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La decisión de vivir por votos

La decisión de vivir por votos

por Robertson McQuilkin

Quedó sorprendido con la respuesta que hubo ante el anuncio de mi renuncia. Muchos esposos y esposas renovaron sus votos matrimoniales; los pastores contaron la historia en sus congregaciones. No logró a conocer la magnitud de la situación hasta que un distinguido oncólogo le dijo: «Casi todas las mujeres permanecen al lado de sus esposos hasta las últimas consecuencias; pero son muy pocos los hombres que permanecen al lado de sus esposas hasta el final.» El autor comparte qué lo llevó a perseverar en sus votos matrimoniales.

Cuando esa indeseable enfermedad entra a casa

Ya han pasado diez años desde aquella vez que Muriel, mi esposa, repitiera a la pareja que estaba visitándonos la historia que acababa de contar unos cinco minutos antes. «Qué raro —pensé yo—, eso nunca sucedió antes.» Pero comenzó a suceder con frecuencia.


Tres años más tarde, cuando Muriel fue internada para realizar unos exámenes al corazón, un médico joven me llamó aparte y me dijo: «Debe pensar en la posibilidad de un Alzheimer.» En realidad yo no le creí. Alzheimer es una enfermedad que va deteriorando progresivamente el cerebro del paciente, en forma irreversible.


«Estos médicos jóvenes son tan presumidos e insensibles que no me parece serio su diagnóstico» —pensé. Muriel, en su mayor parte, estaba haciendo las mismas cosas que siempre había hecho. Claro que habíamos dejado de recibir gente en casa —en realidad no significaba una gran pérdida para mí, como presidente de un seminario y una escuela bíblica de renombre, sino más bien un alivio. Ella era una excelente cocinera y anfitriona, pero estaba encontrando dificultades para planificar los menús. Las comidas para la familia podía manejarlas razonablemente, pero con invitados no podíamos correr el riesgo de que faltara una ensalada o el postre, por ejemplo.


Es verdad, estaba teniendo algunas dificultades, pero ¿Alzheimer? ¿Esa enfermedad tan terrible e implacable? A pesar de que yo no sabía mucho de ello, comencé a tomar conciencia del problema y a temer lo peor.


Cuando su memoria se fue deteriorando aún más, fuimos a visitar a un amigo neurólogo, quien la examinó y lo confirmó: «Alzheimer». Pero debido a que no presentaba un deterioro a nivel físico, existían algunas dudas. Para tener otra opinión fuimos al Centro Médico de la Universidad Duke. Mi corazón se vino abajo cuando el médico le pidió que nombrara los Evangelios y ella me miró con ojos suplicantes para que la ayudara. Pero inmediatamente, balanceándose, se echó a reír de sí misma. Tal vez estuviese un poquito nerviosa, pero nada iba a echarle la moral abajo.


Fue entonces que aceptamos el veredicto. También estuvimos de acuerdo desde el comienzo de que no estaríamos corriendo detrás de cada nuevo tratamiento «milagroso» que apareciera por allí. Poco me imaginaba yo que llegaría el día en que la gente nos rogaría —una vez por semana, más o menos— que tratáramos de conseguir cualquier tipo de tratamiento: vitaminas, exorcismo, drogas, este gurú, aquel sanador, aquel otro médico, etcétera. ¿Cómo iba a investigar yo todo eso, y mucho menos buscarlos? Estaba agradecido por el hecho de que tuviera amigos que me hicieran sugerencias, puesto que cada uno de ellos era una expresión de amor. Pero en cuanto a nosotros, confiaríamos en el Señor para que obrara un milagro en Muriel, si así fuera su voluntad, o bien obrara un milagro en mí.


Mi esposa había estado realizando un programa ocasional femenino en una emisora local. El programa se llamaba «Mirando hacia arriba». Cierto día, el director de la radio y el director de programación me convocaron para una entrevista. Yo sabía que siendo un programa ocasional no era muy usado, pero ella seguía entusiasmada con la actividad. A pesar de que el programa había sido diseñado para mujeres, algunos hombres de negocios habían manifestado escuchar el programa.


