Biblia

Por favor, perdóname

Por favor, perdóname

por Dave Branon

Muchas veces, después de haber herido a una persona, tratamos de salvarnos con un engañoso: «Siento lo que pasó», en lugar de humillarnos a decir: «Pido perdón. Realmente me duele haber hablado así de ti». ¿Qué dice más usted? ¿Lo siento o perdóname?

Esteban, mi pequeño hijo, no debió haber dicho a su hermana de 5 años, Melisa, que no la quería más. Primero, porque él sabía lo que decía; segundo, porque yo escuché cada palabra de ello. Pero lo había dicho, y ahora las cosas serían bastante difíciles para él mismo.


Tendría que enfrentarme. Me agaché a la altura de mi niño y miré fijamente a sus grandes ojos castaños.


«Esteban», comencé con mi mejor voz de desagrado, «tú sabes que no puedes hablar de ese modo a Melisa. Así que ahora pídele perdón».


Seguramente la vida sería más fácil si los niños no molestaran tanto. Si ellos no se plantaran y nos desafiaran. Ellos hacen que la vida sea miserable para sus padres, que tan sólo quieren escuchar dos palabras de sus bocas: «Lo siento».


Supe enseguida que no iba a cooperar. No habría ojos que miraran el suelo, ni temblor en sus labios. Tampoco pondría sus brazos alrededor de mis hombros admitiendo: «Tienes razón, papito. No tendría que haber dicho eso a Melisa. Lo siento de veras».


No, Esteban sólo me miraba. Desafiante, sin arrepentirse. No habría forma de que pida perdón a Melisa. Como mediador en este melodrama, no tenía elección. Tuve que llevar a Esteban a su dormitorio y volver al plan B. Después de algunas lágrimas, lamentos y crujir de dientes, emergió Esteban con un gemido susurrante: «Lo siento, Melisa».


Si sólo pudiera hacerle ver cuánto menos dolor sufriría si hiciera las cosas bien.


Me pregunto si Dios no se siente muchas veces así con nosotros. Pensemos en todas las veces en que actuamos como Esteban. Maltratamos a un compañero de trabajo. Reñimos a alguien que amamos por algo que no merecía nuestra ira. O caemos, una vez más, en el pecado de la queja al que hemos tratado de vencer por largo tiempo.


Luego, para empeorar las cosas, rehusamos confesarle a Dios que nuestra acción es pecaminosa. Y no pedimos perdón a quienes hemos ofendido. Una palabra de confesión sincera puede restaurar rápidamente la relación dañada. Pero no hablamos. Después de todo, ¿a quién le gusta admitir que se equivocó? Tratamos de salvarnos con un engañoso: «Siento lo que pasó», en lugar de humillarnos a decir: «Pido perdón. Realmente me duele haber hablado así de ti».


Y cuando se convirtió en pecado, no nos gusta pensar que Dios estaba mirando y esperando que nos acerquemos para limpiarnos. Pensamos que él está muy ocupado. Permitimos que la transgresión crezca, y crezca, y crezca. Pronto nos damos cuenta que hemos construido una barrera que nos separa de la persona a la que ofendimos y de Dios. Como niños cuya obstinación destruye la tranquilidad de la familia, erigimos un laberinto de paredes al rehusarnos confesar.


En una esquina del laberinto se sienta un miembro de la iglesia con quien no queremos hablar. En otra, está nuestra esposa, quien necesita sentirse segura en la relación pero se siente abandonada por nuestra pared de falta de arrepentimiento. Cerca están desparramados nuestros hijos, quienes sólo quieren aceptación y una relación amorosa, no un combate de duras palabras.



CULPABLE DE LO ACUSADO

Sé de lo que estoy hablando. Yo mismo soy culpable de ello.


Estamos ampliando nuestra casa. Nuestro primer hogar ya no podía contener a seis personas, así que hace seis meses que estamos en construcción, y bajo presión.


Mi tarea, además de pagar a los mejores constructores, es tratar de ahorrar todo el dinero posible haciendo cosas por mi cuenta, como la instalación eléctrica. Cosas que yo puedo hacer sin costo adicional. Pero siempre obtienes lo que pagas.


Producir revistas y folletos durante el día, y poner cables arrastrándome por el altillo al regresar a casa, hacen que no sea un padre simpático.


Mis niñas parlotean sobre alguna excursión realizada en la escuela o de un chico especial que hizo algo ese día en la escuela, y yo enfrío su entusiasmo con una respuesta entre dientes y brusca.


