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¿Por qué orar a alguien que permite que la gente sufra?

¿Por qué orar a alguien que permite que la gente sufra?

por Guillermo Hunter

María, quien amaba a Cristo, murió a sus veinte años a causa de un cáncer fulminante, justo en el verano en que le enseñaría a nadar a mi hijo. Roberto, con un hermoso llamado al ministerio pastoral, dejó de respirar en la camilla del consultorio médico. Entonces. ¿por qué orar a quien, teniendo en su mano todo el poder, permite que el dolor y el sufrimiento nos afecten tanto?

Bueno, ¿por qué orar a quien, teniendo en su mano todo el poder, permite que el dolor y el sufrimiento nos afecten tanto?


María, quien amaba a Cristo, murió a sus veinte años a causa de un cáncer fulminante, justo en el verano en que le enseñaría a nadar a mi hijo. Roberto, con un hermoso llamado al ministerio pastoral, dejó de respirar en la camilla del consultorio médico. Un día estaba tomando notas en su clase de Hermenéutica; al día siguiente había dejado a una viuda y a un niño pequeño. El joven contador de mi iglesia, Gregorio, besó a su esposa y a su pequeña hija, tomó su portafolios y se dirigió a la estación de autobuses para hacer una auditoría en una oficina de otra ciudad. A los veinte minutos el autobús se desbarrancaba en la autopista y todos morían.


Se espera que los pastores egresados del seminario tengan respuestas a tales situaciones traumáticas. Pude hablar con María por cuatro horas después de la operación previa a su muerte, pero con la viuda de Roberto sólo unos pocos y tensos momentos.


–Mientras preparaba el mensaje para el funeral de Gregorio, la escritura que vino a mi mente fue esta: «¿Por qué viven los impíos, y se envejecen, y aun crecen en riquezas? Su descendencia se robustece a su vista, y sus renuevos están delante de sus ojos.


Salen sus pequeñuelos como manada, y sus hijos andan saltando. Al son del tamboril y de cítara saltan, y se regocijan al son de la flauta.


Pasan sus días en prosperidad, y en paz descienden al Seol. Dicen, pues, a Dios: «Apártate de nosotros, porque no queremos el conocimiento de tus caminos. ¿Quién es el Todopoderoso, para que le sirvamos? ¿Y de qué nos aprovechará que oremos a Él?» (Job 21.7,8, 11-15).


Todo lo que sentía que podía decirle a Dios era: «¿Por qué?» Por su parte, en ese momento, Dios no contestó nada, …absolutamente nada.



EL SILENCIO DE DIOS

Esta clase de experiencias es parte de lo que los teólogos llaman «el silencio de Dios». Arturo Custance dijo: «Es su aparente indiferencia ante las necesidades de los seres humanos, cuando el horroroso sufrimiento los envuelve. Millones incontables sufren a causa del hambre o de la guerra, la sequía u otros desastres, y para quienes no es apropiado decir que se lo merecían. En tales tiempos, en realidad, los hombres pensantes no se vuelven ateos necesariamente porque encuentren irracional el creer en un mundo espiritual que está por encima o más allá de nuestra dolorosa realidad. Sin embargo tienen el sentimiento de que, si Dios es ese Ser que nosotros predicamos que es, entonces Él no puede permanecer callado. Él debería actuar manifiesta, misericordiosa, salvadora y públicamente». En otras palabras, el pensamiento es: «Si yo, un ser humano imperfecto e impotente, tengo compasión y haría cualquier cosa por aliviar este sufrimiento, ¿por qué un Dios perfecto que sí puede, igual lo permite?»


El final de estas tres vidas promisorias –las que compartí al principio– me desconcertaba. La tragedia de sus muertes, aparentemente sin sentido y propósito, me recordó lo que Roberto Anderson describió tan emotivamente hace un siglo atrás: «La sociedad, aun en los grandes centros de nuestra moderna civilización, es como un barco de esclavos, donde, junto a los sonidos de la música, las risas y la jarana en el salón del juego de los oficiales, se mezclan los quejidos de la inenarrable miseria de la bodega inferior. ¿Quién puede calcular el dolor, el sufrimiento y la maldad que ocurren en una sola vuelta de la aguja del reloj?»


