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Humildad, parte I

Humildad, parte I

por José Belaunde M.

Es cierto que para la mayoría de la gente hablar de la santidad hoy día suena aburrido, anticuado, fuera de lugar e incluso ridículo. Sin embargo, la santidad para el cristiano no es algo optativo; no es algo que se le ofrece como una opción, tómalo o déjalo. Es obligatorio, esta debe ser parte integral de la vida de todo seguidor(a) de Cristo.


Si se preguntara a un grupo de creyentes reunidos en una sala ¿Quién quiere ser santo? seguramente todas las manos se levantarían de inmediato. Pero si se preguntara enseguida en un tono algo serio ¿Quiénes están dispuestos a pagar el precio de la santidad? quizá no se levantarían todas las manos con el mismo entusiasmo.


Pagar el precio de la santidad. ¿Qué cosa quiere decir eso? Si la santidad tiene, como creemos, mucho valor, su precio debe ser muy alto, porque todo lo que vale, cuesta; tiene obviamente un precio que está en función de su valor. Y quizá no todos estén dispuestos a pagarlo. Yo sé muy bien que para la mayoría de la gente hablar de la santidad hoy día suena ridículo y anticuado. Sin embargo, la santidad para el cristiano no es algo optativo; no es algo que se le ofrece como un opción, tómalo o déjalo. Es obligatorio.


El apóstol Pedro, citando al Levítico, escribió: «Como aquel que os llamó es santo, sed vosotros también santos en toda vuestra manera de vivir; porque está escrito: «Sed santos porque yo soy santo»». (1Pe 3.15–16). Es una orden inapelable. El cristiano que no se esfuerza por ser santo es un cristiano aficionado, un «amateur», alguien que no toma su fe en serio.


Jesús, por su lado nos dijo: «Sed pues vosotros perfectos como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (Mt 5.48). Él nos llama a una perfección —palabra que, en la práctica, es un sinónimo de santidad— semejante a la de su Padre, para que seamos dignos hijos suyos. ¡Qué tal reto! Aquí la dificultad estriba en que Jesús nos habla de la perfección que debemos alcanzar a propósito de la necesidad de amar a nuestros enemigos. Y eso sí es algo que definitivamente nos cuesta mucho. No es nada fácil. Pero, nos guste o no, debemos amar a nuestros enemigos si hemos de ser perfectos, es decir, santos. Eso forma parte del costo a pagar.


Vemos pues que el camino de la santidad está erizado de espinas, sembrado de obstáculos. Es como comer un potaje de hierbas amargas, como la que recetó Moisés a los hebreos para celebrar la Pascua (Ex 12.8). No es agradable al paladar, pero es necesario. A la larga es agradable en muchos sentidos, pero, a la corta, no es agradable a nuestros sentidos. Es como intentar comer una fruta cuya pulpa es deliciosa pero cuya cáscara es dura y llena de espinas.


¿Cuál es la base de la santidad? El fundamento, la raíz de la santidad es la humildad. Ahí reside el secreto de la santidad. Pero ser humilde no es fácil. Tratar de serlo puede incluir pasar por algunas experiencias de aprendizaje que no nos sean del todo gratas. Las flores cuyo color y cuyo perfume nos encantan toman su sustancia de la raíz. Si se las corta y se las separa de la raíz, se marchitan en poco tiempo. Igual ocurre con las virtudes cuyo conjunto forma el racimo de la santidad: separadas de su raíz, que es la humildad, se marchitan (1).


Sin santidad nadie verá a Dios, dice la Escritura (He 12.14). Y sin humildad no hay santidad. Eso es algo que no está dicho explícitamente en ninguna parte de la Biblia pero que se infiere de toda la Escritura. Quien lo niegue está ciego o no sabe leer. ¿Podemos imaginar un santo orgulloso? ¿Un orgulloso que agrade a Dios? Pero ser humilde no nos es fácil porque va en contra de nuestras más arraigadas tendencias naturales, contra nuestros más fuertes instintos.


La humildad es la raíz, como hemos dicho, y la raíz está oculta en la tierra: Todas caminan encima, la aplastan y la pisan. Algo semejante ocurre en el mundo con el hombre o la mujer humildes; todos los empujan, los ponen de lado, los marginan, los desprecian. Sean humildes de corazón o sólo de aspecto.


Por eso ser humilde en el mundo no resulta ser nada práctico. Más bien el que quiera llegar a ser algo en el mundo tiene que afirmarse, sacar el pecho, hacerse propaganda, mostrar sus dotes, adornar su curriculum, levantar la voz, abrirse paso a codazos y a empujones… ¿Podemos imaginarnos a alguien que se postule a un puesto determinado, o que se presente en las elecciones como candidato, diciendo modestamente: «Yo no valgo nada, pero estoy dispuesto a hacer los mayores esfuerzos por cumplir?» Se reirían en su cara. No, el hombre que pretenda alguna posición tiene que decir bien claro, para que todos lo oigan: «Aquí están mis credenciales, mis títulos. Yo he hecho esto, esto y esto».


