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Vida, muerte y resurreción, Parte II

Vida, muerte y resurreción, Parte II

por Leonardo R. Hussey

En el segundo artículo de la serie Vida, muerte y resurrección, el autor continúa el relato del profeta Eliseo y la mujer de Sunem. Aquí el autor nos hace reflexionar acerca de las distintas emociones que embargan el corazón humano después de la pérdida de un hijo y cómo Dios utiliza a las personas para ser instrumentos de consuelo.

Duelo al mediodía : Segundo artículo de la serie2 Reyes 4.14–37

Eliseo ante el drama de la muerte

Después del nacimiento de este hijo varón, Eliseo sería doblemente bienvenido al hogar de Sunem. Se había sentido en deuda hacia ellos pero de aquí en más, ellos se sentirían en deuda con él, deuda que jamás podrían pagar. También es lógico suponer que, con el correr del tiempo, este hijo de sus oraciones había llegado a ser muy querido para Eliseo mismo, como sin duda lo era para sus padres.

«Y el niño creció» (v. 18) y, a una edad en que ya podía salir con su padre a las tareas agrícolas, ocurre algo inesperado y trágico. Un repentino dolor en la cabeza quizá causado por una fuerte insolación, le hace acudir a su padre gritando: «¡Ay, mi cabeza, mi cabeza!».!». El padre de inmediato le encargó a un criado que lo llevara a la madre quien con cuidado y ternura lo tuvo sobre sus rodillas. Seguramente pensó que pronto le pasaría el dolor, pero al mediodía murió. Vivo por la mañana y muerto al mediodía. Así llega la muerte, a menudo, golpeando sin previo aviso.

No presumimos saber por qué el Señor permitió que esto ocurriera. Quizá el afecto que sentían el padre y la madre por el niño se había acentuado al punto de desplazar sutilmente al Señor del centro de sus vidas, y «el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí», advirtió el Señor (Mt 10.37). Quizá Dios vio la necesidad de demostrarles que el cenit de la felicidad no se halla aquí en la tierra. Tal vez debían aprender a ser más sensibles al hecho de que la felicidad depende a cada instante de la gracia y la misericordia de Dios. Sin duda, los hechos posteriores demostrarían que este matrimonio llegaría a gozar de la doble e inverosímil bendición de tener un hijo inesperado, muerto y resucitado. Tampoco lo dice la Escritura, pero es muy probable que Dios tuviera una misión particular para este niño cuando llegara a la madurez de vida. Algo sí sabemos, y es que este incidente tan doloroso para el hogar de Sunem, fue la ocasión para que el hombre de Dios realizara el más maravilloso de todos sus milagros.

Es notable el calibre espiritual de la mujer sunamita ante la muerte de su precioso hijo. Nada de gritos, llanto o desesperación. Ni una sola palabra de censura contra Dios o contra su profeta, pero ¡cuántos pensamientos se habrán cruzado por su mente en estos momentos de crisis! ¿No estaba frente a un evidente despropósito? ¿Para qué recibir un hijo de una manera tan extraordinaria y luego perderlo en forma tan repentina? ¿Había algún sentido en todo esto?

El conflicto mental de la sunamita había sido experimentado muchos años antes por su padre espiritual Abraham. Su hijo, Isaac, era por excelencia un hijo de la promesa de Dios y en él serían benditas todas las simientes de la tierra. Cuando Isaac fue ya muchacho y el Señor le ordenó a Abraham ofrecerlo en holocausto, estas preguntas seguramente transitaron por la galería de su mente. Sin embargo, el autor de la carta a los Hebreos nos descorre el velo y permite ver algo especial que ocurría dentro de Abraham. Cuando subía el monte Moriah, con el muchacho y la leña para el holocausto, dispuesto a consumar el sacrificio, iba «pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos, de donde, en sentido figurado, también le volvió a recibir» (He 11.19).

La sunamita, como digna hija espiritual de Abraham, tuvo una experiencia similar. Instruida en la ley de Jehová, conocería muy bien este incidente notable de la historia de su antepasado. Además, es posible que estuviese enterada por medio de Eliseo o de algún otro conducto, del más reciente milagro que Dios había realizado por medio de Elías, cuando resucitó al hijo de la viuda de Sarepta (1 Re 17.17–24). No hay nada mejor como recordar los actos de Dios en la historia, para despertar y fortalecer nuestra fe. El hecho es que la sunamita procedió de una forma singular que sólo puede explicarse si aceptamos que tenía una profunda convicción de que su hijo sería restaurado a la vida. «Por fe… las mujeres recibieron sus muertos mediante resurrección» (He 11.35).

