Los siete reclamos de Dios
por G. Campbell Morgan
Los dos primeros capítulos de Malaquías son una poderosa exhortación y, a pesar de que fue dada en el siglo V antes de Cristo, provee una reflexión muy actual acerca de nuestras actitudes con respecto a Dios. Este artículo analiza los siete reclamos que Dios le hizo al pueblo de Israel que retornó a Jerusalén después del exilio. ¿Estará la iglesia de hoy cayendo en las misma faltas que cometieron los israelitas? ¿Qué reclamos estará haciéndonos Dios a nosotros?
En contra de este pueblo formalista y autosatisfecho, Dios expresó por medio de su mensajero siete reclamos que pueden sintetizarse de la siguiente manera: Profanación, sacrilegio, avaricia, negligencia en el servicio, honra del vicio o sea la traición contra el pacto del cielo, robo a Dios y blasfemia contra Dios.
A cada uno de estos reclamos respondieron con las palabras «¿En qué?» Existe una profanación mucho más repudiable que la de los bajos fondos. Un sacrilegio mucho más terrible que el de entrar a un lugar sagrado y hurtar utensilios del culto. Una voracidad más atroz que la del hombre que no profesa piedad alguna y que abiertamente rinde culto a Mamón. Una negligencia en el servicio cuya iniquidad excede a una abstención completa del mismo. Una forma de traición por medio de honrar al vicio más despreciable que un abierto complot para destronar a Dios, no importa cuán diabólico sea. Una clase de robo más detestable que hurtar el dinero de las ofrendas que se han depositado en el cofre del Altísimo. Un tipo de blasfemia que comparada con la repulsiva blasfemia que oímos en las calles, hace aparecer a esta última como obtusa e insignificante.
1. La profanación
Para considerar el primero de los reclamos será necesario volver a la primera página de esta profecía y leer en el capítulo 1.6: «El hijo honra al padre y el siervo a su señor. Si, pues, yo soy padre, ¿dónde está mi honra? y si soy señor, ¿dónde está mi temor?». Luego, en el versículo 7: «Ofrecéis sobre mi altar pan inmundo», y la última frase del versículo nos dice: «Pensáis que la mesa de Jehová es despreciable».
Aquí encontramos que este pueblo se dirige a Dios como «Padre» pero sin darle honor alguno. También le llama «Señor» pero no le demuestra ningún temor. Además considera que su mesa es despreciable, ya que coloca sobre ella pan inmundo. Sin embargo, al oír el reclamo del profeta, responden: «¿En qué?». Vale decir que se sienten perfectamente satisfechos de que Dios es su Padre. Su posición es absolutamente ortodoxa. Ni por un instante disputan el hecho que Dios es su Señor, y aún están dispuestos a combatir por esta posición, si alguien quisiera rebatirla. Sin embargo, Dios les dice: «Me llamáis Padre, y me llamáis Señor. ¿Dónde está mi honra? ¿Dónde está mi temor?».
Traen su pan al altar y pienso que si tuviéramos la oportunidad de analizarlo no lo hallaríamos contaminado en el sentido literal de la palabra. Con sorpresa en nuestra voz, exclamaríamos: «¡Ese pan no está contaminado!» Sin embargo, quedó contaminado por las mismas manos que lo colocaron sobre la mesa. ¿En qué consiste la profanación? La raíz del significado de la palabra es: «alejado del templo» (pro, del; fanum, templo), y su uso se ha generalizado para señalar artículos no sagrados sino de uso común.
Este pueblo era culpable de la profanación en el peor sentido de la palabra ya que se apropiaban de la relación que los nombres involucraban: Padre, «honra», Señor, «temor». Pero estaban lejos de temerle, no le atribuían honra alguna salvo con vanas palabras, credos y obras exteriores. Así degradaban los objetos sagrados de Dios y las rebajaban al nivel de la mediocridad, al punto de hacer la afirmación: «La mesa de Jehová es despreciable».
