«Sin darme cuenta, Raúl lo logró»
por Roberto Funes
El refrán «De los problemas de la puerta para afuera se encarga el hombre. De la puerta para adentro son cosas de mujeres» ha marcado la vida de muchas parejas. Este era el lema de un matrimonio joven. Sin embargo, después de un almuerzo dominical con otra pareja, este matrimonio experimentó importantes cambios.
Llevaba yo unos trece años de casado, cuando comencé a comprender lo que significa compartir en el matrimonio. Hacía dos años que con Susana habíamos entregado nuestras vidas al Señor, y varias cosas habían cambiado entre nosotros, pero faltaba mucho por hacer todavía.
Tanto mi esposa como yo habíamos crecido y sido formados en los típicos estereotipos culturales de nuestro medio. El hombre trabaja afuera, la mujer adentro. Recuerdo claramente que hasta mi suegra nos repetía: «De los problemas de la puerta para afuera se encarga el hombre. De la puerta para adentro son cosas de mujeres».
Iniciar el matrimonio con esa concepción y el vivirla por años nos fue alejando muchísimo con Susana. Y aun cuando los dos nos fuimos fieles y mantuvimos la familia unida, los mundos de ambos se fueron separando y cada vez nos entendimos menos.
La verdad es que hemos discutido poco en todos estos años, sin embargo no creo que eso haya sido señal de buena salud en nuestra pareja, sino de la poca importancia que dábamos a los temas del otro.
En varias ocasiones me había puesto a pensar en lo solo que me estaba sintiendo. Miraba a Susana y también la veía sola, un poco triste y abrumada. Algunas veces me había pedido ayuda con algunas cosas de la casa, y muchas veces yo lo hacía, pero me sentía mal. Me daba vergüenza salir a la calle con una bolsa para comprar el pan; pensaba en lo que dirían mis compañeros de oficina si se enteraban que era yo quien barría todos los sábados a la mañana el patio de casa.
Conocimos en la iglesia a los Bengoa Rosas, una familia maravillosa. Raúl ha tenido por años una empresa transportista de grandes camiones y reconocida labor. Es lo que llamamos un hombre exitoso, tanto en el plano personal como empresarial, Rosa, su esposa, es una mujer encantadora, con un gozo siempre presente y una sonrisa para todo aquel que con ella debe tratar. Tanto el uno como el otro son modelos en la iglesia para muchos de nosotros en cómo practicar la fe y cómo tratar a las personas.
Cierto domingo, nos invitaron a almorzar. Así que, a la salida de la escuela dominical, nos dirigimos todos juntos a su casa.
Al entrar vimos qué bien vivían. Se notaba en cada detalle que la empresa de Raúl andaba bien. Apenas llegamos, Rosa nos dijo: «Es una gran alegría tenerlos aquí. Como todos fuimos a la iglesia esta mañana, y la muchacha que me ayuda todos los días tiene el domingo libre, la comida será sencilla. Comeremos unos spaghettis con salsa. El postre sí, lo pude preparar ayer y espero que les guste».
Y sin más explicaciones, se llevó a Susana hacia la cocina, mientras con Raúl nos quedamos hablando en la sala sobre nuestros trabajos y otras cosas superficiales.
No habían pasado ni veinte minutos cuando ya nos estaban llamando para la mesa. Buscamos a los niños que estaban jugando en las habitaciones y nos sentamos a comer.
El tiempo de la mesa fue ameno y llevadero, pero al terminar, Raúl me dice: «¿Qué te parece, Roberto, si dejamos a las mujeres hablando aquí tranquilas y nosotros lavamos los platos?»
La verdad es que esa invitación me dejó anonadado. «Ehhh sí », dije sin saber, realmente, qué es lo que debía hacer y contestar. Susana me miró con ojos tan desorientados como los míos ¡o más! , pero Raúl ya estaba terminando de recoger las cosas y llevándolas a la cocina. Ayudé llevando los pocos vasos que quedaban, pero al llegar a la cocina la montaña de vajilla sucia me pareció una cordillera.
«Mira, Roberto, como yo conozco mejor esta cocina, déjame que sea yo quien lave y tú secas. ¿Te parece bien?». «Sí, por supuesto», contesté. Y de pronto me sentí tan bien que me animé y le dije: «Además, nunca he lavado platos, ni los he secado. Creo que me será más fácil aprender a secar primero».
Al terminar de decir eso, en ese mismo instante pensé en mi interior: «¿Qué dije? Ahora voy a recibir un sermón de cómo trabajar más en casa». Sin embargo la forma en que Raúl respondió fue muy distinta: «¡Si quieres, nos juntamos más a menudo y te doy clases! Todos los domingos soy yo el que lava los platos en casa. He encontrado que es otra forma en que puedo demostrar mi amor por Rosa».
Creo que pasamos más tiempo lavando y secando platos que lo que habíamos tardado en ensuciarlos, pero qué importante fue lo que en mí había sucedido. De pronto, el ejemplo de este hombre exitoso, empresario modelo y qué sé yo cuántas cosas más, había cambiado totalmente mis prejuicios hogareños. ¡Y nos divertimos haciéndolo!
Después de aquel día, muchas veces he ayudado a Susana secándole la vajilla, ¡y cómo hemos aprovechado esos tiempos para hablar más! Es más, ahora también le ayudo a colgar la ropa para que se seque y otras cosas. ¡Y no me molesta!
Mirando ahora mi vida para atrás, veo cuán importante era para mí el «qué dirán los demás». Y sabemos que al final de cuentas debemos enfrentar la vida según nuestros principios y las convicciones que surgen de una sana reflexión personal, no meramente por lo que los demás opinen y juzguen. No obstante, habemos personas que tenemos demasiadas trabas culturales y prejuicios tan arraigados que un sermón y reprimenda no pueden romper. Nos hace falta el buen ejemplo de aquellos que no están tan atados a prejuicios y trabas culturales. De pronto, sin darme cuenta, Raúl había logrado en ese rato lo que ningún sermón había podido alcanzar.
Hay personas seguras de sí mismas, que tienen la fuerza y convicción suficientes para nadar en contra de la corriente cultural, pero hay otras, como lo era yo, que no crecimos así, y a las cuales un buen ejemplo nos ayuda muchísimo. ¡Gracias Raúl! (Susana también dice: «Gracias, Raúl»).
© Desarrollo Cristiano Int., 1993.
Los Temas de Apuntes Pastorales, volumen II, número 5. Todos los derechos reservados