Desde los antiguos días de la Roma pagana hasta ahora y a través de los siglos de las llamadas persecuciones de los cristianos –los millones de mártires– lo mejor y más puro de nuestra raza fue devorado por la violencia; los mejores cristianos, los más apetecidos por el enemigo cayeron bajo la injuria y la muerte en formas horrendas. Unos llorando por la ferocidad de las salvajes bestias en la arena, otros a causa de hombres tan inmisericordiosos como esas bestias. Miles perecieron por el odio y la tortura en la Inquisición. La gente de Dios ha muerto, con rostros vueltos al cielo y los corazones elevados en oración, y el cielo pareció tan duro como el metal. El Dios de sus oraciones tan débil como ellos mismos o tan endurecido como sus perseguidores.


El silencio de un sabio y buen Dios nos hace trizas por dentro.



¿DÓNDE ESTÁ ÉL?

Ningún cristiano pensante puede evadir el tema del silencio de Dios y de su aparente inactividad cuando se encuentra frente al sufrimiento. Algunos días encontramos que es difícil orar. El dolor, la angustia y la pesadumbre pueden tornarse tan consumidores que no queda nada por lo cual orar. En algunos momentos, declarar esa verdad incuestionable de que debemos orar a Dios puede hacer peor el problema. Precisamente se supone que «hay que orar» a ese Dios sabio y bueno. Hay que hacerlo porque el cristiano no es un ateo. Pero… ¿por qué el dolor y el sufrimiento existen? Y en el dolor, ¿cómo respondo a Dios en oración?


Alguna vez, la vida fue buena…, siempre. Pero las criaturas de Dios, tanto angelicales como humanas, fueron creadas con la habilidad y la libertad de gozarse y glorificar a Dios, o de rebelarse y pecar en su contra. Satanás y sus demonios eligieron la rebeldía. Así también, como lo muestra la historia bíblica y la secular, hicieron el hombre y la mujer. El resultado de esta rebelión ha sido dolor y sufrimiento.


El dolor y el sufrimiento existen en nuestro mundo porque seres como nosotros existimos. La capacidad de amar acarrea con ella la capacidad de herir. Y la capacidad de glorificar a Dios acarrea la de pecar. Nuestra posibilidad de libertad hace posible la agonía, la tiranía y la opresión. Somos los hijos de Adán y Eva y debemos vivir en un mundo devastado por el pecado y la maldad. La especulación sobre cómo sería la vida si no pudiéramos pecar –como la mayoría de las especulaciones teológicas– no nos ayuda de ninguna manera a enfrentar la vida.



¿TODO REDUNDA EN BIEN?

Algunos cristianos creen que Dios siempre transforma lo malo en bueno. Alvera Mickelsen luchó con esta pregunta, relacionándola con la muerte de Juan el Bautista: «No hay ninguna clave para explicar por qué Dios permitió que Juan fuera decapitado en una estúpida muestra de poder por parte de Herodes. Tanto como sabemos, Jesús no explicó a sus discípulos que algo bueno resultaría de ello, ni los instó a «alabar al Señor» por esa tragedia. Él sólo fue a estar a solas, a llorar la muerte de Juan…»


Asumir que Dios permite que ocurran las cosas malas, y que así podremos experimentar grandes bondades, es negar la realidad del pecado y de la naturaleza pecaminosa. Cristo dio su vida para liberarnos del último castigo del pecado y de la maldad moral. Cuando decimos que lo bueno siempre será el último resultado de cualquier «mal» que suceda, estamos afirmando que la maldad moral no existe, así aparece a nuestras mentes mortales.


Cuando un niño inocente (o Juan el Bautista) es asesinado, eso es maldad. Sí, Dios puede, y a menudo lo hace, traer buenos resultados –conversiones, reconciliación en la familia y otros– de eventos tan terribles. Pero ningún padre va a permitir que su hijo sea asesinado cruelmente de modo que esas «buenas cosas» puedan ocurrir. Las personas que enfrentaron trágicas pérdidas no son confortadas cuando los bien intencionados amigos les dicen que «algún día entenderás las razones de Dios».


