¿Es la obediencia un atentado a la libertad humana?
Por: Juan Ávila Estrada
Admiramos a Jesús por sus enseñanzas, por sus capacidades extraordinarias, por predicar la verdad, practicar la justicia y la misericordia, pero olvidamos que una de sus características esenciales fue la de hacer la voluntad de Dios, es decir su capacidad para la obediencia.
La RAE define la obediencia como “cumplir la voluntad de quien manda”, es decir, el sometimiento de la voluntad propia a la voluntad de quien da una orden. Visto de esta manera podemos decir que la obediencia puede ser interpretada como un atentado a la individualidad, la libertad y el desarrollo de la personalidad; sería el equivalente a reconocer la incapacidad para tomar las propias decisiones y depender de otro para que nos guíe en el modo de dirigir nuestra vida.
Cuando somos niños no sometemos al raciocinio las órdenes de los mayores, especialmente la de nuestros padres, pero cuando empezamos a tener uso de razón y aprendemos racionalmente la diferencia entre el bien y el mal, empezamos a cuestionar la validez que tiene el hacer lo que la autoridad nos pide.
El primer conflicto padre-hijos deriva precisamente de la obediencia que deben estos a aquellos. No es fácil obedecer cuando consideramos que ya hay elementos suficientes para discernir y diferenciar una cosa de otra y en especial de aquello que nos gusta o no. Es en la adolescencia el tiempo en que afianzamos nuestra personalidad y cuando se generan los mayores problemas con nuestros progenitores. “Yo conozco qué es lo bueno y qué es lo malo”, decimos, y con esa premisa creemos tener todas las herramientas para tomar decisiones independientes ajenas a la autoridad.
Estamos seguros que la racionalidad entre el bien y el mal es suficiente para elaborar nuestro constructo mental y por ende nuestra moralidad. Saber la diferencia entre lo bueno y lo malo no asegura que en nuestra voluntad esté claro y sobre todo que vayamos a hacer siempre lo correcto. El gran conflicto del que el apóstol San Pablo habla en la carta a los Romanos 7,14 es el de saber esa diferencia entre el bien y el mal, pero se descubre a sí mismo como incapaz de llevar a cabo lo bueno. Esto nos tiene que hacer pensar que el simple saber intelectual no nos conduce al bien. De hecho, nuestra libertad y nuestra voluntad están tan lastimadas y propensas al mal que nos cuesta trabajo hacer lo bueno aunque sepamos dónde está. Ahí es donde entra a jugar un papel importante la obediencia pues ella quiere reforzar no tanto el intelecto sino la voluntad; el saber lo tenemos pero el hacerlo no, por eso cuando obedecemos podemos ir incluso en contra de lo que nos gusta para ir por lo que es realmente bueno.
Cuando Jesús habla de obediencia a Dios se refiere a su capacidad de escoger lo que es valioso, bueno y necesario y no sencillamente a lo que es efímeramente placentero. Ahí es donde la obediencia deja de ser un atentado a la individualidad para convertirse en una herramienta mediante la cual se nos refuerza la facultad de hacer lo correcto.
Cuando esto no lo entendemos convertimos a nuestros padres, e incluso al mismo Dios en invasores de nuestra intimidad y manipuladores déspotas de nuestra libertad. Ahí tomamos las riendas de nuestra vida y la conducimos como aurigas de un caballo desbocado que termina llevándonos al despeñadero.
Por encima de todo aquello que nosotros pensamos o creemos de Dios lo que a Él más le agrada es un hijo que le obedece; los adoradores en verdad son aquellos que conocen la voluntad del Señor y la cumplen. Un hombre obediente no es un títere en las manos de su Señor sino una criatura que ha reflexionado que su vida tiene una finalidad y que si se aparta de ella habrá vivido vanamente su existencia.
Obedecer, ese es el secreto de la bendición que viene de Dios. Jesús es el bendito, el obediente, pero ella también fue una conquista humana en cuanto nunca quiso hacer lo que le venía en gana, lo que le atraía, lo que le tentaba, sino sólo aquello aprendido de su Padre.