Biblia

Cuando Miguel llegó a la iglesia

Cuando Miguel llegó a la iglesia

por Mayo Mathers

Cuando ya se ha recorrido camino largo en la vida cristiana, a la mayoría de los creyentes les sucede que pierden su fascinación por la Palabra, se olvidan del poder de Dios que puede fluir a través de ellos y el sentimiento de dedicarse íntegramente a Dios. El autor de este artículo fue consciente de lo que había dejado de gozar cuando llegó a su vida y a la de su iglesia un hombe que le comunigó de nuevo este gozo. Una experiencia reveladora y transformadora que puede desafiar su vida también.

Recuerdo cuando vi por primera vez a Miguel. Estaba solo, sentado en uno de los últimos asientos de la iglesia. Llevaba una remera de motociclista, y tatuajes le adornaban ambos brazos. Con solo treinta y seis años, estaba más gastado que sus jeans, con ojos cansados y sin vida. Parecía confundido, como si no estuviese seguro de lo que sucedería en esta pequeña iglesia bautista. Mirándolo, yo tampoco lo sabía. Nuestro pastor había conocido a Miguel en el lavadero de autos. Miguel, tambaleándose en la calle y con gestos exagerados, típicos del ebrio, había iniciado una conversación. Su borrachera no era una condición inusual para él. Por años, había luchado contra el alcoholismo sin éxito.


También era drogadicto y ex-convicto. Desde su primer matrimonio, a los quince años, su vida se había desbarrancado constantemente. Había probado todo lo que el mundo le ofrecía, pero nada le dio felicidad. Ahora, el pastor Juan le pedía que intentara algo más. Quería que Miguel conociera a Jesús.


Para mi sorpresa, Miguel regresó a la iglesia la siguiente semana, y la siguiente. Pero no era fácil el trato con él. Se quedaba quieto y apartado, sintiéndose fuera de lugar. Yo crecí en la iglesia y viví una vida protegida; era difícil conversar con él teniendo formas de vida tan opuestas. Oraba por Miguel, esperanzado, aunque no creía que los obstáculos entre él y Dios pudieran ser superados. Me había olvidado de las maravillosas circunstancias que rodean la salvación.


Tres semanas después de que había hecho contacto con Miguel, llegó ebrio al trabajo y lo echaron. Para él esto fue lo último, no vio más opción que terminar con su vida. Mi familia estaba partiendo hacia un concierto cristiano cuando recibimos la llamada de Miguel para participar su decisión de suicidarse. El pastor Juan lo aconsejaba desesperadamente, nosotros comenzamos a orar.


Mientras viajábamos hacia el concierto continuamos orando, y nos mantuvimos en oración hasta que comenzó el concierto. De pronto, para mi alivio, entraron el pastor Juan y Miguel y se sentaron en los asientos libres a nuestro lado.


El olor a alcohol nos invadió, y yo me preguntaba si algo del mensaje penetraría por entre la neblina de la borrachera de Miguel. La muerte se veía en sus ojos; yo me estremecía ante la desesperanza que emanaba de él.


La agonía por la que atravesaba era evidente al retorcer continuamente los músculos de su cuello y hombros como tratando de sacar su tormento interior. Cuatro veces salió del concierto, y cada una de ellas mi respiración se cortó por miedo a que no volviera.


El concierto de aquella noche pareció planificado especialmente para él. Cada palabra que salió de la boca del predicador se dirigía a Miguel. Yo oraba que algo del mensaje penetrara en su desesperación. Así fue. El orador apenas había comenzado con la invitación cuando Miguel saltó de su asiento y se adelantó por el largo pasillo del auditorio. El pastor Juan tuvo que correr para acompañarlo, así de desesperado estaba por Cristo.


¿Hay algo más hermoso que ver la transformación de un pecador en santo?


Miguel reía, lloraba y resplandecía. «¡Alabado sea Dios, alabado sea Dios!», decía repetidamente. Sin palabras y con lágrimas de alegría, yo solo podía afirmar con mi cabeza. Volví a casa bailando. Si bien había servido a Dios durante toda mi vida, había crecido acostumbrado a Su magnificencia. Miguel pronto cambiaría eso.