El hecho es que Dios no transforma lo malo en bueno. Lo malo permanece malo, no importa cuánto Dios pueda eventualmente revelar.


Romanos 8.28 no dice que Dios hará todas las cosas buenas; lo que dice es que «a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien». El confiar en el amor, la presencia y providencia de Dios no significa que neguemos la objetiva realidad de la maldad, o que digamos que el dolor realmente no hiere. Jesús se deleitó con la voluntad de Dios, pero no se deleitó en ir a la cruz. El texto dice que Jesús, «por el gozo puesto delante de él, sufrió en la cruz» (He. 12.2). Cualquier niño bien criado de cinco años sabe que debe sufrir las espinacas, los nabos y el bistec de hígado. Las tartas de frutilla, el helado de chocolate y otras cosas ricas no se sufren, ellas dan gozo. Conociendo el plan de salvación como Hijo eterno de Dios, Jesús vio gozo después puesto delante de Él, pero como hombre no le agradó la perspectiva o la eventual realidad de la cruz.


Hay demasiada agonía en Getsemaní para creer que el Salvador estaba «alabando al Padre» en el Monte de los Olivos. Lucas 22.24 dice que estaba en angustia y sudaba profusamente. Hebreos 5.7 dice que lloró. Pidió ayuda de los amigos que le fallaron (Mr. 14.32) y necesitó la ayuda de un ángel para poder continuar (Lc. 22.43). Si nuestro Señor y Maestro pudo estar profundamente angustiado y afligido ante el pecado y la maldad, si Él pudo decir: «Mi alma está muy triste, hasta la muerte» (Mr. 14.34), si Él pudo llorar, …entonces, ¿por qué nosotros no?


Si Cristo retrocediera aborreciendo el sufrimiento personal y por un artificio de manos nosotros concluyéramos en que es «espiritual» poner una cara feliz y mentirnos uno al otro diciendo: «Algún día comprenderemos… estas cosas siempre son para bien», las promesas como: «Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido» (1 Co. 13.12) ¿significan que los cristianos seremos omniscientes? Ciertamente no, porque Jesús era tan divino como humano; Él entendió el propósito de su sufrimiento. Pero aquellos que somos sólo humanos debemos experimentar el dolor, la herida y el sufrimiento (aun vicariamente cuando otros están en angustia) sin cierto conocimiento sobre el propósito de Dios en causarlo o permitirlo.


Es, sin embargo, razonable –según lo revelado sobre la naturaleza de Dios en las Escrituras– asumir que Dios no permite o causa el sufrimiento en la vida de un creyente como un fin en sí mismo. Y a pesar de nuestro interno sentimiento de que «nosotros» –o «ellos»– no lo merecemos, debemos estar abiertos a la posibilidad de que Dios intente que nosotros respondamos al sufrimiento con preguntas sobre nuestra santidad y justicia, más que con preguntas sobre las suyas. En su libro Aliéntame: palabras consoladoras para corazones cargados, Charles Swindoll dice: «Las crisis aplastan. Y al hacerlo nos refinan y purifican. Hoy puedes estar desanimado porque parecen no ceder. Estuve al lado de muchos que agonizaban, ministré a muchos de los quebrados y peleadores que creen que el aplastamiento es un fin en sí. Desafortunadamente, generalmente esto trae la tremenda borrasca de aflicción para ablandar y penetrar duros corazones. Aun cuando tales borrascas parezcan injustas».


Swindoll cita las palabras de Alexandr Solzhenitsyn sobre su propio sufrimiento: «Sólo fue cuando estuve allí sobre la podrida paja de la prisión que sentí dentro de mí la emoción de lo bueno. Gradualmente descubrí que la línea entre lo bueno y lo malo había desaparecido, no a través de naciones, ni entre clases, ni partidos políticos, sino a través de todos los corazones humanos. Entonces, te bendigo, prisión, por haber estado en mi vida».



¿QUÉ ORAMOS, ENTONCES?

