Parábolas del agua y de la selva
por Enrique Zapata W.
Muchos han comentado que la selva contiene una cierta atracción magnética que es fatal. Aún aquellos que logran escapar intentan volver, atraídos por la terrible fascinación ejercida por las sombras de su vegetación. ¿No es similar a la atracción magnética y fatal de las pasiones, la sensualidad y los vicios? El placer del pecado nos lleva a vivir atrapados por la sombra de una enredadera que lentamente apaga el aliento de vida y cualquier elemento de valor. Cuando uno se da cuenta de lo que ha ocurrido, muchas veces descubre que la oportunidad de arrepentirse ya ha pasado.
Al viajar por nuestro continente uno descubre una multitud de parábolas sobre la vida.
Al contemplar el espectáculo de las cataratas del Iguazú (en el límite entre Argentina y Brasil), la abundancia del agua, al igual que su poder, majestad y peligro, lo dejan a uno atónito, haciéndole recordar la promesa de Cristo: «El que cree en Mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva».
La naturaleza no es uniforme. En las afueras de Cuernavaca, México, hay una cascada con un caudal mil veces menor que el del Iguazú, pero cuya belleza es singular. La caída del agua forma una especie de velo de gotas plateadas que resplandecen en el sol, y un arco iris danza en la neblina que asciende del encuentro del velo con las piedras. Aunque delicada, esta catarata tiene su propio poder. A lo largo de los años, su paciente y delicada labor ha logrado carcomer las rocas, para formar una quebrada profunda. Este espectáculo no puede menos que recordarnos la misericordia, bondad y perseverancia de Dios, que con su ternura y paciencia logra quebrantar y cambiar aún a los de corazón más duro.
Hace poco tuve el privilegio de volver a la gran selva amazónica donde pasé mi infancia. Los ríos, anchos y caudalosos, aparentan ser muy perezosos, al avanzar sinuosamente por la selva. Sin embargo, la controlan y marcan con su poder. Hasta el día de hoy sólo los aviones han logrado competir con estos caminos perpetuos de la selva. Y aún así, muchos dependen de los ríos para aterrizar.
La selva probablemente ha ocupado un lugar desproporcionado en el concepto que mucha gente tiene de Sudamérica. En realidad, los llanos, mesetas y altiplanos ocupan un mayor porcentaje del terreno y son más característicos. Desde los llanos del Orinoco hasta las Pampas del sur, la vida se expresa mayormente en extensas planicies. Sin embargo, la intriga, atracción y misterio de la selva nos pueden impartir lecciones importantes para la vida.
Los que han vivido en medio de esta enredadera de plantas, ríos y parásitos han cobrado un aprecio silencioso y reverente por la vida. Saben muy bien que a pesar de la existencia de diez mil diferentes especies de plantas y miles de especies de animales e insectos, la selva les es hostil. Cualquier persona que se pierde en la selva descubre muy pronto que es difícil encontrar sustento y sobrevivir. En la temporada de lluvias, cuando los ríos se desbordan de su cauce, inundando kilómetro tras kilómetro de la selva, el residente que intenta pescar en estos ríos colosales tendrá suerte si encuentra algún pez, ya que los miles de peces que llenan las aguas encontrarán cobija en el paraíso creado por los árboles y arbustos cubiertos de agua.
La abundancia de la selva es un engaño. Su hospitalidad es una burla. En medio de las delicias y riquezas de las diversas formas de vida, el hombre que desconoce puede morir de hambre, sin hallar sustento alguno. ¿Qué podría ser más cierto al aplicarse a las diversas esferas de la vida humana? La sed de la eternidad no se puede apaciguar ni satisfacer con la abundancia de la creación de Dios. Menos aún con lo creado por el hombre. «El mundo pasa y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn. 2.17). La vanidad de la vida y los engaños de la riqueza paralizan a muchos de los que han recibido semilla eterna, impidiendo que den fruto que permanece.
Muchos han comentado que la selva contiene una cierta atracción magnética que es fatal. Aún aquellos que logran escapar intentan volver, atraídos por la terrible fascinación ejercida por las sombras de su vegetación.
