El valor del dolor
por Carol Daniels
Se sentía paralizada, separada, no como ella suponía que debía sentirse una madre. Entonces, sobrecogida por un dolor que no podía descifrar, se estremeció con sollozos desencajados.Transitó a través de una oleada de emociones, dependiendo de la seria condición de su bebé minuto a minuto. Esperanzas momentáneas morían tan pronto como aparecían.
No hubo llanto. Había dado a luz un varón con siete semanas de anticipación.
En medio de la austera luz de la sala de partos, el bebé luchaba por sobrevivir.
Cada momento era crucial. Estaba estable, eso era todo. Con sólo un kilo y medio, tenía problemas respiratorios. El informe oficial decía estado crítico.
Permanecía con respirador en la sala de terapia intensiva. Tubos y sondas invadían el pequeño cuerpo, exploraban sus venas y órganos. Los monitores registraban cada respiro y latido del corazón. Su pequeño rostro se retorcía en dolor silencioso, demasiado enfermo y débil como para llorar.
Los doctores diagnosticaron un daño adicional en el corazón, los intestinos y posiblemente en el cerebro. Las siguientes cuarenta y ocho horas serían cruciales.
Finalmente, la madre de treintaiún años, anheló acunar a su bebé, no sólo tocar sus piernitas delgadas, o la respingada nariz, o acariciar el suave cabello oscuro que horas antes crecía dentro de su cuerpo.
Le dolía su vacío. Expulsado de su cuerpo demasiado pronto y ahora excluido de sus brazos, el nacimiento gatilló un triste sentido de pérdida dentro de ella.
Se sentía paralizada, separada, no como ella suponía que debía sentirse una madre. Entonces, sobrecogida por un dolor que no podía descifrar, se estremeció con sollozos desencajados.
Transitó a través de una oleada de emociones, dependiendo de la seria condición de su bebé minuto a minuto. Esperanzas momentáneas morían tan pronto como aparecían. «Espera. Espera y verás.»
Aún no era real para ella. Temía tener esperanzas, sin embargo era imposible no hacerlo. Estaba orgullosa de su nuevo hijo, aunque sufría por su enfermedad.
Ella bebió jugo de naranjas y agua y se obligó a comer barras de granola para producir la leche que esperaba que su bebé necesitaría. Sus nervios la estaban secando.
Doliente y lastimada, ella anhelaba a su esposo y su consuelo. Quería abrazarlo.
Clamó a Dios por la vida de su hijo, aunque no le conocía íntimamente, recordó tempranas y tontas oraciones por un lindo bebé en su embarazo. Lloró, no sólo el dolor de su bebé, sino por el de ella misma.
Deseaba que su bebé viviera. El niño de su propio cuerpo, amado desde la concepción, debía vivir, pensaba. De pronto, pensaba que tal vez no sobreviviría. El intermitente repiqueteo del monitor no la dejaba olvidar.
El escurridizo pasar de los doctores y de las uniformadas enfermeras por la cuna la sobresaltaban, dejándola sin respiración y con una sensación de náuseas. Una vez contó diez médicos, cada uno con una especialidad, revoloteando sobre el recién nacido.
Siendo ella misma una enfermera deseó no haber sabido lo que todo eso significaba.
Este no era el debut que ella había soñado para su bebé, ni la bienvenida que planificó darle. Ella hubiera querido sentir el calor de su cuerpecito cerca de su corazón. Quería besar sus pequeños pies y mirar los deditos entre los suyos. Con su boca cerca de su rosada oreja, le hubiera gustado decirle cuánto lo amaba y lo mucho que se divertirían juntos.
Se había imaginado a la gente mirando por la vidriera de los recién nacidos, exclamando qué saludable y adorable bebé.
Anhelaba acunarlo tiernamente, cuidarlo y sentir su suavidad cerca suyo.
Ahora su carita estaba debajo del respirador, y el único cabello que le dejaron era una línea alrededor de sus orejas. Agujas y tubos plásticos pinchaban su suave cabeza y un claro recipiente lo coronaba como un ridículo sombrero de payaso.
Empeoraba. Ahora, con menos de un kilo, no respondía a las drogas. La presión en su cabeza no podía ser quitada lo suficientemente rápido, y una válvula en su corazón no se cerraba. Aún si viviera, le habían dicho, sufriría de un serio daño cerebral, nunca vería, nunca oiría, nunca sonreiría.
Permaneció de pie junto a la cuna de su bebé envuelta en un guardapolvo esterilizado, cubriendo sus pequeñas manos con su pulgar.
Odiaba el sufrimiento de su bebé. Gozosamente hubiera cargado el dolor y dado su vida por él.
«Lo hice por ti,» este pensamiento vivo sin saber de dónde. ¿Era Dios que le hablaba? ¿Eres tú, Dios?, preguntó. Dios, por favor. Dios, Dios, por favor.
Lo vinieron a buscar. Ella repudiaba la idea de la cirugía sobre órganos tan delicados, aún desesperaba por cualquier cosa que pudiera ayudar. ¿Cómo podría darles su bebé para que lo abrieran en una sala de operaciones?
Por primera vez lo sostuvo con manos temblorosas. Debe vivir. Él debe vivir.
Caliente. Suave. Tan pequeño.
«Mi dulce corazón. Mi dulce corazón,» fue todo lo que pudo decir besándole su amoratada frente, apoyándolo sobre su cuello. Pensó que no podría hacerlo.
Al sentir el girar de la puerta de la sala de operaciones, quebró en llanto por su hijo. Quería sostenerlo de nuevo y decirle cuán especial era. Deseaba que supiera cuánto lo querían y lo amaban su mamá y su papá.
Alentarlo a que luchara, a que peleara por mantener su vida; que valía la pena. Explicarle que el dolor da valor a la vida.
El niño de esta historia real sobrevivió la operación y continúa asombrando a los doctores por su progreso.
Moody Monthly Abril 1981. Usado con permiso.
Los Temas de la Vida Cristiana, volumen III, número 6. Todos los derechos reservados