Comenzó su nueva vida con asombrosa pasión. «¡Quiero todo lo que Dios tiene para mí!» decía, y se bautizó esa misma semana. Miguel salió de las aguas riéndose de gozo. Yo me maravillaba de su alegría, había olvidado lo intensa que podía ser.


Miguel devoró su Biblia, deseando consumir su riqueza en sabiduría e información. Quedaba fascinado con cada cosa que leía. Cuando compartía conmigo su lectura, me parecía como si yo escuchaba todo por primera vez. Había olvidado la fascinación por la Palabra de Dios.


El día después de su bautismo, Miguel asistió a un seminario que duraba una semana completa junto con un grupo de la iglesia. El primer día luchó fuertemente con las demandas de su cuerpo por alcohol. «Pienso constantemente en tomar», nos decía mientras nosotros observábamos el temblor de sus manos.


El segundo día la batalla estaba más equiparada, y para el tercer día nos anunció: «¡Estoy completamente desintoxicado!» El poder de Dios fluía a través de Miguel. Sentado a su lado, yo podía percibirlo y era maravilloso. Yo había olvidado tal poder.


Miguel vivía en una pequeña casa rodante en los fondos de la casa de sus padres. Su mayor posesión era una motocicleta. Era su pasión, con ella podía escapar cuando el mundo se cerraba ante él.


Pero cuando el orador del seminario nos desafió a dar nuestras posesiones a Dios, Miguel lo tomó literalmente. «Le daré mi moto a Dios», dijo excitadamente. «¡Espero que él consiga un buen precio!».


Medité en su palabras, mientas pensaba en mi cálido hogar lleno de hermosas posesiones. Había olvidado el sentimiento de tal dedicación.


Luego llegó el desafío de limpiar nuestras vidas de cada cosa que interfiriera con un corazón puro ante Dios. El orador sugirió el tener una hoguera como en Hechos 19 cuando volviéramos a nuestros hogares. Pensé defensivamente en mi colección de libros de autores renombrados: no desagradables, pero ciertamente no beneficiosos para mantener mi corazón puro.


Descarté la idea pues me parecía muy radical. Pero no le sucedió lo mismo a Miguel. «Voy a hacer una hoguera cuando llegue a casa», nos dijo dándolo por hecho. No había rastro de pesar en su voz. Nada se iba a interponer entre él y su nuevo amigo.


Yo me quedaba fascinado ante Miguel. Se veía como un hombre nuevo. Su piel irradiaba salud, sus ojos brillaban. Yo había olvidado tal pasión. Ahora era yo quien parecía marchito.


De pronto, yo quise estar en su hoguera. Quería renovar mi pasión y dedicación. Quería experimentar nuevamente el poder de Dios y tener el gozo de mi salvación restaurado, el gozo que había perdido en el pasar de los años. Una vez más quería abrazar a Dios y no simplemente estar cerca de él.


Miguel aceptó en compartir su hoguera, y antes que nosotros nos diéramos cuenta, toda la iglesia estaba involucrada. El cambio de Miguel nos estaba tocando a todos nosotros. Cada uno pasó el día orando a Dios para que este nos mostrara qué estorbaba en el camino hacia su servicio y nos reunimos por la tarde. Se había preparado el fuego, y uno por uno dejamos allí objetos.


Miguel lanzó sus revistas pornográficas. Otro miembro quemó su colección de rock pesado. Yo fui por mi casa buscando críticamente libros. Muchos tenían tramas violentas y de sexo. Yo sabía que si decisión de tener un corazón puro era, ellos tenían que desaparecer. Muchos otros quemaron pequeños papeles en los que habían escrito palabras como ira, orgullo, celos, amargura, y pensamientos negativos.