¿No es similar a la atracción magnética y fatal de las pasiones, la sensualidad y los vicios? El placer del pecado nos lleva a vivir atrapados por la sombra de una enredadera que lentamente apaga el aliento de vida y cualquier elemento de valor. Cuando uno se da cuenta de lo que ha ocurrido, muchas veces descubre que la oportunidad de arrepentirse ya ha pasado.
Al contrario de lo que uno esperaría, muchos de los peligros más grandes de la selva provienen de las formas de vida más pequeñas: los parásitos, virus y termitas. Las formas de vida más exhuberantes, vigorosas y llamativas suelen ser presa de enemigos casi invisibles que socavan su fuerza y estructura. Cuando el gran árbol ha caído al piso, su tronco y ramas quebradas permiten ver que ha sido privado de su fuerza y estructura por el trabajo gradual del enemigo que lo ha ido carcomiendo por dentro. El poder silencioso del parásito, que vive a costa de la vida de otros, es que se disfraza sutilmente como un elemento esencial de la selva. Sus victorias son irresistibles. El árbol sumiso no entiende el poder fatal de su sutil enemigo, que lentamente lo toma prisionero. Y para peor, la caída del árbol majestuoso también arruina una multitud de plantas que han vivido confiadas bajo el amparo de su sombra protectora.
La historia de las personas y las naciones nos muestra que los pequeños pecados, sutiles e insidiosos son los que carcomen y arruinan la vida. Por pequeños, los consideramos insignificantes y los toleramos. Pero el que comete un pecado es siervo de ese pecado. Sin que se dé cuenta, esos pecados pequeños le van atando y carcomiendo su interior al punto de atrapar el alma con su poder implacable e inexorable, creando una esclavitud indominable que acaba haciendo estragos. Como el árbol majestuoso que de repente se desploma en el suelo, hermosas vidas se desploman, dejando al descubierto un interior que había quedado hueco y carcomido hace mucho tiempo.
Cuando se derrumba la vida de una persona, la causa no es las tormentas de la vida. Lo único que hicieron estas tormentas fue poner en evidencia que el pecado ya había destruido su fortaleza y estructura interior. Solo faltaba el empujón final. Cuando llega ese momento, ningún recurso humano puede salvar a la persona. Su alma se encuentra impotente por haberse doblegado hace mucho tiempo. La víctima busca ayuda contra los ataques que provienen de afuera, sin notar que la sutileza del pecado ha destruido y atado su alma por dentro.
Ya sea en la selva o en la ciudad, las palabras de Jesús, «Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres» funcionan y proveen la respuesta a los parásitos espirituales. Los peligros sutiles y pequeños son reales, por eso Jesús enfatizó: «Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres».
En la selva tuve el gran privilegio de conocer hombres que experimentaban las promesas de Jesús. Tuve una comunión preciosa con los pastores de varias tribus. Sus vidas no habían sido fáciles, pero se caracterizaban por ser fuertes y valientes. Algunos provenían de tribus conocidas por su pasado violento, sin embargo el evangelio había tenido un impacto profundo en sus vidas, operando una gran transformación.
Estos hombres se caracterizaban por la solemnidad y la quietud. Habían aprendido que el ruido y la actividad de la vida pueden impedir que uno observe o escuche lo que realmente brinda riqueza al alma. La selva nos puede enseñar otra lección que estos hombres han aprendido: la belleza y poder generalmente se encuentra en los objetos más chicos y débiles. Sólo hay que observar al colibrí o a las hermosas mariposas para notar que los factores imponderables de la vida no levantan sus voces, ni se afanan por ser observados. Sin embargo, cumplen una función especial.
El vociferante clamor y los intereses de las personas en pos de un espectáculo de poder no refinado es vacío en comparación con la fuerza del reposo espiritual que proviene de haber aprendido a vivir en la pureza y belleza de Dios.
«He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido en quien mi alma tiene contentamiento, he puesto sobre él mi Espíritu; él traerá justicia a las naciones. No gritará ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles. No quebrará la caña cascada, ni apagará el pabilo que humeare; por medio de la verdad traerá justicia. No se cansará ni desmayará, hasta que establezca en la tierra justicia » ¡Amén!
© Desarrollo Cristiano Int., 1994.
Los Temas de Apuntes Pastorales, volumen III, número 3. Todos los derechos reservados