El poder del contraste
por Christopher Shaw
La Biblia a menudo presenta el mensaje de Dios usando fuertes contrastes. Si podemos cultivar sensibilidad a los mensajes claros que están presentes en las situaciones de contraste, habremos aprendido a aprovechar uno de los grandes medios que utiliza Dios para formar a su pueblo.
Si tomáramos un paño blanco y lo colocáramos entre varios otros paños de diferentes tonos blancos, el particular «tono» del primer paño no sería inmediatamente aparente. Lo que sucede es que los otros paños tienden a opacar o esconder la verdadera naturaleza del paño blanco. Pero si volviéramos a tomar este mismo paño blanco y lo colocáramos entre algunos paños negros, la «blancura» del paño blanco sería claramente visible, al igual que la «negrura» del paño negro. ¿Cuál es la diferencia? El elemento clave en la comparación de paños es el contraste. La diferencia entre uno y otro es tan notoria que es imposible no detectarla.
Esta diferencia de naturaleza, resaltada por el efecto del contraste, es un elemento que puede rápidamente llamar la atención, donde matices similares no lo harían. Y ésta es una de las características más valiosas que posee el efecto del contraste.
Por esta razón, la Biblia a menudo presenta el mensaje de Dios usando fuertes contrastes, como es el contraste de personalidades: Abraham, padre de la fe; Lot, padre de la inconstancia (Gn. 13). Moisés, manso; Miriam y Aarón, murmuradores (Num. 12). Saúl, errático y depresivo; David, siervo conforme al corazón de Dios (1 Sam. 16). Dios, amoroso y tierno; el pueblo, infiel y duro (Ez. 16). Los fariseos, sin autoridad. Jesús, claramente Señor (Mt. 7.29). El endemoniado de Gadara, desnudo, que corría y gritaba; el ex-endemoniado de Gadara, vestido, sentado, y en su cabal juicio (Mr. 5). María, descansada, Marta, afligida (Lc. 10).
Otro contraste común en la Biblia es el que se presenta en diferentes situaciones, como es: la muerte para los primogénitos de Egipto; la vida para Israel (Ex. 12). El poderío de Madian; el puñado de guerreros de Gedeón (Jue. 7). El alboroto de los profetas de Baal; la oración confiada de Elías (1 Re. 18). La mota en el ojo del otro; la viga en el ojo propio (Mt. 7). La tormenta, violenta y salvaje; Jesús, dormido y confiado (Mr. 4). Un deudor que debía cien denarios; un deudor que debía 10.000 talentos de oro (¡600.000 veces lo que debía el primero! – Mt. 18). Jesús, agonizando, los discípulos durmiendo (Mt. 26).
Las posibilidades que ofrece el contraste no han pasado desapercibidas para el hombre. En el mundo profesional es uno de los elementos más usados por agencias publicitarias para llamar la atención de un público constantemente bombardeado por avisos publicitarios. En la vida cotidiana lo usamos con frecuencia para resaltar nuestras propias virtudes. Imitando al publicano de Lc. 18, solemos usar el efecto de contraste para mostrar nuestra aparente espiritualidad. Nuestra «pobreza» es evidente cuando nos comparamos con personas de gran poder adquisitivo. Nuestra «entrega» es fácilmente visible cuando la comparamos con la persona que siempre falta a las reuniones. Nuestro «sacrificio» es loable frente al que solamente pone ofrenda cuando le sobra.
Claro, en todas estas comparaciones nuestra naturaleza pecaminosa hace que automáticamente busquemos contrastarnos con aquel que más favorablemente nos va a dejar parados. Rara vez acudimos al elemento del contraste cuando vamos a salir perjudicados por la comparación. De manera que el contraste usado incorrectamente puede ayudar a disimular actitudes y hábitos cuya existencia no queremos reconocer.
Dios, sin embargo, a menudo ha utilizado el contraste como un elemento para penetrar con su palabra donde la indiferencia del pecado ha adormecido a sus oyentes. Y es este aspecto del contraste que nos interesa en este artículo. Un fuerte llamado de atención puede ser el comienzo de uno de los procesos más indispensables para alcanzar la madurez cristiana: el sinceramiento con nosotros mismos. Con esto en mente nuestro Padre amoroso a menudo usa el poder del contraste para despertarnos de nuestro letargo.
