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La captura; Parte X de: El mártir de las catacumbas

La captura; Parte X de: El mártir de las catacumbas

por Anónimo

Cada día, cada persona que salía, no se sabía si retornaría. El suspenso siempre estaba presente. Siempre había un sobresalto. Siempre se esperaba la que tanto se temía, la captura. Este artículo es el décimo de la serie continuada basada en el libro El mártir de las catacumbas, de autor anónimo. La historia original de esta serie fue publicada hace muchísimos años.


La prueba de vuestra fe obra paciencia.

En la capilla Honorio se encontraba sentado en compañía de uno o dos más, entre quienes se encontraba la hermana Cecilia. Los débiles rayos de una sola lámpara alumbraban el escenario muy débilmente. Todos los presentes se hallaban silenciosos y tristes. Sobre ellos pesaba una melancolía más profunda de lo común. Alrededor de ellos se oía el ruido de pasos y de voces y un confuso murmullo de actividad vital.

En forma repentina y rápida se oyeron pasos, y Marcelo entró. Los ocupantes de la capilla saltaron sobre sus pies con exclamaciones de gozo.

—¿Dónde está Polio? —preguntó Cecilia con vivo interés.

—Yo no lo he visto dijo Marcelo.

—¡No lo ha visto! —y volvió a caer sobre su asiento.

—Pero ¿qué pasa? ¿ Ha debido volver ya?

—Ha debido volver hace seis horas, y eso me tiene loca de ansiedad, no hay peligro dijo Marcelo en actitud de consolarla—. El sabe cuidarse. —Procuró hacer que no se notara su preocupación, pero sus miradas traicionaban sus palabras.

—¡Qué no hay peligro? dijo Cecilia—. Ay de mí, nosotros sabemos ya todos los nuevos peligros que hay. Jamás ha sido tan peligroso como ahora.

—¿Qué ha hecho te atrases tanto, Marcelo? Te dábamos por muerto.

Marcelo contestó, —Yo fui detenido cerca de la Vía Alba. Tuve que soltar la carga y correr al río. La turba me siguió, pero yo me arrojé al río y lo pasé a nado. De allá tomé una ruta en circunvalación entre las calles del otro lado, después de lo cual volví a pasar y así he llegado hasta aquí sano y salvo.

—Has escapado milagrosamente, pues han ofrecido un rescate por ti.

—¿Lo sabíais vosotros?

—Desde luego que sí, y mucho más. Hemos sabido de los redoblados esfuerzos que ellos están haciendo para aniquilarnos. Durante todo el día nos han estado llegando noticias de dolor. Más que nunca tenemos que fiarnos solamente en El que puede salvarnos.

—Todavía podremos frustrar sus planes —dijo Marcelo con aire de esperanza.

—Pero ellos están vigilando nuestra entrada principal —dijo Honorio.

—Entonces podemos hacer nuevas. Las grietas son innumerables.

—Ellos están ofreciendo recompensa por todos los hermanos prominentes.

—¿Y qué?, pues. Cuidaremos a esos hermanos, guardándolos más que nunca.

—Nuestros medios de subsistencia están disminuyendo gradualmente.

—Pero hay, tantos osados y fieles corazones como siempre. Quién tiene temor de arriesgar su vida ahora. Nunca faltará la provisión de alimento mientras permanezcamos en las catacumbas. Pues si nosotros logramos escapar de la persecución, traeremos el auxilio a nuestros hermanos; y si morimos, recibiremos la corona del martirio.

—Tienes razón, Marcelo. Tu fe pone en vergüenza mis temores. ¿Cómo pueden temer a 1a muerte aquellos que viven en las catacumbas? Se trata solamente de unas tinieblas momentáneas y luego todo pasará. Pero en el día de hoy hemos oído decir mucho que hace desesperar nuestros corazones y ahoga nuestros espíritus hasta hacernos desmayar.

—Ay de mí —continuó Honorio con voz doliente—, cómo se ha diseminado la gente, y las asambleas han quedado desoladas. No hace sino unos pocos meses que había cincuenta asambleas cristianas dentro de la ciudad, en donde brillaba la luz de la verdad, y las voces de las oraciones y las alabanzas ascendían hasta el trono del Altísimo. Ahora han sido abatidas, y el pueblo ha sido dispersado y arrojado fuera de la vista de los hombres.