No se dispuso, por tanto, a prepararlo para darle sepultura sino que lo colocó sobre la cama del hombre de Dios (v. 21), quizá inspirada en lo que había hecho Elías en Sarepta (1 Re 17.19). «¡Oh mujer, grande es tu fe!» (Mt 15.28). Tampoco le informó a su esposo lo que había sucedido con el niño. Mas bien le pidió la ayuda de un criado y una asna para ir a ver a Eliseo que felizmente estaba en el monte Carmelo, a no mucha distancia de Sunem.

Su esposo le preguntó: «¿Para qué vas a verle hoy?» (2 Re 4.23). Esta pregunta sugiere que ella, en su ánimo de ejercitar la piedad y vivir en obediencia sincera al Señor, tenía por costumbre concurrir a distintas asambleas presididas por Eliseo. Ya sea en días de reposo o en las fiestas especiales, ella probablemente iba para escuchar la predicación, elevar sus oraciones y alabar al Señor junto con otras personas piadosas. Recordemos que en tiempos de Elías todavía había «siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal y cuyas bocas no lo besaron» (1 Re 17.18). No sólo se contentaba con recibir periódicamente en su hogar al hombre de Dios, sino que siendo una mujer espiritual, concurría para la adoración pública de Jehová identificándose con su pueblo.

La respuesta dada al esposo contiene una buena cuota de fe. Le dijo sencillamente: «Paz». ¿Podía tener paz cuando su único hijo acababa de morir?

Paz, dulce paz, la muerte alrededor;


Jesús venció la muerte y su terror.

Esta es la herencia de los hombres y mujeres de fe. La muerte puede ocasionarnos profundo dolor pero jamás podrá robarnos la «paz de Dios» que guarda nuestros corazones y nuestras mentes «en Cristo Jesús» (Fil 4.7). De manera que con diligencia, determinación y con precisas instrucciones para el criado, encara el viaje.

Al aproximarse al monte Carmelo el profeta la vio desde lejos y de inmediato comisionó a Giezi, su criado, para que corriese a su encuentro. Eliseo había tomado conciencia ya de que un asunto urgente la traía e instruyó al criado que le formulara tres preguntas concretas: «¿Te va bien a ti? ¿Le va bien a tu esposo, y a tu hijo?» Es propio que el hombre de Dios se preocupe con interés y ternura por el bienestar de sus amigos y de todos aquellos a quienes ha sido llamado a servir. La sunamita no sintió que podía compartir su carga por lo doloroso, por sus implicancias y muy posiblemente por falta de afinidad con Giezi. Es probable que ella ya hubiese detectado que este hombre no tenía sensibilidad espiritual como para confiarle una preocupación de tal magnitud, de modo que sólo le responde en términos generales: «Bien». Pero cuando llegó donde estaba el hombre de Dios en el monte, postrada en el suelo, se asió de sus pies. Giezi, con falta de discernimiento, de inmediato reaccionó tratando de quitarla. Pero Eliseo, sensible y consciente de algo grave, le responde: «Déjala, porque su alma está en amargura, y Jehová me ha encubierto el motivo, y no me lo ha revelado» (v. 27). El siervo de Dios reconoce sus limitaciones; no pretende saberlo todo. Al ver a la mujer inclinada en tierra, tomada de sus pies, y en amargura de alma, no vacila en decir que el motivo le está encubierto, y que Dios no se lo había revelado (v. 27). El profeta es humilde y honesto y sabe cuándo reconocer su ignorancia y el derecho del Señor para revelar o encubrir según sea su sabio designio.

Por las dos preguntas que formuló a continuación la sunamita a Eliseo, él se dio cuenta de lo que había acontecido. «¿Pedí yo hijo a mi señor? ¿No dije yo que no te burlases de mí?» (v. 28). Su modo de expresión fue, sin duda, enérgico y no podemos dejar de reconocer un tono acusador en sus preguntas. Ella no había pedido este hijo y cuando le fue prometido, resultaba tan ilógico que lo consideraba como una burla. Después de darlo a luz, criarlo y amarlo, muere de manera inesperada en su propio regazo. Ahora sí, se sentía burlada y si estamos conscientes de nuestras limitaciones como humanos, nos sentiremos identificados con su actitud. Sin embargo, su comportamiento previo a la descarga de estas preguntas, y el posterior que examinaremos en el próximo artículo de la serie, nos dejan entrever que junto con este sentido de verse burlada, hay una mezcla de fe y una voz interior que le dice que el capítulo no está concluido, y que Eliseo algo puede hacer todavía.


Consulte los otros artículos de esta serie:


  • Promesa de vida (primera parte)
  • Un nuevo soplo de vida (tercera parte)

Tomado y adaptado del libro El profeta Eliseo, Leonardo Hussey, Desarrollo Cristiano Internacional, 2002. Para obtener más información acerca de este libro haga click AQUÍ