Dos incidentes demuestran claramente el uso de esta técnica. El primero ocurrió en la vida del rey David. El soberano de Israel había cometido adulterio con Betsabé y asesinado a Urías. David había dejado pasar los meses, quizá esperando que el tiempo se encargara de borrar lo que él no podía hacer desaparecer. Pero Dios ya estaba preparando un mensaje para él, y se lo iba a presentar de tal manera que no hubiera posibilidad de desatenderlo.
Así llegó al rey el profeta Natán (2 Sa. 12), con una historia de fuertes contrastes: Un hombre rico con abundantes bienes, y un hombre extremadamente pobre, con una sola corderita. El contraste en la historia, que muestra claramente la extrema maldad del uno, y la indefensa bondad del otro, no pasó desapercibido para el rey. El relato bíblico afirma que la ira del rey «se encendió en gran manera». Dios acababa de penetrar el corazón de David, produciendo un fuerte quebrantamiento y una apertura a su palabra.
Otro incidente ocurre en las últimas páginas del Nuevo Testamento. Apocalipsis 3.14-22 describe la existencia de una iglesia llena de orgullo por sus aparentes logros en el campo espiritual: la iglesia de Laodicea. Era una iglesia que confiaba plenamente en sus habilidades de conquistar cualquier desafío que se le presentara. Con justificado orgullo opinaba de sí misma: «Soy rico, me he enriquecido, y de nada tengo necesidad» (17a). Es más; la ausencia de cualquier vestigio de humildad demuestra que estaban plenamente confiados en que Dios compartía esta opinión con ellos.
A esta congregación, segura y orgullosa, llega un mensaje de parte del Señor, un mensaje de devastadores contrastes. El «Amén, el Testigo fiel y verdadero» les dice: «Eres un miserable y digno de lástima». Lo violento del contraste es lo único que realmente puede penetrar ese falso sentido de seguridad. El concepto de la iglesia es diametralmente opuesto a la del Padre. Su riqueza, en los ojos del Padre, es miseria absoluta. Sus logros, en los ojos del Padre, no existen. El Señor les considera dignos de lástima, «pobres, ciegos, y desnudos».
¿Por qué fue tan fuerte el llamado de atención del Señor? Que fueran «miserables y dignos de lástima, pobres, ciegos, y desnudos» no es el verdadero problema. El Mesías vino específicamente para alcanzar con su vida a los afligidos, pobres, oprimidos y ciegos (Lc. 4.18). La diferencia en esta iglesia se encuentra en dos palabras: «no sabes.. que eres un miserable ». Una iglesia que desconoce su propio estado espiritual no puede responder a las iniciativas de Dios para remediar esa situación.
NO sabes. ¡Cuántas veces la ausencia de convicción de pecado produce ceguera espiritual! Este es uno de los primeros resultados del pecado, que nos roba la posibilidad de ver nuestro propio pecado. Es por eso que encontramos tantas veces en el relato bíblico incidentes donde los perpetradores de pecados niegan sus actos (Gn. 3.12; Ex. 32.21-24; 1 Sam. 15.19-21). Y la negación continua endurece el corazón, de manera que eventualmente vivimos en un estado de constante engaño en cuanto a nuestra verdadera salud espiritual. El engaño pasa a ser un aspecto permanente de nuestro ser interior (Jer. 17.9).
Cuando el engaño no puede ser penetrado por pequeñas exhortaciones, Dios necesariamente debe usar elementos con más poder de penetración. La negación debe ser contrarrestada con una palabra presentada tan eficazmente, que no pueda ser ignorada. Y en esta palabra de Dios está nuestra verdadera esperanza, pues la palabra tiene promesa de libertad (Jn. 8.31-32).
SUGERENCIAS PARA APRENDER DE LOS CONTRASTES
Proverbios 1.20 afirma que «la sabiduría clama en la calle, en las plazas alza su voz; clama en las esquinas de las calles concurridas; a la entrada de las puertas de la ciudad pronuncia sus discursos». El elemento común a estos cuatro lugares (calle, plazas, calles concurridas, y la entrada de la ciudad), es que son lugares donde se desarrolla la vida cotidiana. Aunque existen muchas situaciones donde el contraste puede dejar claros mensajes, quizás el lugar que más provecho puede proporcionarnos es aquel donde desarrollamos nuestras actividades cotidianas. Quisiera sugerir cuatro áreas donde podemos cultivar sensibilidad al mensaje presente en los contrastes de la vida, presentando algunas preguntas para nuestra reflexión.
