La mayor necesidad de quien sirve al Señor
por Alberto Barrientos P.
La obediencia o la desobediencia a las órdenes divinas producen efectos decisivos, ya sea para bien o para mal. El autor recomienda trabajar en cinco factores para desarrollar un espíritu obediente en el siervo del Señor.
Las cuestiones más importantes en el ministerio se definen por las actitudes que hemos desarrollado en nuestro corazón.
Alguien me preguntó una vez cuál era la mayor necesidad de un servidor de Dios. Cruzaron por mi mente varios asuntos: la integridad moral, la transparencia financiera, el correcto empleo del poder, el cuidado del hogar, la vida devocional y otros básicos. Sin embargo, la respuesta es otra. Quizá por mi edad sesenta y ocho años, de los cuales cuarenta y nueve han sido dedicados sin descanso al servicio de mi Señor y Salvador Jesucristo, en los últimos años me he interesado mucho por investigar la vida de personajes bíblicos. Al mismo tiempo, he observado las vidas de tantos pastores, evangelistas, misioneros y otras personas, e incluso la mía misma, y he notado sorprendentes semejanzas con aquellos, tanto en sus áreas favorables y ejemplares, como en las lamentables, dolorosas y poco edificantes.
DOS PARADIGMAS: JOSUÉ Y SAÚL
Entre las demandas que el Señor le hizo a Josué al asumir su función como caudillo, estaba la de «obrar conforme a toda la ley … no te apartes de ella ni a la derecha ni a la izquierda…» (Jos 1.7), es decir que la demanda suprema fue la obediencia al Señor y a Su Palabra. Se puede observar este asunto a lo largo del libro de Josué como un factor decisivo para la conquista de la Tierra Prometida. El pecado de Acán, así como el lamentable error cometido con los gabaonitas, evidenciaron los efectos tanto de la desobediencia como del descuido a la hora de buscar la voluntad del Señor. El relato testifica además un esquema de la vida de Josué casi en la misma forma en que lo hace del Señor. De Josué afirma: «Y así lo hizo Josué, sin quitar una palabra de lo que Jehová había mandado a Moisés» (Jos 11.15). Del Señor afirma: «No faltó ni una palabra de todas las buenas promesas que Jehová había hecho a la casa de Israel.» (21.45). Así se conjugaron la fidelidad del Señor y la obediencia completa de Josué y el resultado fue claro: «De esta manera dio Jehová a Israel toda la tierra que había jurado dar a sus padres … Jehová les dio paz a su alrededor » (21.4344).
Saúl, por otra parte, fue elegido por el Señor como el primer rey de Israel. Fue ungido, experimentó el bautismo en el Espíritu, fue «mudado en otro hombre», profetizó (1 Sa 10.6) y empezó su función real con éxito: «Donde quiera que iba, salía vencedor.» (1 Sa 14.47). Lamentablemente se acostumbró al sabor del triunfo y comenzó a creer que esto le daba derecho a manejar a su gente como quisiera. En la batalla contra Amalec recibió instrucciones específicas del Señor y aun así, tuvo el atrevimiento de salvarle la vida al rey Agag y de otorgarle ciertas concesiones al pueblo de Israel. Después de todo (supongo que habrá pensado) Agag no era responsable directo de lo que había disgustado a Dios y los animales engordados ninguna relación tenían con el asunto. Además, qué mejor idea que conservar el ganado para convertirlo en un sacrificio para el mismo Jehová. Las acciones de Saúl tenían cierta lógica, e incluso hasta una cuota de misericordia (1 Sa 15.19, 2021). ¿No eran mejores estas medidas que las instrucciones dadas por el Señor?
Pero las mieles del triunfo se trocaron en hiel de amargura. El profeta le dijo: «¿Por qué, pues, no has oído la voz de Jehová?» Entonces vinieron las palabras que a mí me han hecho meditar, temblar y temer desde que las comprendí bien; tal fue el impacto que me produjeron que las escribí con mi propia mano y en grandes caracteres en la primera página blanca de mi Biblia: «¿Acaso se complace Jehová tanto en holocaustos y sacrificios como en la obediencia a las palabras de Jehová? Mejor es obedecer que sacrificar; prestar atención es mejor que la grasa de los carneros. Como pecado de adivinación es la rebelión, como ídolos e idolatría la obstinación. Por cuanto rechazaste la palabra de Jehová, también él te ha rechazado para que no seas rey.» (1 Sa 15.22 y 23)
EL ASUNTO CAPITAL
Los ejemplos citados nos ubican en el punto exacto de lo que es nuestra suprema necesidad como simples creyentes y seguidores de Jesucristo, aun más, como sus servidores o como tanto nos gusta decirlo, como sus ministros. Se trata de la obediencia al Señor y a su Palabra.
Es correcta nuestra afirmación de que cada día un torrente de gracia y misericordia fluye del Señor hacia nosotros. Igualmente es correcto reconocer que la sangre preciosa de Jesús «nos limpia de todo pecado» y que si no fuera por esto, no podríamos siquiera seguir a nuestro Maestro. Pero en medio de estas necesarias creencias, tendemos a olvidar a menudo que el Señor requiere nuestra obediencia a él y a su Palabra, y que, como con Josué y Saúl, la obediencia o la desobediencia a las órdenes divinas, producen efectos decisivos, ya sea para bien o para mal.