Hizo una breve pausa, vencido por la emoción, y luego con su voz baja y apesadumbrada repitió las palabras dolientes del Salmo ochenta:


Jehová, Dios de los ejércitos,


¿Hasta cuándo humearás tú contra


la oración de tu pueblo?


Dísteles a comer pan de lágrimas,


Y dísteles a beber lágrimas en gran abundancia.


Nos pusiste por contienda a nuestros vecinos:


Y nuestros enemigos se burlan entre sí.


Oh Dios de los ejércitos, haznos tornar;


Y haz resplandecer tu rostro, y seremos salvos.


Hiciste venir una vid de Egipto:


Echaste las gentes, y plantártela.


Limpiaste sitio delante de ella,


E hiciste arraigar sus raíces, y llenó la tierra.


Los montes fueron cubiertos de su sombra;


Y sus sarmientos como cedros de Dios.


Extendió sus vástagos hasta la mar,


Y hasta el río sus mugrones.


Por qué aportillaste sus vallados,


Y la vendimian todos los que pasan por el camino?


La estropeó el puerco montés,


Y la pació la bestia del campo.


Oh Dios de los ejércitos, vuelve ahora:


Mira desde el cielo, y considera, y visita esta viña,


Y la planta que plantó tu diestra,


Y el renuevo que para ti corroboraste.


Quemada a fuego está, asolada:


Perezcan por la reprensión de tu rostro.

—Tú estás triste, Honorio —dijo Marcelo—. Es verdad que nuestros sufrimientos aumentan sobre nosotros; pero nosotros podemos ser más que vencedores por medio de Aquel que nos amó. ¿Qué dice él?


«Al que venciere, daré a comer del árbol de la vida, el cual está en medio del paraíso de Dios.»


«Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida. El que venciere, no recibirá daño de la muerte segunda.»


«Al que venciere, daré a comer del maná escondido y le daré una piedrecita blanca, y en la piedrecita un nuevo nombre escrito, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe.»


«El que hubiere vencido y hubiere guardado mis obras hasta el fin, yo le daré potestad sobre las gentes; . . . y le daré la estrella de la mañana.»


«El que venciere, será vestido de vestiduras blancas; y no borraré su nombre del libro de la vida, y confesaré su nombre delante de mi Padre, y delante de sus ángeles.»


«Al que venciere, yo lo haré columna en el templo de Dios, y nunca más saldrá fuera; y escribiré sobre él el nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, la cual desciende del cielo de con mi Dios, y mi nombre nuevo.»


«Al que venciere, yo le daré que se siente conmigo en mi trono; así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono.»

Al hablar Marcelo estas palabras, se irguió y sus ojos brillaron, y su rostro se enrojeció de entusiasmo. Sus emociones fueron transmitidas a sus compañeros, y conforme caían estas promesas una por una en sus oídos, ellos olvidaron por un momento sus penas y dolores bajo el pensamiento de su cercana bienaventuranza. La nueva Jerusalén, las calles doradas, las palmas de gloria, y los cantos del Cordero, el rostro de El que está sentado en el trono; todo ello se hallaba realmente presente en sus mentes.

Honorio dijo, —Marcelo, me has quitado mi tristeza con tus palabras; sobrepongámonos, pues, a nuestras dificultades terrenas. Vamos, hermanos, dejad a un lado vuestras cuitas. Pues este hermano recién nacido en el reino muestra tal fe que nosotros debemos emular. Miremos, pues, al gozo que nos ha sido propuesto. «Porque sabemos que si esta nuestra habitación terrena se disolviera, tenemos una mansión no hecha de manos, eterna en los cielos.»

Y continuó diciendo, —La muerte está muy cerca, y se acerca cada vez más. Nuestros enemigos nos tienen cercados, y el cerco es cada vez más estrecho. Moriremos, pues, como cristianos.

Marcelo exclamó, —¿Por qué esos tristes presagios? ¿Acaso la muerte está más cerca que antes? ¿No estamos seguros en las catacumbas?

—¿No has sabido tú, entonces?

—¿Qué?

—¡De la muerte de Crispo!

—¡Crispo! ¡Muerto! ¡No! ¿Cómo? ¿Cuándo?