«¡Vamos, Julia ¿no te das cuenta que no puedo hablar ahora?» Graciosamente, a Julia y a sus hermanas nunca les importó que yo estuviera metido en un pozo a punto de un ataque de nervios; ellas quieren mi atención. Y muchas veces las frustro.


Mi esposa Sue llevó un sábado a los niños a la iglesia a presenciar una competencia en la que participaría Julia, de esta manera yo quedaba libre para drenar algunas cañerías. (Los plomeros merecen cada centavo que ganan por mantener toda el agua dentro de las cañerías).


Mientras ellas se habían ido, las cosas no anduvieron como había planeado. Después de trabajar por cinco horas en un trabajo que se hace en dos, estaba por rendirme y llamar a un plomero. Y no estaba preparado para el regreso de Julia, quien bajó las escaleras fanfarroneando de que había «¡ganado ampliamente en la ronda final!»


«Eso es bueno», murmuré mientras pasaba frente a ella para ir a contarle a Sue sobre mis problemas. Sinceramente, no me importaba la competencia en ese momento.


Una vez más, Julia había sido dejada de lado porque yo no podía separar mi frustración como plomero de los sentimientos por mi hija. Después de hablar con Sue, recuperé mi perspectiva de la vida y de la plomería. Fui a hablar con Julia.


«Siento haberte ignorado, Julia. Estoy frustrado porque la plomería no me está saliendo bien. Quiero que me cuentes sobre la competencia». Luego la escuché tanto como ella quiso contarme sobre su exitosa tarde.


Nosotros, padres, tenemos que desarrollar una relación con cada uno de nuestros niños, un vínculo de toda la vida. Así siempre que agreguemos solvente al pegamento que nos sostiene unidos, tenemos que regresar y reforzar la conexión. Por cada palabra enojosa o frase dura que hemos dicho, necesitamos revisar el incidente y pedir perdón. Los niños perdonan de buena gana, pero no desean perdonar si esos hirientes incidentes causados por nuestro temperamento no son aclarados con un humilde: «Lo siento».


Y esto, no es sólo con los niños. Algunas veces mi esposa no tuvo el marido amoroso y cuidadoso que ella merecía. A veces, los días corrían antes de que yo deseara dejar todo de lado y responder a su clara insinuación de «sentémonos y hablemos». Sue no considera tener una verdadera «charla» si su esposo, remendando en el altillo, grita tanto comentarios como instrucciones a través de la campana de ventilación de la cocina.


Cierta vez soporté cubierto de aserrín, a un inspector de electricidad que me regañó por haber colocado una caja incorrecta para el ventilador de techo. ¿Algo humillante, no?


No, no cuando he descuidado a mi amiga más importante, mi esposa, sólo porque no puedo colocar una perilla de tres movimientos. Durante esos períodos mi esposa se sintió como la viuda de un carpintero, mi responsabilidad era cepillarme y disculparme por haber sido negligente con ella.



COARTADA DÉBIL

Además de llevar a cabo el proyecto de hacer una nueva cocina, descubrí una verdad muy importante: no importa cuál sea nuestra excusa, no confesar nuestro maltrato a otros, nunca es adecuado.


Sin embargo, siempre fallamos en confesar y buscar el perdón porque pensamos que tenemos una buena razón para no hacerlo. Una de las excusas más frecuentes es: «Me tendría que rebajar para hacer eso».


Esta sería una gran excusa, si no fuera por una cosa, nuestro ejemplo, el Salvador mismo, demostró cuán bajo debemos llegar, cuando él vino a la tierra. Ninguno de nosotros puede siquiera aproximarse a la humillante experiencia de Cristo, cuando se despojó de su gloria y caminó por los polvorientos caminos de la tierra. Entonces, no hay confesiones tan profundas que sean demasiado bajas para nosotros.


Irónicamente, como queremos ser como Cristo, a veces simplemente no queremos admitir nuestra pecaminosidad. Por supuesto, nuestro Señor nunca tuvo que disculparse con alguien; pero en nuestra humanidad lo tenemos que hacer.


Queremos ser tan buenos cristianos como podamos ser. Tan mal lo hacemos, que muchas veces nos creamos una fachada de invencibles. Exteriormente sugerimos que somos buenas personas, tan parecidos a Cristo como podemos ser. Pero debajo de la fachada sabemos la verdad. Si lo admitiéramos frente a otros, ellos también lo sabrían. Pensar en ello es muy humillante, así que mantenemos la fachada.