Ningún hombre contaminado puede ofrecer pan puro sobre el altar de Dios. Al recibir o rechazar las ofrendas, Dios las mide por el carácter de la persona que las ofrece. Pensemos en la siguiente ilustración. Con frecuencia se ha cuestionado por qué la ofrenda de Abel fue aceptada y la de Caín rechazada. Una explicación común es que Abel fue aceptado porque trajo un cordero, y que Caín fue rechazado porque trajo del fruto de la tierra. La verdadera razón es que Abel era justo y Caín injusto. Ambos hombres trajeron de las primicias de su labor y peculiar vocación. Sé que hay otro interesante aspecto del tema, y es que la misma justicia de Abel le habló sobre su necesidad de un sacrificio y, por eso, se sintió impulsado a ofrecer un cordero. Sin embargo, la ofrenda de Caín fue rechazada porque Caín había sido rechazado, y la de Abel aceptada, porque Abel había sido acepto delante de Dios. En el caso particular que denuncia Malaquías, los hombres se aproximaban a la mesa y colocaban sus ofrendas sobre ella diciendo: «Padre» y «Señor», pero antes de llegar a la mesa no habían rendido ningún honor al Padre, ni habían demostrado temor alguno hacia el Señor. Ellos mismos no eran aceptos, y por lo tanto, sus dones habían sido rechazados.
La profanación en su máxima expresión se encuentra en el servicio externo, en los mismos tabernáculos del Altísimo. Hoy es la profanación de la cristiandad. No me refiero a la profanación de la Iglesia. La Iglesia y la cristiandad son dos asuntos distintos. La cristiandad es la expresión exterior del cristianismo que ha difamado a Cristo y ahuyentado a las masas de gentes de nuestras ordenanzas y lugares de culto. No hay profanación más detestable que la de expresión ortodoxa y corazón heterodoxo. Dones presentados a Dios por manos impuras son en sí impuros, pues Dios sólo acepta la ofrenda en la medida en que ha aceptado al dador. La ofrenda que traemos a Dios es la verdadera expresión del valor con que avaloramos el altar. Si un hombre dice: «Yo honro el altar de Dios», y a continuación ofrece algo que su propia vida ha contaminado, su verdadera apreciación del valor del altar no está en la declaración que alega, sino en la ofrenda contaminada que depositó. Esta consideración debería hacernos meticulosamente cuidadosos en lo que respecta a la forma en que ofrendamos a Dios. Además debería salvarnos de la mayor de las herejías, la cual consiste en imaginar que podemos negociar nuestra aceptación por medio de nuestras ofrendas. Dios recibe y rechaza todas las ofrendas del hombre en la medida en que ha recibido o rechazado al dador.
Si esta aseveración es correcta, ¿cuántos dones y ofrendas colocadas sobre el altar han sido rechazadas por Dios? ¿No es toda esta profanación dentro de la cristiandad del día de hoy terriblemente más profana e insidiosa en sus malvadas influencias que la profanación de las villas miserias?
2. El sacrilegio
El segundo reclamo divino se encuentra en el versículo 8 del mismo capítulo:
«Cuando ofrecéis el animal ciego para el sacrificio, ¿no es malo? Asimismo cuando ofrecéis el cojo o el enfermo, ¿no es malo? Preséntalo, pues, a tu príncipe, ¿acaso se agradará de ti, o le serás acepto? dice Jehová de los ejércitos».
Aquí hallamos un movimiento progresivo de la maldad, algo que excede a la profanación, a saber, el sacrilegio. Esto brota inevitablemente de la profanación. Estos hombres están ahora ofreciendo a Dios en forma absoluta, lo ciego, lo cojo y lo enfermo. El requerimiento divino según la ley mosaica, era que el cordero que se colocaba sobre el altar debía ser «sin defecto», o sea, de lo mejor del redil. Sin embargo, estos hombres habían perdido el sentido de lo que significaba la adoración, pues guardaban lo mejor de la majada para sí. Traían al altar el animal cuyo aspecto mismo producía desprecio, sencillamente para mantener la forma del sacrificio y la apariencia que tanto codiciaban. Dios les llama a hacer cuentas por esta su mezquindad y les dice observemos el agudo sarcasmo de las palabras que emplea el profeta:
«Preséntalo, pues, a tu príncipe; ¿acaso se agradará de ti, o le serás acepto?» (1.8).