¿No se confirma dicha verdad continuamente en nuestra vida? ¿Cuántos de nosotros hemos tenido que llorar derrotas, fracasos, pérdidas o vergüenzas por causa de la desobediencia, aunque la ocultemos a los ojos de los demás? ¿No han estado presentes ante nuestros ojos casos de compañeros del servicio al Señor, quienes han rodado cuesta abajo por tolerar alguna falta o volverse desobedientes a Él? Y no nos dejemos engañar por algunos que tienen sonados triunfos y se les ve tener éxito en el ministerio. De estos, algunos encubren su pecado y desobediencia y otros los viven, a la vista y paciencia de los demás. Saúl vivió y reinó en estado de rebelión bastantes años después de que Dios lo había desechado y lo mismo sucedió con otros líderes del pueblo de Dios. Pero tarde o temprano, la desobediencia (o la obediencia) produce sus frutos verdaderos.
Las condiciones del mundo actual, denominado posmoderno, tienden a relajar la moral, a llevarnos a confiar en las experiencias espirituales y místicas e incluso a relativizar, o sea, a no reconocer la veracidad y seriedad a la Palabra de Dios como nuestra norma de fe y conducta. Ese mismo movimiento posmodernista tiende a hacernos valorar demasiado nuestra propia opinión de los acontecimientos y a volvernos igual que Saúl: querer adaptar directrices de Dios a nuestra interpretación, gusto u ocasión, sin valorar seriamente tanto el espíritu como la letra de la Palabra dada por el Espíritu Santo en la Biblia. De esta «hermenéutica» es que algunos líderes creen que pueden hacer su propio código de conducta, sea en lo sexual, lo económico, lo familiar, en el trato pastoral a la gente o en el desempeño cotidiano del ministerio. Y lamentablemente, lo malo siempre es pegajoso. Lo bueno cuesta hacerlo crecer.
Hay que tener siempre presente que Dios busca llevar cautivo nuestro pensamiento a la obediencia a Cristo (2 Co 10.5). No olvidemos que parte de la finalidad del Nuevo Pacto, ahora cristalizado en la experiencia diaria del hijo de Dios, es poner «mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré » (He 8.10; 10.16). ¿Para qué hace esto? Para que lo obedezcamos. Esto de ninguna manera implica una vuelta a la ley de Moisés. El Espíritu Santo que nos posee actúa para capacitarnos a fin de que hagamos la voluntad de nuestro Padre como asunto de primera importancia. Así que, conociendo lo que Dios desea para nuestra vida plasmado tanto en la vida de Jesús como en la ética del reino de Dios expuesta en el Sermón de la Montaña y todo el Nuevo Testamento y teniendo el poder del Espíritu Santo para capacitarnos a hacerlo, debemos asumir la obediencia como elemento primordial de nuestra fe y servicio a Dios.
ANDEMOS POR LA VÍA CORRECTA
Debemos tener presentes varios factores para desarrollar un espíritu obediente.
- Recordar de dónde nos sacó Dios y hacia dónde nos dirige. Antes éramos hijos de desobediencia, ahora somos conocidos como hijos obedientes (Ef 2.2; 1 Pe 1.14). La desobediencia no solo nos trae fracaso, sino que es la ruta para regresar a aquello de lo cual Dios nos liberó: el orgullo y la rebelión. Además, de la desobediencia depende que el pecado se desencadene de nuevo en la vida del ministro.
- Nuestro modelo ahora es Jesucristo, quien fue «obediente hasta la muerte» y quien «aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia» (Fi 2.8; He 5.8). Esta es la cima a la cual estamos llamados a llegar.
- Nuestra relación con el Señor debe ser con la mente, el corazón y la voluntad. Para esto debemos llenarnos de la Palabra de Dios, aprender a buscarla al igual que lo hacemos con la comida amarla y obedecerla cada día. Isaías escribió del Señor estas palabras: «Pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra.» (Is 66.2). Cuando en nuestra vida aparezcan pensamientos o sentimientos, o vengan palabras de profecía, o aun cuando un plan nos parezca razonable o correcto, recurramos a la Palabra y a la oración para ver si en aquello está la voluntad divina.
- El salmista experimentó y enseñó: «¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos. Preserva también a tu siervo de las soberbias; que no se enseñoreen de mí.» (Sal 19.1213). Jeremías, el gran profeta recomendó: «Escudriñemos nuestros caminos, y busquemos, y volvámonos a Jehová.» (Lm 3.40). Debemos evaluarnos a diario a nosotros mismos, situarnos con honestidad y sinceridad ante el Señor, para que la luz de su Palabra y de su Espíritu alumbre nuestra conciencia, a fin de extirpar decididamente aquello que huela a podrido aunque tenga linda apariencia. La obediencia generalmente se va generando en actitudes y acciones muy sencillas, pequeñas y constantes, y en la medida en que estas se van sumando, van formando un alma dispuesta a postrarse ante la voluntad divina. «El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel» (Lc 16.10). Hemos de recordar hasta el fin que « el que piensa estar firme, mire que no caiga» (1 Co 10.12).
- De un modo u otro la obediencia va paralela al temor al Señor. No se trata de miedo, sino de perfeccionar «la santidad en el temor de Dios» y de servir «a Dios agradándole con temor y reverencia» (2 Co 7.1; He 12.28). En los púlpitos muy poco se habla del temor a Dios. ¿Será que nuestros sermones reflejan nuestra realidad personal?
Dios jamás ha desvalorizado su Palabra. No acepta nuestra ignorancia y mucho menos la desobediencia. Por tanto, en el centro mismo de nuestra fe, vida diaria y ministerio debe estar la sencilla pero contundente razón con que cierra el Sermón de la Montaña:
Cualquiera, pues que me
oye estas palabras, y las hace,
le compararé a un hombre prudente que
edificó su casa sobre la roca.
Mateo 7.24
Ideas básicas de este artículo
Preguntas para pensar y dialogar
© Apuntes Pastorales, Volumen 21 Número 3.