Hay otras excusas comunes que levantamos cuando tenemos que pedir perdón a otros:

Él se lo merece.


Como nadie es perfecto, sabemos que siempre podemos encontrar un defecto en la persona a la que ofendimos. Cuando lo hacemos, encontramos algo para aseverar que él es tan malo como nosotros. De alguna manera pensamos que eso justifica nuestra falta voluntaria de pedir perdón. ¿Por qué tengo que pedir perdón a un pecador como él?

A él no le importa.


Cuando parece que la parte ofendida sobrevive a nuestro error, concluimos que podemos olvidar el asunto. No hay ningún daño, nos decimos a nosotros mismos. Pero los moretones escondidos nunca se curan.

Ella sabe que lo siento.


Actuamos generalmente como si la persona que hemos ofendido pudiera leer nuestra mente. Esto ocurre especialmente en relaciones muy cercanas, como el matrimonio. Asumimos que el otro conoce nuestro pesar sin que lo digamos.

Dios ya me ha perdonado.


«Dios es un Dios perdonador, y me ha perdonado cuando me salvó», razonamos. «Así que ¿por qué tengo que ser tan específico? No es cosa de vida o muerte».

Seguramente, es probable que podamos seguir sin confesar y pedir perdón. Después de todo, muchos cristianos parecen continuar primorosamente sin pureza en su estilo de vida, sin una vida de oración seria, sin compasión. La gente no parece estar en apuros por ignorar esas verdades bíblicas. ¿Por qué darle tanta importancia a pedir perdón?


Eso, sin embargo, es jactarse de la misericordia de Dios. Es cierto que algunos cristianos viven sin cumplimentar lo que Dios espera de ellos. Pero, seguramente, nosotros no queremos que así sea en nuestras vidas. No queremos violar los claros mandamientos en su Palabra que necesitamos para aclarar las cosas con él y con nuestros acompañantes en este viaje.


Fallar en el perdón es perder la comunión especial con Dios, que se produce cuando consideramos sus enseñanzas.


La restauración en la comunión comienza con la confesión. Juan declara: «Pero si confesamos nuestros pecados, podemos confiar en que Dios hará lo que es justo; nos perdonará nuestros pecados y nos limpiará de toda maldad» (1 Jn. 1.9).



VOLVIENDO AL GOZO

El proceso de restauración me recuerda lo que sucedió cuando finalmente mi hijo Esteban le dijo a su papá que lo sentía. Se reanudó nuestra normal relación de risas y alegría. ¿No es eso lo que queremos restablecer con Dios?


Esta restauración es vital si queremos que Dios trabaje libremente en nuestras vidas. Jesús lo aclara: «Pero si no perdonamos a otros, tampoco su Padre les perdonará a ustedes sus pecados» (Mt. 6.15).


«Así que, si al llevar tu ofrenda al altar te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí mismo delante del altar y ve primero a ponerte en paz con tu hermano. Entonces podrás volver al altar y presentar tu ofrenda» (Mt. 5.23-24).


Nuestro simple, aunque esencial acto de postrarnos ante Dios y pedirle su perdón reabre nuestro mundo a la comunión con él, a recibir su perdón y entonces a adorarle.


Así como la confesión restaura nuestra relación con Dios, también aclara el aire con nuestros vecinos. Cuando Esteban se disculpó, Melisa y él volvieron, al menos por unos minutos, a tener algo que se parecía a una pacífica coexistencia.


Por supuesto esto nunca es fácil. «Más se cierra el hermano ofendido que una ciudad amurallada» (Prov. 18.19). No hay nada peor que ver hermanos peleados, especialmente los maduros. Y esto se aplica a hermanos y hermanas en el Señor. Cuando esto sucede, el camino para la restauración es escabroso. Pero ese es el camino que debemos seguir si queremos vivir en obediencia a nuestro Señor.


Es más fácil pecar que confesar nuestro pecado. Es más fácil insultar a otros que pedirles perdón. Y es más fácil atropellar a la gente que pedirles que nos perdonen.


Sin embargo no somos llamados a buscar el camino más fácil. Hemos sido llamados a amar y glorificar a Dios y servir a otros. A veces la única forma es hacer lo que finalmente hizo Esteban. Tragar nuestro orgullo y decir suavemente: «Lo siento».

Moody Monthly – Mayo 1991.

Los Temas de Apuntes Pastorales, volumen III, número 6. Todos los derechos reservados