¿Por qué presenta Dios esta queja? Porque las ofrendas que presentaban sobre el altar no eran de ningún valor para los hombres que las ofrecían. No les costaba nada, y Dios siempre evalúa la ofrenda por lo que cuesta al dador y no por el valor intrínseco de la misma. ¿Hemos aprendido esta lección, aun en nuestros días? Esta lección fue subrayada por el Señor Jesús cuando «vio a los ricos», los descendientes directos de los hombres a quienes Malaquías profetizaba, «que echaban sus ofrendas en el arca de las ofrendas» (Lc 21.1). Él no evaluó una sola ofrenda por su valor intrínseco, sino por lo que le costaba al alma que la ofrendaba. Los ricos echaban lo que les sobraba. Vio cada una de las ofrendas, reconoció su valor, y en cada caso estaba consciente del valor que el mercado les asignaba. Pero luego vino una viuda que era muy pobre y echó dos monedas. Escuchemos ahora la evaluación del Señor del tesoro, Aquel a quien las ofrendas son ofrecidas. ¿Qué fue lo que dijo? ¿«Esa mujer hizo bien»? No. Dijo algo mucho más contundente. ¿Dijo acaso que había ofrendado más que cualquier otro hombre? No. Lo que el Señor dijo fue «esta viuda pobre echó más que todos» (Lc 21.3). En efecto dijo: «Traigan todas las ofrendas que fueron depositadas en el arca hoy, y júntenlas y verán que estas dos blancas pesan más que todas las demás ofrendas en conjunto».
El Señor midió el don como siempre lo hace, por una evaluación de lo que le cuesta al dador. Los hombres que habían depositado en el tesoro parte de su abundancia, no habían sacrificado ninguno de sus lujos cuando regresaban a sus casas. En su ofrendar no había elemento alguno de negación propia, y cada uno de ellos podría decir como muchos hoy día también podrían hacerlo: «No echo de menos lo que doy». A los tales permítanme decirles que Dios no les agradece sus ofrendas. La viuda sí que sintió la ausencia de sus dos monedas. Representaban su alimento, el único alimento que podría haber obtenido, y por el hecho de haberse sacrificado, Dios aceptó y valoró su ofrenda infinitamente más que cualquier otra. ¿Qué es lo que revela un sacrificio? No una búsqueda egoísta de un favor, sino la estima de aquél a quien la ofrenda es entregada.
Siempre hemos considerado que un sacrilegio consistía en violar un templo y hurtar elementos destinados al culto. No es así. En realidad es entrar en un templo y colocar algo en el lugar de las ofrendas, sea esto un arca, una bolsa o un platillo. No olvidemos esto. El sacrilegio consiste en darle a Dios algo que nada nos costó porque pensamos que Dios no vale nada. Dios busca a quienes colocan en su altar un don que les cuesta privación o sacrificio.
Los hombres constantemente traen a la iglesia lo que no les sirven. Gracias al Señor, se ofrecen todavía muchas ofrendas que son el fruto de un sacrificio. Pero hoy día se comete también una enorme cantidad de sacrilegios que consisten sencillamente en ofrendas que no significan un sacrificio para el dador. Ofrecemos a Dios en la iglesia obsequios que jamás ofreceríamos a nuestros gobernantes. Esto es un sacrilegio. Si las ofrendas en la Iglesia de Dios hoy fueran como la que depositó la viuda hace ya muchos años, la obra del Señor jamás tendría que salir a mendigar a hombres y mujeres que están fuera de la iglesia.
3. La avaricia
En el 1.10 Dios le pregunta al pueblo: «¿Quién hay de vosotros que cierre las puertas o alumbre mi altar de balde?» Esta es la más terrible denuncia de la avaricia que encontramos en todo el libro. Estas personas abrían las puertas del templo y encendían las lámparas sólo porque esperaban obtener una ganancia. En cada ofrenda que presentaban sobre el altar, y en cada acción que realizaban, había un motivo ulterior. El servicio a Dios se había degenerado en la esclavitud a un apasionado interés egoísta. Abrían puertas y encendían fuegos tan sólo para asegurarse una recompensa. Esta denuncia está hecha en forma de interrogación, y sólo me limitaré a aplicarla de la misma manera a la generación actual. «¿Quién hay de vosotros que cierre las puertas en forma gratuita?» ¿Por qué le ofrecemos servicio a Dios? Responderé asumiendo el punto de vista más loable y solemne: ¿Porque esperamos una recompensa en el futuro? Si así es, estaremos transitando peligrosamente cerca de esta terrible manifestación de avaricia.
Dios desea hombres que le ofrezcan servicio sólo por amor a él aunque nunca reciban una recompensa. Recordemos aquella gran frase de Job: «Aunque él me matare, en él esperaré» (13.5). Con frecuencia este pasaje se interpreta erróneamente como si Job estuviera diciendo: «Si me matare, todo estará bien. Habrá algo más allá, y nada perderé». Esta no es la interpretación correcta. La palabra «matare» penetra hasta la más profunda realidad de su ser y lo que Job quería expresar es: «Aunque él me matare », no: «Aunque él permita que mis enemigos me maten». «Aunque no haya un futuro para mí, y aunque nunca le llegue a ver sobre el trono, aunque me elimine, aun confiaré en él». Esta es una confianza magnífica que se remonta muy por encima de aquella confianza que espera una recompensa.