El hombre humilde se complace en vivir oculto e ignorado. No le gusta ser conocido. No anda proclamando sus méritos, sino todo lo contrario, los niega o los desestima. Rehuye la luz de los reflectores, evita estar en el centro del escenario, atraer todas las miradas. Pero sabemos muy bien que con la mayoría de los humanos ocurre precisamente lo contrario. Llamar la atención es lo que más nos gusta. (Nota)


Hay quienes se desviven por ser famosos. Digo «hay quienes» por no decir «todos». ¿Qué es lo que mueve a los que buscan llegar a la cima? ¿la modestia? ¿la humildad? No. El afán de gloria. Una sed insaciable de inflar el propia ego. Algo indeseable para el humilde, pero tan deseable para la mayoría como la inmortalidad.


A todos nos agrada estar arriba, no abajo. Sin embargo, todo el que busca la notoriedad, ser conocido y respetado en cualquier campo, incluso en el de la iglesia, es inevitablemente una persona vana. No busca el reconocimiento por humildad sino por vanidad, por amor de sí mismo. Si busca que lo elogien es porque eso halaga su vanidad. Pero la vanidad es un terreno fértil en donde crecen todos los demás defectos, les abre la puerta de par en par.


Existe una contradicción irreconciliable entre la humildad y la vanidad. El vanidoso, por definición, no es humilde, y el humilde, por definición, no es vanidoso. Humildad y vanidad se contradicen no sólo en sí mismas, sino en aquello a lo que conducen: la humildad aunque se hunda, lleva hacia arriba; la vanidad aunque se eleve, lleva hacia abajo. Lo afirma el libro de los Proverbios: «Antes del quebrantamiento se eleva el corazón del hombre, y antes de la honra es el abatimiento» (Pr 18.12). Lo repite el cántico de María, el Magnificat: «Quitó de los tronos a los poderosos y exaltó a los humildes» (Lc 1.52).


Cuanto más se hundan las raíces de un árbol, más alto puede crecer su tronco: «…volverá a echar raíces abajo y llevará fruto arriba.» (2 Re 19.30b). Cuanto más profundo se caven los cimientos, más alto se puede elevar el edificio. Similarmente, cuanto más humilde es una persona, más santa puede llegar a ser. Cuanto más profunda la humildad, con mayor fuerza brotan los frutos del Espíritu. (2)


Hay una relación directa entre humildad y santidad, al punto que podríamos formular la siguiente ley espiritual: La santidad de una persona es directamente proporcional a su humildad. Porque cuanto más humilde sea, con más ternura se inclinará Dios para derramar sus gracias sobre ella: «Dios resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes» (Stg 4.6)


Por su lado el apóstol Pablo escribe: «Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a sí mismo» (Fil 2.3). Podemos pues afirmar sobre la base de la Escritura que la marca distintiva de la santidad, su sello, es la humildad (3)


Pero así como la humildad es la raíz de todas las virtudes, el orgullo es la raíz de todos los pecados. El profeta Isaías nos lo muestra a propósito de Satanás: «¡Cómo caíste, oh Lucero, hijo de la mañana! Cortado fuiste por tierra, tú que debilitabas a las naciones. Tú que decías en tu corazón: Subiré al cielo; en lo alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono y en el monte del testimonio me sentaré, a los lados del Norte. Sobre las alturas de las nubes subiré y seré semejante al Altísimo» (14.2–5).


El orgullo fue el origen de la rebelión de Lucifer, la causa de su caída. Ezequiel lo precisa: «Se enalteció tu corazón a causa de tu hermosura, corrompiste tu sabiduría a causa de tu esplendor» (28.17a). Con la rebelión de Satanás se trastornó el orden perfecto con que Dios había creado el mundo. Por envidia del hombre y odio a Dios Satanás tentó al hombre con el orgullo: «Seréis como Dios…» (Gn 3.5) le sugirió la serpiente a la ingenua Eva, para que desobedeciera la orden de Dios. Con su desobediencia se corrompió la naturaleza humana y el orgullo se convirtió en la raíz de todos los vicios y crímenes que siguieron después, acumulando pecado tras pecado (Gn 4). Y con el pecado comenzó el sufrimiento humano.


San Agustín escribió respecto de la caída del hombre: «Tú eras hombre y te perdiste por querer ser Dios: Él era Dios y se hizo hombre para encontrar al que se había perdido». En efecto, el hombre se perdió por pretender ser como Dios; Dios lo salvó haciéndose hombre, es decir, humillándose hasta descender a su nivel. «…y estando en la condición de hombre se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil 2.8). La raíz de la caída fue el orgullo que se convirtió en odio; la raíz de la salvación fue el amor que se vistió de humildad.