El contraste entre las palabras y los hechos.
Este es el contraste que denunció Santiago en su epístola (2. 14-26). A menudo vamos a encontrar que las afirmaciones de nuestra boca no concuerdan con nuestro comportamiento. Por ejemplo, puedo afirmar que el Señor es bueno y que Él provee para cada una de mis necesidades. Pero cuando faltan diez días para cobrar el sueldo; y no me quedan recursos económicos, me hundo en la depresión, la queja, y la ansiedad. Hay un fuerte contraste entre lo que proclamo con mi boca y lo que vivo cada día.
Una situación clara de contraste es bien visible en los retiros evangélicos. Muchas veces hemos visto partidos de fútbol donde los mismos jugadores que minutos antes estaban alabando y bendiciendo el nombre del Señor, ahora están dando rienda suelta a la ira, la agresión, y el egoísmo.
¿Cuáles son los hábitos que contradicen lo que afirmo con mi boca? ¿Qué consejos he dado a otros en mi congregación que no estoy viviendo en mi vida? ¿Qué cosas proclamo en las canciones de alabanza y adoración que no coinciden con lo que hago cada día?
El contraste de las crisis cotidianas
Notemos el fuerte contraste entre la atrevida proclamación de Pedro «Señor, aunque tenga que morir contigo, no te negaré» (Mt. 26.35), y la atemorizada respuesta que fue precipitada por el arresto de Jesús: «¡Yo no conozco a ese hombre!» (Mt. 26.72).
Nosotros nos necesitamos pasar por una crisis tan profunda para ver el contraste en nuestra vida Pero la crisis tiene la particularidad de hacer saltar comportamientos y actitudes que normalmente mantenemos convenientemente escondidas. Por ejemplo, estamos manejando el auto y el conductor que está al lado de nosotros hace una maniobra brusca que pone en peligro nuestra seguridad. Antes de que hayamos tenido tiempo de reaccionar, la ira se ha manifestado en un fuerte insulto hacia el otro. O salimos de casa, camino al trabajo, habiendo tenido un lindo momento de comunión con nuestro Padre celestial, y cuando llegamos a la estación del tren encontramos que los trenes no están funcionando, y debemos buscar un transporte alternativo. Inmediatamente ha desaparecido nuestro estado de bienestar, y sin darnos cuenta estamos dando rienda suelta a la ira, la murmuración, y la ansiedad.
Cada una de estas pequeñas crisis cotidianas permiten que conozcamos al verdadero yo que llevamos dentro. Acostumbrados a cultivar inconscientemente una fachada de seguridad y confianza que impresiona a los demás, no hacemos tiempo para mantener en su lugar esta apariencia debido a lo repentino y sorpresivo del problema que nos enfrenta. El viejo hombre rápidamente afirma su presencia.
En la última semana, ¿cuáles han sido los momentos donde me tuve que enfrentar a situaciones inesperadas y sorpresivas? ¿Cuál fue mi primera reacción (no pensada) en cada una de esas situaciones? ¿Qué revela eso de mi vida y mi carácter?
El contraste entre mi vida y la de los otros
El fariseo mencionado en Lucas 18 usó el contraste negativamente, para demostrar su propia santidad. Este uso nos es familiar porque todos recurrimos a él en momentos definidos de nuestra vida. Con frecuencia se manifiesta en un espíritu de crítica descontrolada.
Pero notemos el efecto de un contraste positivo, en el encuentro del Mesías con Pedro (Lc. 5.1-11). Al ver el contraste entre su vida y la santidad de Jesús, Pedro se arrojó a los pies de Jesús, exclamando: «¡Apártate de mí, Señor, pues soy hombre pecador!». Tales experiencias pueden tener un profundo efecto transformador en nuestras vidas.