Por supuesto que nos referimos a niveles espirituales superiores a los que se podía pretender en los días de Malaquías, pero debemos tener presente que vivimos en una dispensación mucho más elevada que aquella. Nuestro servicio, ¿es humano o divino? Si ofrecemos el vaso de agua esperando la recompensa, es como si no lo diéramos. Cuando ministramos a personas enfermas o encarceladas, si lo hacemos para que él nos dé su aprobación en un día futuro, es como si no lo hiciéramos. Dios pide una entrega de nuestras vidas a él que se expresa así: «Derramamos todo a tus pies, y si tú nos coronas, nos regocijaremos, pero sólo por el hecho de disponer de una corona para arrojarla a los pies de Cristo». Cuando un hombre alcanza este estado interior, la avaricia se ha esfumado de su servicio. La mejor aplicación de este estudio es sencillamente formular la pregunta: «¿Quién hay de vosotros ?»
4. El fastidio en el servicio
Ahora nos referiremos al verso 13 del mismo capítulo:
«Habéis además dicho: ¡Oh, qué fastidio es esto! y me despreciáis».
En la vida de estos hombres se puede observar un proceso de degradación. La profanación, el sacrilegio, la avaricia y ahora el fastidio y el aburrimiento. Si el hombre está buscando una recompensa cuando cierra una puerta o enciende una lámpara, pronto se cansará y dirá: «¡Oh, qué fastidio!», y lo despreciará. Por otra parte, si pone todo su esfuerzo y energía buscando el reino por lo que es, nunca se quejará de fatiga.
Creo que esta es una de las características más sobresalientes de esta época. Los grandes principios se revelan en pequeños detalles. y de maneras inesperadas, y la cristiandad está diciendo: «Esto es fastidioso», no en palabras, pero sí ciertamente por medio de los hechos. El ritualismo es la cristiandad que dice: «Dios es fastidioso. Dios cansa», y por eso le desprecia. La preocupación por las vestimentas eclesiásticas, el incienso y demás elementos para rituales, ¿qué significan? Sencillamente que los hombres se han cansado de una adoración espiritual y procuran satisfacer y agradar la parte sensual de su naturaleza. Han desaparecido aquellos días rudos en que nuestros padres se reunían para adorar en establos, se sentaban fríos y preocupados en largos conflictos espirituales con Dios, y se ocupaban en una adoración genuina de Dios. Ahora procuramos más que nada la estética, y cuando demandamos la estética estamos diciendo que la verdadera adoración es fastidiosa, y pedimos que los asuntos de la ceremonia sean más sencillos y más fáciles. Aun las iglesias no tradicionales no están exentas de esta trampa. Todo el clamor profano e impío pidiendo sermones más cortos y más amenos es evidencia de que los hombres están diciendo: ¡Qué fastidio es esto! Muchos creyentes que no objetarían escuchar atentamente una larga ópera, miran sus relojes y se ponen inquietos si el predicador se excede, por unos pocos minutos, de su tiempo asignado.
Este es un problema serio muy serio. Cuando los hombres se cansan de escuchar y meditar en los asuntos de Dios, el mal está adentro. En el fondo existe la avaricia y detrás de ella el sacrilegio, y detrás de él, la profanación. Examinemos nuestros corazones, y veamos si las disciplinas espirituales se han transformado en un mero deber, en una carga, de la cual nos desprenderíamos si pudiéramos, y que sólo la soportamos para mantener una apariencia.
5. La traición
En el capítulo 2, verso 17, encontramos aun algo más:
«Habéis hecho cansar a Jehová con vuestras palabras. Y decís: ¿En qué le hemos cansado? En que decís: Cualquiera que hace mal agrada a Jehová, y en los tales se complace; o si no, ¿dónde está el Dios de justicia?»
¿Qué quisieron decir con esto? En efecto lo que decían era: «Nuestro Dios es un Dios de amor, y por lo tanto no habrá un juicio. Ese hombre que usted dice que es malo es bueno, sólo que usted no lo conoce. Dios encuentra satisfacción en él».
