Por qué hay que dar aunque no se vean los resultados
Por: Carlos Padilla Esteban
Al inicio del capítulo cuarto de Marcos vemos a Jesús enseñando junto al mar. Había tanta gente que subió a una barca, y la gente se quedó en la orilla escuchando. Me encanta esa imagen, y siempre pienso en la atracción que tendría Jesús para que tantos lo siguiesen.
Jesús habla mirando el mar y los campos. Habla de lo que todos conocen, de las cosas sencillas que son el día a día de toda esa gente. Comienza hablando de la parábola del sembrador, que lanza su semilla a cualquier lado, sin escoger la mejor tierra.
Se lo dice a tantos que lo escuchan, fariseos, pescadores, campesinos, enfermos. En el Evangelio que leemos hoy, Jesús sigue profundizando en esa imagen que todos conocen de la tierra.
Hoy Jesús compara el poder del reino de Dios con el de una semilla. Ese reino que crece en el silencio. Sin que hagamos nada:
“El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega”.
La semilla. La cosecha. El sembrador. El fruto. Jesús siempre habla de lo cotidiano de un modo nuevo que nos lleva a plantearnos preguntas.
Hoy Jesús nos dice que la semilla crece de noche, en el silencio. Crece sin que nadie la mire, oculta. Guardada. Tiene que madurar en su tiempo. Con paciencia. Esperando, sin hacer grandes cosas. Invisible.
¡Cuántas veces amamos, nos entregamos y no vemos fruto! Nos cuesta creer sin ver. Cuando Jesús nos dice que el reino de Dios crece sin que nos demos cuenta, nos desconcierta.
Pensamos que necesita nuestra entrega, y es cierto. Pero crece también cuando dormimos. Sin méritos, sin lucha, sin batalla. Esta mirada nos permite creer en la forma silenciosa en la que actúa el reino de Dios en nuestra propia vida.
Es lo que hizo Jesús, quien en su vida mortal “trata más bien de convencer a todos de que la llegada de Dios para imponer su justicia no es una intervención terrible y espectacular, sino una fuerza liberadora, humilde pero eficaz, que está ahí, en medio de la vida, al alcance de todos los que la acojan con fe”[4].
Actúa silenciosamente, sin grandes fuegos artificiales, sin espectáculo, de forma callada. En la vida tal vez nos gustaría más sentir y tocar. Ver a Jesús hecho carne. Tocar ese amor que nos salva.
Y tantas veces no lo tocamos en el silencio del corazón y no vemos su reino creciendo cuando nos levantamos. Tantas veces queremos tocarle y que nos toque. Queremos milagros extraordinarios.
No sé, pienso que a veces somos muy simples y no miramos la vida en profundidad. Sembramos y queremos el fruto ya. Nos cuesta ocultarnos y dar gratis. Dar sin medir nos hace más humanos. Nos ayuda a vivir con generosidad, sin calibrar riesgos ni recompensas. Sembramos. Damos. Y el fruto es de Dios.
Me da paz pensar que la semilla crece de noche en la tierra. Es verdad, ¡cuántas cosas crecen en la noche, en momentos de desierto, cuando hemos perdido el timón y no sabemos dónde ir!
Somos entonces vulnerables y la tierra rota es más fácil de penetrar. Somos necesitados y pequeños. La incertidumbre nos ayuda a confiar, a abandonarnos. Nos hace sencillos y nos ayuda a mirar a los otros con cariño, con cercanía, sin juzgar cuando fallan, cuando caen, cuando pierden la honra y el honor.
¡Qué fácilmente juzgamos a veces! Al final, sólo cuenta lo que damos, lo que ponemos, no el éxito ni los aplausos. Cuenta el amor entregado, sembrado, enterrado.