Cuando la entrevista comenzó, los dos ejecutivos parecían estar muy incómodos. Luego de algunos comienzos ambiguos, pude pescar lo que había en el ambiente. Estaban tratando de decirme que el programa no iba más. Entonces les dije: «¿Se están reuniendo conmigo para decirnos que Muriel no puede continuar?». Se sintieron aliviados al ver que el mensaje doloroso ya había sido dicho, sin que ninguno de ellos tuviera que comunicarlo en forma taxativa. Fue ahí cuando pensé que su ministerio público había acabado. Ya no habrían más conferencias, ni televisión o radio. Debía haber adivinado que el tiempo había llegado.


Sin embargo, ella no pensaba así. Si bien ya no tenía el programa radial, aún insistía en aceptar invitaciones para hablar, a pesar de que invariablemente volvía a casa destruida y apesadumbrada por el hecho de que se quedaba en blanco y perdía el hilo de pensamiento. Gradualmente, no sin cierta resistencia, comenzó a renunciar a su ministerio público.


Todavía podía aconsejar a los muchos jóvenes que la buscaban. También podía manejar el automóvil e ir de compras y hasta escribir a sus hijos. Las cartas no siempre tenían sentido, pero los hijos lo justificaban pensando en el hecho de que ella continuamente pasaba de un asunto a otro, sin seguir un orden. También se había voluntariado para leer libros de texto a un estudiante ciego. La idea había sido la de grabar las lecturas para que otros pudieran usarlas. Me llamó la atención que los responsables nunca hubiesen usado las grabaciones, hasta que de repente se me ocurrió que su lectura, al igual que su escritura, estuvieran yendo por el mismo camino de las conferencias. Con cada fracaso y frustración quedaba desanimada, pero sólo momentáneamente. Al momento se echaría a reír y trataría de hacer algún otro intento.


Muriel nunca supo lo que le estaba sucediendo, a pesar de que ocasionalmente, cuando se hacía alguna referencia a su enfermedad en la TV diría: «Me pregunto si alguna vez tendré eso.» Para ella no era doloroso, pero para mí era como una muerte lenta el ver a aquella persona tan brillante y creativa que había conocido y amaba que se iba opacando gradual y aceleradamente.


Comuniqué a la junta de apoderados del seminario la necesidad de que fueran buscando un sucesor. Les dije que cuando llegara el día en que Muriel me precisara a tiempo completo, allí estaría yo junto a ella. Esperaba no tener la necesidad de estar a su lado hasta que llegara el tiempo de mi retiro, pero a los cincuenta y siete años parecía difícil que pudiera aguantarme en el puesto por ocho años más. Ellos tendrían que comenzar a hacer planes. Pero supongo que querían que permaneciera en el cargo para siempre, y no hacían nada al respecto. Eso no es realista, y probablemente no sea una actitud responsable tampoco, pensé aunque apreciaba el hecho que me estuvieran afirmando y acompañando.


Y así comenzaron mis años de lucha con la pregunta de lo que debería sacrificar: ¿el ministerio o el cuidado de Muriel? ¿Debería colocar el Reino de Dios primero, y «odiar» a mi esposa por amor a Cristo y al Reino? Si así fuera, debería comenzar a hacer los arreglos para colocarla en alguna institución. Amigos de muchos años y de mi confianza —personas sabias y temerosas de Dios— me aconsejaban que hiciera esto.


«Muriel se acostumbrará al nuevo ambiente rápidamente» —me decían. ¿En realidad se acostumbraría? ¿Habría alguien que la amara, y más aún, que la amara tanto como yo la amaba? A menudo había visto los rostros vacíos, sin expresión, de aquellos que en silla de ruedas en los corredores de lugares como estos esperaban y esperaban la visita relámpago de algún ser querido. En un ambiente así, a Muriel sólo la controlarían con drogas, o la sujetarían físicamente; de eso estaba seguro.


Aquellos que no me conocen bien han dicho: «Bueno, tú siempre dijiste: «Primero Dios, luego la familia y el ministerio en tercer lugar.»» Pero yo nunca dije eso. Al colocar a Dios en primer lugar, significa que uno coloca todas las otras responsabilidades que él nos ha dado en primer lugar también. Sin embargo, el tratar de resolver el conflicto entre responsabilidades es un asunto bastante engorroso.