No creo que nosotros, los cristianos, podamos orar efectivamente por nosotros mismos o por otros que sufren mientras que no seamos honestos. A causa de nuestra humanidad, mucho del sufrimiento humano –si no todo– parece sin sentido. Nuestras conjeturas sobre por qué la gente sufre oscurece el hecho de que nosotros simplemente no sabemos por qué. Parece aliviarnos algo el suponer que Dios está o hará algo bueno en esas circunstancias, pero la verdad es que nosotros, como Job, generalmente no sabemos lo que va a pasar. Lo que sí sabemos es que duele.


Lo que debemos dejar de hacer es de tratar de ser Dios, quien puede entender las cosas, y admitir que somos criaturas que lloran. No hay victoria en ese pagano estoicismo que dice: «Sonríe aunque duela, recuerda tu testimonio». Tales actitudes son victorias para la decepción y una esquizofrenia espiritual. La Mujer Maravilla y Superman existen sólo en la fantasía, y los cristianos que creen que deben agradecer a Dios por lo que duele son masoquistas que hacen de Dios un sádico. Lea usted los Salmos nuevamente. Note cuán honesto es David cuando ora admitiendo su angustia, su pesar y tristeza, esa profunda aflicción (Sal. 31.7,9-10). No necesitamos pretender gozarnos en el dolor y la angustia para ser más fieles y orar efectivamente.



SED DE INDEPENDENCIA

El deseo de ser victoriosos en la adversidad puede crear divisiones entre los cristianos. Muchos de nosotros deseamos ser lo suficientemente victoriosos para no necesitar de la ayuda y el sostén de otros. No que no deseemos orar y ayudar a otros; todo cristiano victorioso lo hace. Sin embargo nos sentimos mal al encontrarnos en la posición de tener que depender de otros y de su intercesión. Parte de la razón de por qué encontramos duro ayudar a alguien en agonía es que no podemos pensar en que nos puede suceder a nosotros. Y nuestro deseo de ser independientes, omniscientes y de no necesitar a nadie, es amenazador. El dolor y el sufrimiento nos traen a la realidad de que somos criaturas y dependientes. Necesitamos a otros. Es el pecado, la vanidad y el egoísmo –y no principios de la vida victoriosa– los que nos han convencido.


Los verdaderos cristianos victoriosos son aquellos que admiten su humanidad, lo mismo que el sentimiento de aparente indiferencia de Dios en su silencio cuando sufrimos. Ellos se someten a otros y a su Creador con lágrimas en sus rostros. Tales cristianos pueden orar como Jesús: «No como yo lo deseo, sino como tú lo deseas». Jesús fue escuchado, se nos dice en Hebreos 5.7, a causa de su «temor reverente». No fue escuchado porque silbó en la oscuridad o sonrió en medio de la angustia. Las palabras de Jesús mostraron su incondicional verdad en medio del temor y el dolor.


En sus Salmos de mi vida, José Bayly escribió la oración:

Lloro lágrimas a ti, Señor;


lágrimas porque no puedo hablar.


Las palabras se perdieron


entre mis temores, penas,


heridas, pérdidas, dolores;


pero lágrimas.


Tú comprendes


mi oración sin palabras.


Tú escuchas, Señor.


Seca mis lágrimas;


no un día lejano


sino ahora, aquí.

Cuando dejamos de fingir a nosotros mismos, a otros y al Señor, esta es la clase de oración que sale de nuestro corazón afligido.



ÉL ESTÁ EN NUESTRO DOLOR

Comencemos a reconstruir nuestra vida de oración durante y después del sufrimiento, dejando ir los por qué. Debemos preguntar, en su lugar –como lo hizo Philip Yancey– ¿Dónde está Dios cuando duele? La respuesta a esta pregunta es cierta: Él está en la cruz, tomando el dolor de Cristo, su agonía y su terror, junto con el de todos los sufrientes del universo. «Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo» (2 Co. 5.19). «Él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1 Jn. 2.2).