—Los soldados del emperador fueron guiados a las catacumbas por alguien que conocía la ruta. Penetraron al salón en donde se estaba celebrando el servicio de adoración. Eso fue en las catacumbas allende el Tíber. Los hermanos dieron apresurada alarma y huyeron. Pero el venerable hermano Crispo, bien sea a causa de extrema vejez, o por su resolución de sufrir el martirio, no quiso huir de los enemigos. Se limitó a arrodillarse y elevar su voz y vida en oración a Dios. Dos asistentes fieles permanecieron con él. Los soldados se abalanzaron sobre él, y mientras aún permanecía orando sobre sus rodillas, lo golpearon hasta derramar sus sesos. Cayó muerto al primer golpe, y los dos hermanos rindieron también su vida al lado de él.

—Ellos han volado a unirse a aquel noble ejército de mártires. Ellos, pues, han sido fieles hasta la muerte, y recibirán la corona de vida, —dijo Marcelo con vivo entusiasmo.

Pero en esos instantes fueron interrumpidos por un tumulto en el exterior. En el acto se pararon todos asustados.

—¡Los soldados! —exclamaron.

Pero no; no eran soldados. Era más bien un cristiano, un mensajero de ese hostil mundo exterior. Pálido y temblando se arrojó al suelo. Contorsionándose clamó como con sus últimos hálitos de vida:

La presencia de este hombre produjo un efecto extraordinariamente aterrador sobre Cecilia. Ella tambaleó, cayendo hacia atrás contra la pared, temblorosa desde los pies a la cabeza, trabando sus manos una con otra. Sus ojos parecían salírsele al mirar, sus labios se contraían como si quisiera hablar, pero no se le oía el menor sonido.

—¡Habla! ¡Habla, hermano! ¡Dínoslo todo! —exclamó Honorio.

—¡Polio! —balbució el mensajero.

—¿Qué le ha pasado a él? —dijo vehementemente Marcelo.

—Ha sido capturado. ¡Está en prisión!

Oído aquello, un grito agudo de mortal amargura se difundió por todas las inmediaciones sembrando el terror. Era el grito de la hermana Cecilia, quien no tardó en caer al suelo.

Los que a su lado estaban acudieron a atenderla. La llevaron a su cuarto. Una vez allí, le aplicaron los habituales estimulantes hasta revivirla. Pero el golpe la había afectado gravemente, y aunque volvió en sí, quedó en tal estado que parecía que soñaba.

Mientras tanto el mensajero había recuperado las fuerzas, y había dicho todo lo que sabia.

Marcelo le preguntó:

—Polio fue contigo, ¿no es así?

—No, él estaba solo.

—¿En qué diligencia había ido?

—Estaba tratando de saber noticias y como estaba en un lado de la calle, un poco atrás. Él ya se venía. Caminamos hasta que llegamos a donde había una multitud de hombres. Para sorpresa mía Polio fue detenido y sometido a interrogatorios. Yo ya no oí lo que pasó, pero alcancé a ver sus gestos de amenaza, y finalmente vi que le prendieron. Nada pude hacer yo por él. Me mantuve a una distancia de seguridad y observé. Como media hora después se hizo presente una tropa de pretorianos. Polio fue entregado a ellos y se lo llevaron.

—¿Pretorianos? —dijo Marcelo—. ¿Conoce al capitán?

—Sí, era Lúculo.

—Está bien —dijo Marcelo, y quedó sumido en profunda meditación


(Continúa en la Parte XI: La ofrenda)

© Editorial Portavoz, 1986. Usado con permiso. Tomado del libro: El mártir de las Catacumbas de autor anónimo.


Los Temas de la Vida Cristiana, volumen III, número 5. Todos los derechos reservados

El libro fue reimpreso en varias ocasiones, después de ser publicado por Editorial Portavoz en 1986, fue concedido a Desarrollo Cristiano Internacional. Si usted desea la historia completa puede adquirir el libro mencionado en su librería cristiana o buscar los capítulos siguientes en este sitio.

Otros títulos de la serie continuada:


Parte uno: El Coliseo


Parte dos: El campamento pretoriano


Parte tres: La Vía Apia


Parte cuatro: Las catacumbas


Parte cinco: El secreto de los cristianos


Parte seis: La gran nube de testigos


Parte siete: La confesión de fe


Parte ocho: La vida en las catacumbas


Parte nueve: La persecución


Parte diez: La captura


Parte once: La ofrenda


Parte doce: El juicio de Polio


Parte trece: La muerte de Polio