Pero alguien podría no sin razón objetar: ¿Cómo se puede conciliar el imperativo de actuar en el mundo, de saltar a la palestra de la predicación para evangelizar a las multitudes, con el permanecer oculto y evitar la notoriedad? ¿Acaso ha habido algún gran predicador que convirtiera a las masas y que no se hiciera famoso? La fama es el precio que tiene que pagar todo ministerio exitoso.


Indudablemente la fama acompaña al éxito en la predicación, es innegable. Sin embargo con el éxito vienen también las contradicciones, la oposición, las envidias, las rivalidades, la competencia por las ofrendas… Vienen también las tentaciones. Es ciertamente un alto precio que pagar. Pero si el predicador busca el éxito en su ministerio para llegar a ser famoso, por mucho que racionalice sus motivaciones para encontrar una excusa, no está buscando a Dios, sino servirse a sí mismo.


El argumento de la inevitabilidad de la fama, como consecuencia de la necesidad del éxito, es una de las grandes mentiras con que Satanás ha seducido a la iglesia para apartarla del buen camino. Y, en verdad, Satanás ha tenido mucho éxito en ese empeño porque muchos ministros del evangelio buscan el éxito en la predicación por el prestigio, la fama y el poder que les da. Olvidan que cuanto más alto se eleva el hombre en mayor peligro está de ser tentado; y que más estrepitosa puede ser su caída.


En verdad, el orgullo ha sido la muerte de muchos ministerios animados por muchos hombres y mujeres de Dios que empezaron fiel y humildemente a servirlo y que llegaron a ser famosos. En muchos casos pareciera que hubiera sido el sexo la causa de su caída, pero el sexo fue solo la ocasión. La verdadera causa fue el orgullo. La palabra de Jesús se cumple siempre: «…todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será exaltado» (Lc 18.14).


Esa es una ley sin excepciones. No fue dada para los incrédulos solamente, aunque en ellos también se aplica. Jesús la aplica al fariseo creyente que cumple fielmente la ley de Moisés (Lc 18.9–14) y es más válida, en verdad, para los creyentes que para los incrédulos, porque ellos están obligados a seguir a su Maestro, que fue manso y humilde.


Ciertamente los ministerios famosos son necesarios, porque la iglesia trabaja en el mundo con los medios que proporciona el mundo, aunque sus armas no sean carnales (y cuando lo son la obra de Dios se distorsiona) Pero la verdadera, la más valiosa obra de Dios se cumple en secreto, fuera del ruido del mundo. Las estadísticas demuestran que la gran mayoría de los fieles que asisten a las iglesias se convirtieron por la evangelización de persona a persona; sólo un pequeño porcentaje se convirtió en una gran campaña. La evangelización personal, sin embargo, transcurre lejos de los reflectores de la celebridad.


Algún día veremos que los hombres y mujeres que más hicieron por la causa del evangelio no fueron los que más fama alcanzaron en su tiempo ni los que figuran en los libros de historia, sino los desconocidos e ignorados por todos. La labor más eficaz de todas es la que realizan los intercesores en su cámara secreta. Son ellos los que sostienen la obra de la predicación. Es su oración la que hace que baje el Espíritu Santo con poder sobre los corazones.


Puedo dar más de un ejemplo. Pero eso lo dejaremos para próxima parte.


Notas

(1) Naturalmente la raíz de la raíz es Jesucristo, el hombre humilde por excelencia. No lo menciono explícitamente porque lo doy por sentado.(2) La humildad es un virtud tan humilde que ni siquiera figura entre los frutos del Espíritu, pero es su condición.(3) Hay tantas referencias sobre la humildad en una concordancia temática que no me alcanzaría una página para citarlas todas.Nota: Fray Luis de León, uno de los más grandes poetas del siglo de oro español —a quien la Inquisición mandó a la cárcel por haberse atrevido a traducir del hebreo «El Cantar de los Cantares3— escribió estos versos inmortales:


» Que descansada vida la del que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido. «


Acerca del autor:José Belaunde N. nació en los Estados Unidos pero creció y se educó en el Perú donde ha vivido prácticamente toda su vida. Participa activamente en programas evangelísticos radiales, es maestro de cursos bíblicos es su iglesia en Perú y escribe en un semanario local abordando temas societarios desde un punto de vista cristiano. Desde 1999 publica el boletín semanal «La Vida y la Palabra», el cual es distribuido a miles de personas de forma gratuita en las iglesias de su país. Para más información puede escribir al hno. José a jbelaun@terra.com.pe