En 1988 organizamos nuestro primer encuentro familiar desde que nuestros seis hijos salieran de casa. Fuimos por una semana a una casa en las montañas y Muriel se deleitó estando con sus hijos y nietos. Ellos también la disfrutaron. Las comidas que hicimos, las «comedias» que fabricamos con escenas de nuestras vidas, el jugar juegos juntos, cantar, cortar frutas fue maravilloso. Planificamos esta semana en celebración de nuestro 40° aniversario, aunque en realidad era el treinta y nueve. Pero temíamos que al llegar al verdadero cuarenta ella ya no pudiera reconocernos.


Ella aún nos conoce —tres años más tarde— y aunque no entiende mucho, ni puede expresarse correctamente, todavía sabe muy bien a quien ama, y vive feliz en su mundo.


Yo la disfruto mucho. No tengo que cuidarla; simplemente me encuentro haciéndolo. Ha resultado en toda una bendición la forma en que ella me está enseñando tanto sobre el amor —por ejemplo, el amor a Dios. Ella corta flores de los jardines, incluso las de los vecinos, y llena la casa con ellas.


Últimamente ha comenzado a cortar las de adentro de la casa también. Alguien nos había dado un hermoso lirio, dos tallos con 4 ó 5 lirios cada uno, y con algunos por brotar. Lo habíamos colocado como centro de mesa en el living y quedaba hermoso. Un día entré en la cocina y encontré sobre la pileta un florero con uno de los tallos. He aprendido a «seguir la corriente» y a no corregir el comportamiento irracional. Ella no quiere hacer daño, y no entiende qué es lo que debería ser hecho, ni tampoco recordaría una amonestación. No obstante, yo hice lo que no debería haber hecho: le dije cuán decepcionado estaba, que los lirios pronto se marchitarían, que los brotes nunca florecerían, y que por favor no cortara el otro tallo.


Al día siguiente, nuestro hijo más joven, a punto de partir para la India, vino desde otra ciudad para realizar lo que sería, tal vez, la última visita a su mamá. Le conté de la amonestación que le había hecho a su madre y cuán mal me sentía por ello. Estando sentados en la entrada de la casa, disfrutando del momento juntos, su madre se acercó a mí con una pequeña demostración de cariño: Colocó el otro tallo de lirios sobre mis manos con una sonrisa suave y regresó a la casa. Yo simplemente le dije: «Gracias.» Mi hijo me dijo: «¡Estás mejorando, Papá!»


Muriel ya no puede decir frases completas. A veces hasta dice palabras que no tienen sentido, como «no» cuando quiere decir «sí», por ejemplo. Pero hay una frase que la puede decir completa y es «te amo», y me la dice muy a menudo.


No sólo lo dice, sino que lo vive. La junta del seminario arregló para que una persona pudiera acompañarla en casa, para que así yo pudiera ir diariamente a la oficina. Durante esos dos años cada vez se volvió más difícil retenerla en casa. Tan pronto como yo salía, ella abandonaba la casa, siguiéndome. Conmigo estaba tranquila; si yo no estaba, se ponía muy mal, y hasta a veces le invadía el miedo. La caminata hasta el seminario, ida y vuelta, era de un kilómetro y medio. A veces tuve que caminar al seminario hasta diez veces al día.


Tanto amigos como familiares me preguntan a menudo: «¿Cómo estás?», pregunta que en realidad la tomo como un: «¿Cómo te sientes?» Me encuentro algo perdido al tener que responder. Está ese dolor subterráneo que no me deja. Creo que me siento tan solo como si nunca la hubiera conocido como realmente era, pero la soledad que experimento por las noches viene porque realmente la conocí. Y es que… ¿siento dolor por su pérdida o por la mía? Más aún, está el dolor que viene por la dificultad creciente de satisfacer sus necesidades. Pero me imagino que mis amigos están preguntándome por mis necesidades y no por las de ella. O tal vez se estén preguntando cómo me las estoy arreglando, ya que las características indispensables para un buen matrimonio han desaparecido, una por una.


Una vez me puse a pensar en la irrelevancia de los criterios con que se maneja el mundo de hoy. Pero no soy introspectivo; soy más bien extrovertido e inclinado a la acción y al futuro. Incluso siento ocasionalmente cierta alegría, al encontrar mi asignación presente más desafiante que la de manejar el ministerio complejo de una institución. De cierto que esto requiere mayor creatividad y flexibilidad.