Mientras el calor de las llamas calentaba nuestros cuerpos, el Espíritu de Dios inflamaba nuestros corazones llenándonos con Su paz. Después que las llamas se apagaron, nos abrazamos unos a otros, con lágrimas en los ojos y alegres en la refrescante presencia de Dios. Este había sido un hecho fascinante para un grupo de bautistas moderados que no eran dados a mostrar sus emociones.


Miré a Miguel y le di gracias a Dios por este hombre, quien hacía tan solo un mes atrás, era un desconocido. Así como él había sido transformado, yo también lo había sido. Pero los cambios sólo estaban comenzando.


Años atrás nuestra iglesia había pasado por una división. Exteriormente teníamos la apariencia de habernos recobrado, pero la amargura aún permanecía en muchos corazones. La noche de la hoguera fue una noche de perdón, ¿pero duraría? la división era muy profunda.


La respuesta llegó muchas semanas después cuando Miguel no asistió a la iglesia un domingo.


Tenía un mal presentimiento. Era la primera vez que Miguel no asistía a un culto desde que había llegado a nuestras vidas. Mis temores se confirmaron cuando hablé con el pastor Juan.


En el vehemente deseo de alcanzar a sus antiguos amigos para Jesús, Miguel había vuelto a una de sus tabernas preferidas para testificarles. La tentación fue muy fuerte. Muy pronto, Miguel estaba ebrio. Su vergüenza era tan profunda que no podía enfrentarnos.


Temiendo por Miguel, no pude concentrarme en el sermón. Quería que él supiera que no nos avergonzaba, que todos los cristianos tenemos caídas, y que la belleza de ser parte de la familia de Dios es que nos podemos ayudar unos a otros en los tiempos de debilidad.


Finalmente, me excusé y salí hacia la casa de Miguel. Lo encontré tendido en su cama, embebido en su desesperación. Ni podía mirarme.


«Te he defraudado», susurró. «Lo siento mucho.»


Al arrodillarme al lado de su cama para orar con él, sentí que golpeaban a la puerta. Otro miembro de la iglesia había dejado el culto para venir. Mientras hablábamos otro golpeó, y otro, hasta que la pequeña casa rodante estaba llena de gente. Cada familia de la iglesia había venido a verlo.


Mientras nos tomamos de las manos para orar, el pastor Juan aconsejó a Miguel sobre la importancia de romper con todas las ligaduras del pasado. Pero había una que Miguel sentía que no podía romper. Se había comprometido a realizar un trabajo en la campiña en una gasolinería para un antiguo jefe que también era vendedor de drogas.


«Yo siempre cumplo con mi palabra», dijo con dignidad.


Hubo una pausa, y luego el pastor Juan dijo: «Bien, entonces comencemos».


Miguel lo miró atónito. «¿Qué quiere decir?».


«Llevemos rastrillos y palas», dijo una mujer como si hubiéramos discutido antes la situación. «Nosotros te ayudaremos así terminas pronto el trabajo con este hombre.»


Unos minutos después llegamos a la gasolinería, palas y rastrillos en las manos. Los niños sacaban las malezas mientras las mujeres, vestidas para el culto dominical, rastrillaban las astillas de madera. Los hombres se sacaron sus sacos y comenzaron a palear la suciedad mientras Miguel los dirigía.


Por primera vez, en meses, nuestra iglesia estaba trabajando codo a codo. Por la risa y la conversación, yo sabía que se habían derribado las barreras que habíamos construido durante la división.


Hoy, nuestra iglesia está creciendo otra vez, no solo física sino espiritualmente, también. Miguel continúa arrancando fuerza de nosotros en su lucha contra el alcoholismo. Y nosotros la extraemos de su exuberancia por Dios. Lo que una vez hicimos por obligación, ahora lo hacemos por deleite en Dios. La frescura ha reemplazado la anticuada adoración, por ver a Dios a través de los ojos de Miguel, nosotros descubrimos nuevamente el gozo, la pasión, la maravilla de nuestra salvación.

Moody Monthly. Los Temas de Apuntes Pastorales, volumen III, número 6.