Una disciplina que rinde resultados interesantes en la experiencia de contrastes, es la de acostumbrarnos a efectuar comparaciones con otras vidas que sabemos que no van a ser favorables a nuestros propios intereses. Una visita a un barrio pobre, por ejemplo, va a darnos a entender que nuestra «pobreza» no es tanta como pensábamos. ¿Y qué de las espantosas imágenes de sufrimiento que nos han llegado de Sudán y Etiopía? El contraste entre el hambre y la miseria en la vida es estos pobres seres, y lo que nosotros a veces calificamos de hambre y miseria es marcado.
Esta disciplina puede aplicarse a otros aspectos de la vida. Podemos comparar nuestro aparente sacrificio o nuestra aparente entrega haciendo un contraste entre nuestra vida y la de otras personas realmente comprometidas con el Señor. La lectura de una biografía puede estimular profundos cambios en nuestra vida, cuando comparamos nuestra vida con algunas de las vidas de los santos de otros tiempos.
La comparación que más frutos puede dar es, por supuesto, la comparación con la vida de Jesús. Nuestras vidas frenéticas, de corridas incesantes y demandas continuas se contrastan fuertemente con la vida de orden y reposo que llevaba el Mesías. Nuestro sacrificio por las cosas de Dios es pálido cuando tomamos conciencia de la imagen del siervo sufriente presentado en Isaías 53, o en Filipenses 2.1-11. Y, al igual que en la parábola de los dos deudores en Mateo 18, las ofensas que hemos sufrido realmente son insignificantes cuando las comparamos con nuestras ofensas hacia Él.
El contraste de las opiniones
La Palabra de Dios a Saúl, frente a una cruzada contra la ciudad de Amelec, era bien clara: «Debes destruirlo todo» (1 Sam. 15-3). Pero Saúl no cumplió con la orden de Dios. Cuando Samuel visitó a Saúl, y lo enfrentó con su desobediencia, este último afirmó: «Yo obedecí la voz del Señor» (15.20). Aquí tenemos un claro contraste de opiniones. Saúl ya había tenido problemas con el Señor por su espíritu desobediente. Sin embargo él seguía insistiendo que era obediente. Su falta de reconocimiento le costó el reino.
Este es, quizás, el lugar donde más difícil es valorizar un contraste y sacarle provecho. Está en juego nuestra imagen de nosotros mismos; y a ninguno nos gusta reconocer que estamos equivocados. Muchas veces esa imagen está confundida por un ideal en el cual creemos. Por ejemplo, yo puedo creer que el cristiano ideal es uno que comparte con generosidad sus bienes con los demás. Tan fuerte es mi creencia en este ideal, que comienzo a confundir mi ideal con lo que realmente soy. A pesar de que veo en mi vida que se repiten las críticas de ser amarrete o aferrado a las cosas materiales, yo sigo insistiendo que soy una persona generosa.
Cuando una crítica es continua, y viene de muchas personas diferentes, no podemos seguir insistiendo en que nuestra opinión es la acertada. Debemos estar dispuestos a una examinación honesta de nosotros mismos para ver si hay algo de verdad en esa crítica.
¿Quiénes son las personas allegadas a mí que yo respeto? ¿Cuál es su opinión sincera de diferentes áreas de mi vida? ¿Dónde detecto un constante intento de defenderme, o de justificar continuamente el mismo compartimiento?
Admitir la existencia de fuertes contrastes en mi vida es el primer paso importante para una relación más abierta con Dios. Detectar los mensajes latentes en esos contrastes es un paso definitivo hacia la victoria sobre el pecado. Buscar la obra transformadora del Señor para vencer estos hábitos será una experiencia realmente inapreciable.
Todo el proceso requiere de dos elementos vitales: Una fuerte dosis de humildad, para admitir que mi vida presenta ciertas incongruencias que deben ser solucionadas, y sensibilidad al escrutinio cuidadoso del Espíritu Santo, que es el que convence del pecado donde nosotros no lo vemos (Jn. 16.9).
Si podemos cultivar sensibilidad a los mensajes claros que están presentes en las situaciones de contraste, habremos aprendido a aprovechar uno de los grandes medios que utiliza Dios para formar a su pueblo.
© Desarrollo Cristiano. Los Temas de Apuntes Pastorales, volumen III, número 5. Todos los derechos reservados