Esta actitud excede al fastidio y al desprecio. Es una abierta traición en su peor expresión. Equivale a condonar y aun excusar el pecado. Constituye un intento de disimularlo, como si no tuviera importancia. Es una traición cuando el hombre comienza a excusar el pecado, y decir que realmente no tiene importancia. Cuando dice que Dios se deleita en aquellos que practican la maldad y que no habrá un juicio para condenar al pecador, entonces ese hombre es culpable de grave traición.
Una vez más debemos señalar que este es uno de los pecados que se practica y que prevalece en nuestro tiempo actual. A quien me señale un pueblo o grupo de personas que se ha cansado de un cristianismo robusto que busca sólo un culto estético, le podré decir que tiene delante suyo personas a quienes la mención de un juicio divino les resulta intolerable. ¿Qué es lo que están haciendo tales personas? Están rebajando el nivel del gobierno divino, y tan pronto un hombre que está dentro de la iglesia comete este pecado, se constituye notoriamente culpable de la más grave traición contra Dios.
Toda esta filosofía acerca de un Dios de amor que pasa por alto livianamente el pecado, no es ni más ni menos que una equivocada interpretación de lo que es el amor. El amor es el declarado y eterno enemigo del pecado, y en el instante en que Dios comenzara a excusar el pecado, como lo hace la humanidad, dejaría de amar al hombre. Procuremos aplicar esto personalmente, o por lo menos yo lo haré así. Si Dios excusara mi pecado y permitiera que yo continuara en él diciendo: «Bueno, es una persona débil e imperfecta, no importa», Dios mismo, con tal acción, estaría asegurando mi ruina. Precisamente, por ser un fuego consumidor y porque jamás ha firmado un pacto con el pecado en la esfera de su reino o en cualquier lugar del mundo, él es un Dios de amor. Tan pronto como alguien comience a decir: «¿Dónde está el Dios de justicia?» (2.17), comete el pecado de grave traición, y personalmente pienso que este ha sido un pecado popular por muchos años.
Los hombres que Dios ha utilizado en todos los tiempos han sido hijos de fuego y de consolación. ¿Quiénes fueron los hijos de consolación? Fueron Boanerges (Mr 3.7), hijos del trueno, y ningún hombre puede llegar a ser un verdadero hijo de consolación si no es a la vez un hijo del trueno.
Para que un hombre sea tierno y compasivo con el pecador, tendrá primero que adquirir una visión clara y aguda del pecado como una monstruosidad de los siglos que jamás puede ser tolerada. Es falsa la concepción del amor que imagina que Dios no es un Dios de juicio.
6. El robo
En el capítulo 3, versículo 8, tenemos el siguiente reclamo:
«¿Robará el hombre a Dios? pues vosotros me habéis robado» (1)
¡Qué terrible denuncia! ¿Cómo le habían robado? Ellos preguntaron: «¿En qué te hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas». En otras palabras, había una demanda divina que Dios había formulado a este pueblo. El diezmo le debía ser entregado a él, y ellos habían respondido a esta demanda. Alguien dirá: «Si eso es lo que había pedido Dios, seguramente es lo correcto». No nos engañemos. Constantemente oímos decir que Dios demandaba el diezmo. Esta no es toda la verdad. Dios demandaba el diezmo como el mínimo y ellos, despreocupadamente, le habían dado lo que él les había reclamado el mínimo en diezmos y ofrendas. Le habían robado a Dios en que no habían respondido a la demanda divina en el espíritu que había sido formulada. Habían ofrecido lo que estaba estrictamente permitido por regla y por norma, pero no en el espíritu del amor.
