Biblia

La forma como yo lo veo

La forma como yo lo veo

por Martha Stout

Frente a la desgracia de otros, cuán fácil, y simplemente se encuentran explicaciones para todo. ¿Por qué es que nos apresuramos a decir cosas, aunque sean fatuas y débiles, cuando los ángeles lloran profundamente? La autora nos urge a buscar la forma de evitar poner distancia entre otros y nosotros mismos, entre sus desastres y la seguridad estrictamente protegida de nuestras propias vidas.

En la novela de Shirley Nelson, El último año de la guerra, un libro que claramente describe nuestras debilidades, una escena en particular me sobresalta: Durante los meses menguantes de la Segunda Guerra Mundial, Beverly, una estudiante del Instituto Bíblico del Calvario de Chicago, se entera que su novio, Bob, ha muerto a consecuencia de una mina. A pesar de que llora por algunos días, rápidamente se deshace de todos los recuerdos de Bob a excepción de una sola fotografía. Luego sus amigos la encuentran tocando himno tras himno en el órgano Hammond del instituto.


Debido a que sus circunstancias están cargadas de dramatismo, Beverly naturalmente se convierte en el objeto de preocupación y especulación de los demás. Una de sus compañeras, observando el dolor brevemente vivido por Beverly, dice: Espero que no tenga el efecto de un bumerang. Se repuso muy rápido». Otra, sin una sombra de duda, replica: «No. Ella ya ha resuelto el problema. Está en las manos del Señor».


A pesar de que en estas respuestas puede haber un grado de irrealidad con relación a la muerte de Bob, no hay nada en esta escena que pudiera alarmarlo a uno. Nada, hasta que llegamos al intercambio de palabras entre dos compañeras de cuarto del instituto: «Ruby estaba diciendo que era obvio que Beverly había amado a Bob demasiado y que el Señor se lo había tenido que llevar.» Ruth dijo: «No tanto, pero quizá demasiado preeminentemente. Bob tenía el primer lugar en sus afectos. Creo que ella lo sabe ahora. Tiene victoria.»


Cuán fácil, y simplemente se encuentran explicaciones para todo. La respuesta a la muerte de Bob, el que haya sido volado en pedazos, radica en la necesidad de que Beverly aprenda una lección espiritual. Lo extraño es que nadie haya pensado que esto fue demasiado duro para Bob. Pero, en el ambiente irreal del instituto, nadie pensaría en ello. Encuentro que esta escena es dolorosa, precisamente, porque es más que una obra de ficción: He escuchado demasiadas variaciones sobre el particular en la vida. Y reconozco haber estado tanto del lado del que recibe como del que da en este tipo de artificio.


¿Por qué, me pregunto, es que tenemos tal propensión para convertir la tragedia en una farsa? ¿Por qué es que caemos en esfuerzos torpes para negar el dolor y la pérdida —tanto la nuestra como la de los otros? ¿Por qué es que nos apresuramos a decir cosas, aunque sean fatuas y débiles, cuando los ángeles lloran profundamente? ¿Por qué en medio de los silencios terribles de Dios, debemos balbucear?


Como los laboratoristas, estamos prontos para dispensar soluciones prefabricadas para todos los problemas de la vida. ¿Noches con insomnio? Ningún problema. «El Señor da su descanso.» ¿Enviudó? Anímese. «El Señor mismo será su esposo/a.» ¿Enfermó? «Alabe al Señor por enseñarle a depender de él mismo, en lugar de la carne.» Cosas por el estilo son el tipo de las respuestas que llegan al punto de producir náuseas.


En nuestra preocupación ciega por entregar lo que consideramos como respuestas ortodóxicamente teológicas, el amor cede el paso a las palabras vanas. Por falta de compasión, es que sustituimos a la compasión por palabras, encontrándolas más fácil de interpretar en lugar de soportar las cargas los unos de los otros. Es muy curioso. Por un lado, decimos que adoramos a un Dios que está muy por encima de nosotros, y cuyos caminos son claramente superiores a los nuestros; pero por otro lado, nos cuesta entenderlo, entender sus caminos, como así también explicárselos a otros. Y me parece que si realmente analizáramos lo que decimos, esas explicaciones fáciles que damos a otros, nos sonarían a palabras huecas, sin sentido. De aquello que podemos explicar, tal vez podamos controlarnos y protegernos. De ahí que el análisis se convierte en la forma de poner distancia entre otros y nosotros mismos, entre sus desastres y la seguridad estrictamente protegida de nuestras propias vidas.


Pero hay otra forma de ver las cosas, como lo ilustra la vida de la bailarina Isadora Duncan. Cuando sus dos hijos pequeños murieron en un accidente, ella se refugió en Viareggio, la residencia de una amiga, la actriz italiana Eleonora Duse. En Mi vida, Duncan escribe que Duse la mecía entre sus brazos, no sólo como para consolarla, sino como para tomar el dolor de su amiga sobre sí misma. En lugar de tratar de animar a Duncan «con el olvido», Duse la animaba a que recordara los dichos y las peculiaridades de sus hijitos y hasta le mostraba sus fotos, sobre las cuales lloraba. Duse nunca le dijo, «Deja de sentir dolor», sino que se dolió con Duncan, y, por primera vez desde la muerte de sus hijos, la Duncan sintió que no estaba sola.


No existe duda en mi mente en cuanto a cuál de las dos escenas está más cerca del Espíritu de Cristo —ninguna duda en cuanto al rol que Él quisiera que interpretáramos en estos casos. Después de todo, Él dijo, «Bienaventurados los que lloran «. «Llorad con los que lloran».


Si no podemos llorar frente al dolor, quiera que aprendamos, cuando menos a permanecer callados en medio del dolor.

Tomado de «Today’s Christian Woman», edición de septiembre/octubre 1984. Los Temas de Apuntes Pastorales, volumen III, número 3.