Tengo largas listas de «estrategias para enfrentar distintas situaciones», que deben ser cambiadas semanalmente, y hasta a veces diariamente. El ir de compras juntos tal vez fue algo recreativo, pero ahora ya no me resulta divertido, especialmente cuando Muriel comienza a cargar los carritos de otras personas y desaparece con ellos por el laberinto de los corredores del supermercado. ¿Cómo se logra hacer que una persona coma o se bañe cuando constantemente se rehúsa a hacerlo? No se parece en nada al desafío de cubrir un presupuesto académico de miles de dólares o diseñar un programa para capacitar nuevos pastores. Ni tampoco es tan gratificante y público como lo otro. Pero exige de uno mucho más de lo que se puede imaginar. Y por esto mismo es que pone de manifiesto de manera muy clara, las propias limitaciones, proveyendo constantemente la oportunidad de recurrir al Señor, en busca de sus recursos ilimitados.


A medida que Muriel me iba precisando más y más, luchaba diariamente con la pregunta de quién debía tenerme a tiempo completo: ¿Muriel o el seminario? El Dr. Tabor me advirtió que no tomara ninguna decisión basada en mi deseo de ver a Muriel contenta. «Haga sus planes sin considerar esto. Ya sea que usted llegue a tener éxito en los sueños que tiene para el seminario o no, una cosa puedo decirle con certeza y es que con Muriel usted no tendrá éxito.»


Cuando llegó el momento, la decisión fue firme. No tuve que hacer muchos cálculos. Se trataba de un asunto de integridad. ¿Acaso no había prometido cuarenta y dos años antes, que «tanto en la enfermedad o en salud… y hasta que la muerte nos separe?».


No se trataba de una responsabilidad a la que renunciaba estoicamente. Era sencillamente justo. Después de todo, ella me había cuidado a lo largo de cuatro décadas con gran devoción. Ahora me tocaba a mí. ¡Y qué compañera había sido! Aun en el caso de que tuviera que cuidarla durante cuarenta años, nunca podría pagar la deuda que tenía para con ella.


Pero también estaba la otra pregunta: ¿Cómo podía abandonar la responsabilidad de un ministerio que Dios había bendecido durante más de veinte años en los que estuvimos en el seminario?


No era fácil. Si bien muchos sueños ya se habían cumplido, tantos otros aún estaban por cumplirse. Y los compañeros de milicia que Dios me había dado, no sólo un equipo de ministros sino de amigos. ¿Cómo podría abandonarlos? El tener que renunciar me resultaba doloroso; pero el camino correcto a seguir no era difícil de discernir. Fuera lo que fuera que el seminario precisara, de seguro que no precisaban una persona dividida, de tiempo parcial. Es mejor partir y dejar que Dios designe a otro líder ya mismo.


No se trataba de una elección entre dos amores. Algunas veces ese tipo de elección resulta necesario, pero esta vez las responsabilidades no estaban en conflicto. Supongo que las responsabilidades en la voluntad de Dios nunca entran en conflicto (aunque mi propia evaluación de esas responsabilidades sea conflictiva). ¿Estoy haciendo la elección correcta, en el tiempo correcto, de la forma debida? Espero que sí. Esta vez me parecía muy claro por el bien del ministerio que debía renunciar, aun si el directorio y la administración no pensaran del mismo modo. Ambos amores —el que tenía por Muriel y por el seminario— dictaban la misma elección. No había conflicto de amores o de obligaciones.


He quedado sorprendido con la respuesta que hubo ante el anuncio de mi renuncia. Muchos esposos y esposas renuevan sus votos matrimoniales; los pastores cuentan la historia en sus congregaciones. No lo sabía, hasta que un distinguido oncólogo me lo dijo: «Casi todas las mujeres permanecen al lado de sus hombres hasta las últimas consecuencias; pero son muy pocos los hombres que permanecen al lado de las mujeres hasta el final.» Tal vez las personas sentían esta tragedia contemporánea, y de algún modo fueron ayudadas por una simple elección que consideré mi única opción.


Es mucho más que mantener promesas y ser justo; sin embargo, a medida que veo su valiente descenso a la inconsciencia, Muriel es la alegría de mi vida. Diariamente puedo discernir nuevas manifestaciones del tipo de persona que ella es, la esposa que siempre amé. Y puedo ver también nuevas manifestaciones del amor de Dios. ¡El Dios a quien anhelo amar cada día más!

© Christianity Today, 1991. Usado con permiso.

Los Temas de la Vida Cristiana, volumen II, número 5. Todos los derechos reservados