Como dice Hugo Silvester:


«Dios ha ‘asegurado’ y cargado en Él el incalculable sufrimiento de todo el universo. La visión de que Él se encuentra sencillamente sentado sobre la tierra ‘arreglando’ cosas, mirando con interés el sufrimiento de sus criaturas, midiendo ese sufrimiento con delicados y cósmicos galvanómetros y comparándolo con sensibles lecturas de lo bueno… es ciertamente repugnante. Pero yo no encuentro esta imagen de Dios en la Biblia… Una cosa me parece evidente: que cada partícula de sufrimiento le pertenece como sujeto. Él aseguró el costo total. Siempre que un conejo es perseguido, que una viuda llora, o que un hombre actúa como bestia, Dios está allí sosteniendo… Dios se ‘responsabiliza’ por todo sufrimiento porque Él es el Creador. Como Redentor Él ha llevado esa responsabilidad».


Puede no parecer obvio que Cristo en la cruz introdujo el sufrimiento de los no creyentes y de los animales, pero lo que parece inequívoco es que Dios directamente se identificó con el sufrimiento de los cristianos. Cristo mismo preguntó al violento Saulo: «¿Por qué me persigues? (Hch. 9.4). Y podemos deducir la misma implicancia de Mateo donde Jesús dice: «en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis» (25.40). Dios no nos mira desde un cielo sin dolor, donde todo es alegría y gozo. Jesús es un hombre de dolores, que conoce el sufrimiento. Nuestra pregunta ¿Cómo puedo orar a Dios quien permite que la gente sufra? Debe ser cambiada. La real pregunta es, ¿Puedo orar a un Dios que murió por la gente que sufría? Así la respuesta será distinta.


En Cristo Dios sufrió solo; total y completamente solo. Y lo hizo para que tú y yo nunca tengamos que sufrir solos. «No te desampararé, ni te dejaré» (Heb. 13.5). Porque Él se hizo como nosotros con respecto al sufrimiento, es capaz de simpatizar y aun empatizar con nuestra debilidad y de proveer misericordia y gracia para ayudarnos en tiempo de necesidad (Heb. 2.14-18; 4.14-16). Su interés por nosotros no se mide por cuánto debe ser reducido nuestro dolor «si realmente le interesara». Su simpatía es mejor evaluada a la luz de cuánta agonía Él sufre a nuestro favor, y no sólo en la cruz sino también en nuestro mismo dolor.


Cuando la creación gime en frustración por la maldad (Ro. 8.19-22), cuando nosotros gemimos por dolor físico y emocional (2 Co. 5.2,4) y estamos paralizados sin palabras por nuestra incapacidad de comprender (Ro. 8.26), Dios escucha (Ex. 2.24; Jue. 2.18; Sal. 5.1). A través de su Espíritu que mora en nosotros Él gime también (Ro. 8.26). No permanece a una distancia cómoda diciendo: «Te lo dije; deberías haberme escuchado». Como cuerpo de Cristo, los cristianos saben que «si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él» (1 Co. 12.26). ¿Cuánto más lo hará el Principal miembro del Cuerpo? Desde que estamos unidos con Cristo y porque Cristo es Dios, entonces, cuando sufro, Dios mismo sufre.


A través de Cristo, el Espíritu y los hermanos en la fe, Dios provee paciencia y aliento cuando sufrimos. No hay absolutamente dudas sobre que Él proveyó completa victoria sobre la maldad, el pecado y la muerte, la que experimentaremos en el futuro. En Jesús, Dios nos ha dado las bases para una esperanza realista… aun cuando duele. Esto es lo que le hizo posible a Pablo decir: «nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones» (Ro. 5.2). La esperanza significa que la cruz no es sólo una declaración sobre ayuda y aliento en el presente; es también, como Pablo lo dice en 1 Corintios 15.57, una hermética garantía de futura victoria sobre la maldad, el pecado y el dolor. A causa de la cruz, se acerca el día cuando la maldad será respondida con la justicia; todo pecado no perdonado a través de Cristo será castigado. El día viene cuando se cumpla que: «He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y Él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: ‘Escribe porque estas palabras son fieles y verdaderas’» (Ap. 21.3-5).


Esta certeza final es lo que nos hace desear el orar a Dios quien permite que muchos sufran.

© Intervarsity Christian Fellowship, 1986. Usado con permiso

Los Temas de Apuntes Pastorales, volumen 2, número 1. Todos los derechos reservados