eran los intérpretes exclusivos de la Palabra, pero había en el pueblo una sana dependencia de ellos que ha desaparecido con la llegada del concepto del devocional. Ahora todos son expertos en la Palabra y se ha perdido el espíritu enseñable que es una parte esencial del discípulo de Cristo.



¿Y ahora qué?


Con todo lo compartido hasta ahora, ¿qué aplicación práctica podemos darle a todo esto? Si usted me permite, quisiera sugerir varias cosas:

  • Medite en el contenido de este artículo. Quizás el proceso más importante que puede vivir es el de abrirse a repensar el tema del devocional. No lo deseche, pero sepa que es un medio para un fin. El medio no es sagrado. El fin sí lo es.
  • Acostúmbrese a preguntarse regularmente: «¿Qué Palabra está trayendo Dios a mi vida en este tiempo?». «¿Cuáles cambios necesito realizar en mi vida para que se haga realidad en mí esta verdad?» No se distraiga con otras palabras, que no son la que el Espíritu está marcando para su vida ahora.
  • Cierre la Biblia y pase más tiempo orando. Yo he notado que requiere mucho más disciplina orar que estudiar. La oración es un paso fundamental en todo estudio de la Palabra, por tanto, no permita que su análisis del texto le robe de esta posibilidad.
  • Busque personas con las cuales estudiar regularmente la Palabra. No hace falta que alguien sea el «líder». Como peregrinos que comparten un mismo camino, dialoguen, compartan y anímense mutuamente en la meditación de su Palabra.
  • El devocional nos hace creer que solamente ciertos momentos del día son espirituales. La espiritualidad se vive en todos lados y a toda hora. No deje la Palabra en su casa cuando cierra la Biblia, llévela consigo, en el corazón, todo el día. Medite en ella y manténgase atento a las indicaciones que le puede dar el Espíritu acerca de la manera de vivirla.
  • No se dedique tanto a analizar lo que otros dicen para determinar si usted está de acuerdo o no. Reciba con mansedumbre la Palabra que otros comparten con usted y cultive un corazón dispuesto a ser corregido.
  • Recobre el sentido de la meditación. La exhortación de la Palabra es a meditar en las Escrituras, lo que implica «masticar o rumiar» sobre ellas. Trate de entender cómo esta Palabra se traduce, en forma práctica, a una vida de mayor devoción y santidad. Solamente cuando comenzamos a vivir la Palabra se produce una transformación en nuestra vida.
  • © Apuntes Pastorales, Volumen XXI – Número 2