¿Cuál es la demanda divina hacia la cristiandad, o mejor dicho, hacia los cristianos? Dios no está pidiendo un diezmo. Algunos ofrendan una décima parte de sus ingresos y esto puede ser lo correcto en algunos casos, pero no en otros. Algunos no tienen por qué dar el diezmo, pues son demasiado pobres, mientras que otros están robando a Dios al sólo dar una décima parte de sus ingresos. Hace un tiempo conocí una congregación en la cual había un hermano de holgada posición que ofrendaba semanalmente una suma nominal. Detrás suyo se sentaba un hermano de condición muy humilde, casado y con cinco hijos. Él ofrendaba el diezmo de su ingreso, que no era más que el salario básico de un obrero. ¿Quién ofrendaba más? No quiero sugerir esto como una práctica aconsejable, pero yo le dije al hermano que se «sentaba detrás», que no era justo que él ofrendara el diezmo de sus pocos ingresos cuando tenía que sostener en su familia a una esposa y cinco hijos. En cuanto al hombre de «adelante», poco podemos decir. Su ofrenda representaba en comparación la quinta esencia del egoísmo. El diezmo estará bien si es lo que uno siente. Si involucra falta de consideración para aquellos que están a nuestro cargo, estará mal. Si está fuera de proporción con mi holgado volumen de ingresos, entonces estará muy mal. No creo que el diezmo sea algo sobre lo cual debamos insistir, Dios demanda todo. Todo lo que somos debe ser suyo. Cada moneda empleada en forma egoísta equivale a robar, en esta dispensación de la gracia. Como ya hemos mencionado al escribir sobre el sacrilegio, jamás será necesario tener que mendigar dinero al diablo para hacer la obra de Dios, si el pueblo de Dios ofrendara como corresponde y dejara de robar a Dios.
7. La blasfemia
En los versículos 1314 del mismo capítulo hallamos estas palabras:
«Vuestras palabras contra mí han sido violentas, dice Jehová. Y dijisteis: ¿Qué hemos hablado contra ti? Habéis dicho: Por demás es servir a Dios. ¿Qué aprovecha que guardemos su ley, y que andemos afligidos en presencia de Jehová de los ejércitos?».
Este es el pecado de blasfemar. ¿En qué consiste la blasfemia? La palabra significa hablar injuriosamente. Decir algo que herirá a la persona a quien se habla. Los hombres han llegado a emplearla mayormente con relación a lo concerniente a la divinidad. Blasfemar equivale a decir aquello que injuria a Dios, su causa y su reino. A estas personas Dios dice: «Vuestras palabras contra mí han sido violentas». Vale decir: «Han blasfemado violentamente contra mí». Ellos preguntan: «¿Qué hemos hablado contra ti?» Dios prosigue diciendo: «Habéis dicho: Por demás es servir a Dios. ¿Qué aprovecha que guardemos su ley y que andemos afligidos (enlutados, según Nueva Biblia Española) en presencia de Jehová? ¿Qué beneficio sacamos de todo esto?» ¿Pensamos que decían esto en forma explícita y verbal? ¡Por supuesto que no! Ni por un instante podemos imaginarlo.
La más extrema expresión de blasfemia es una descripción engañosa de Dios por parte de personas que profesan amar su nombre y aparentan esperar con un deleite exuberante la venida de su reino. El hombre que blasfema abiertamente y que de pie y con cara al sol grita: «Yo odio a Dios» es menos peligroso en cuanto a la influencia que su vida pueda ejercer, que el hombre que dice amar a Dios pero vive desobedeciéndole. La blasfemia que debe temerse es aquella que en una congregación se une para decir: «Hágase tu voluntad, venga tu reino», mientras que en su vida está constantemente evadiendo la voluntad de Dios y negándole el derecho de reinar dentro de él. ¡Oh hermanos, si la iglesia creyera en el reino y en la voluntad de Dios, y si toda la iglesia de Cristo rogara el próximo domingo, en el poder del Espíritu y con incuestionable honestidad esta oración, cómo se aceleraría la venida del reino de Dios! Es la blasfemia dentro de nuestro círculo inmediato. Hombres y mujeres que oran pero no creen en el reino, la blasfemia que estorba y por esto la iglesia se ha tornado en un deleite deprimente en el consejo de los reyes y gobernantes. Personas que hacen poco o nada en su capacidad corporativa para elevar el mundo hacia el cielo y hacia Dios.
Sin embargo, hay almas en el día de hoy que forman el núcleo de sus elegidos, a quienes Dios utiliza para establecer sus propios fundamentos, y hacer su obra, antes de la venida del Maestro a su iglesia. Lamentablemente, la cristiandad en general no ha creído ni actuado en base a las enseñanzas del Maestro. Estoy consciente que este cuadro es deprimente, pero si el lector puede vislumbrar uno más optimista, reconozco que está logrando algo de lo cual yo soy absolutamente incapaz. No obstante, existe en la Iglesia una luz más brillante ahora de lo que ha sido en las décadas pasadas.
Tomado y adaptado del libro ¡Me han defraudado! El mensaje del profeta Malaquías, G. Campbell Morgan, Editorial DCI – Hebrón.
Nota del autor:
1. Comparar versión Dios habla hoy donde dice: «¡Me han defraudado!»