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De conocedor a ignorante, de ignorante a idólatra

De conocedor a ignorante, de ignorante a idólatra

por G. Campbell Morgan

La caída del hombre provocó una separación entre Dios y la humanidad, y las repercusiones de dicha caída han afectado al hombre en todas sus áreas. Campbell Morgan analiza tres importantes áreas que se han visto afectadas por el pecado: la inteligencia, las emociones, y la voluntad. Descubra cómo estas tres áreas navegan en un mar de ignorancia producto del pecado original.

Si bien el ataque del mal se dirigió la voluntad humana, los pasos tomados con ese propósito consistían en insinuar la posibilidad de un desarrollo intelectual. Por la afirmación del derecho de ejercitar la voluntad sin ninguna restricción, se declaró que el hombre podía conocer conocer como Dios. En su tentativa de tener dominio del conocimiento, el hombre se enajenó de la luz de la comunión con Dios; como consecuencia, su inteligencia quedó oscurecida y empequeñecida en lugar de seguir iluminada y ensanchada. Como este cambio fue tan trascendental para el hombre, creo necesario presentar primero un correcto concepto de la capacidad original que el hombre poseía para conocer a Dios antes de la caída. En segundo lugar, es necesario tener una comprensión del daño sufrido en esta capacidad, a fin de que, en tercer lugar, se pueda ofrecer una explicación de la idolatría que sobrevino.

El hombre tiene la capacidad de conocer de Dios ya que Su personalidad se concentra en su esencia espiritual, la cual hace que el hombre tenga inteligencia, emoción y voluntad. No obstante, estas tres áreas no son más que una sombra o indicación de la divina personalidad. Estas tres áreas en el hombre están interrelacionadas, de modo que la apreciación de la inteligencia determinará la acción de la emoción, y finalmente también la actitud de la voluntad.

En el aspecto intelectual, el hombre tiene la capacidad para conocer de Dios. Parecería que en toda la creación el hombre es el único ser a quien Dios podía revelarse perfectamente, y este hecho define la dignidad de la naturaleza humana. A propósito de esto debemos notar atentamente una declaración al comienzo del Evangelio según Juan: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1.1–4). La declaración de que «en él estaba la vida» es general y amplia, y afirma que todas las formas de vida se relacionan con el Verbo viviente. El anuncio de que «la vida era la luz de los hombres» es una declaración especial que revela una verdad esencial acerca de la naturaleza del hombre. Esto no puede decirse de la vida de una planta o de la vida de un animal, hasta que en la escala de la existencia se llega al hombre.



La capacidad original del hombre


El hombre llegó a tener conciencia acerca de Dios y a tener la capacidad de comprenderlo. Esta declaración de Juan, por supuesto, tiene una aplicación mucho mayor. Ciertamente indica la verdad de que la perfecta luz concerniente a la naturaleza humana ha brillado en el Verbo encarnado. Sin embargo, como Jesús era el cumplimiento de un propósito original, se hace evidente que, de acuerdo con ese propósito, el hombre es capaz de tener una apreciación inteligente de Dios y una comunión con Él. Todo el proceso de la creación fue llevado adelante por medio de la palabra del Eterno, y toda forma de vida existe y subsiste por la energía de esa palabra. En el hombre, sin embargo, la vida era primeramente de naturaleza tal que podía comprender al Creador. En sus escritos, el apóstol Pablo siempre reconoció que uno de los gloriosos resultados de la redención del hombre es la restauración de su conocimiento de Dios. Especialmente en las epístolas desde la prisión, Pablo escribe a las iglesias acerca de su amor y da gracias a Dios por su fe, por su esperanza, por su amor. No obstante, continúa orando por ellas para que estas lleguen al pleno conocimiento de Dios. En la creación del hombre, Dios originó un ser capaz de conocerle. Para la comprensión de la sabiduría tiene que haber inteligencia, y en el hombre Dios creó un intelecto que podía poseer tan maravilloso conocimiento.

Conocer a Dios es conocer el amor, y conocer el amor es amar. Por ello el hombre es creado con una naturaleza emocional, lista para actuar en respuesta al conocimiento. El apóstol del amor declara: «Nosotros… amamos…, porque él nos amó primero» (1 Jn 4.19). En esto hay una declaración del origen del amor en el estado consciente del hombre. El hombre que conoce a Dios está consciente de su amor, y ese amor de Dios es el generador del amor del hombre. El conocimiento exacto de la inteligencia clara inevitablemente resulta en el perfecto amor de la emoción no degradada. Dicho conocimiento produce amor, y este conocimiento crea el verdadero principio que gobierna la voluntad.

La doctrina de la libertad de la voluntad es en sí real solamente dentro de ciertas limitaciones. Hay un sentido en que en la naturaleza misma de la voluntad no puede ser libre. Sólo en la falta de razón, o locura, hay total libertad de la voluntad. El hombre nunca dispone excepto bajo el impulso de una convicción. Detrás de toda decisión de la voluntad tiene que haber necesariamente un principio gobernante. El hombre constantemente afirma que quiere, y esto lo hace al decir: «Yo quiero». Sólo hace esto para agregar a la declaración algo más: la razón por la cual desea algo: «Quiero porque…». Lo que sigue al «porque» es la autoridad que gobierna a la voluntad. En el hombre no caído la autoridad detrás de la voluntad es el amor de Dios, que es el resultado de un perfecto conocimiento de Dios. De modo que la perfecta actividad de la voluntad del hombre está siempre condicionada por sumisión a la voluntad de Dios. En esto hay una revelación del significado de mucho de lo que Jesús dijo acerca de su relación con su Padre, y una explicación de todo lo que él era en perfección de carácter, en sabiduría de enseñanza y en hermosura de actividad.



El daño sufrido


Alguien podría objetar que si bien esto es verdad con respecto a la voluntad humana, no puede decirse que la voluntad divina esté bajo autoridad. Sin embargo, sí es cierto que la voluntad misma de Dios está actuando debajo de una autoridad. El principio que gobierna los movimientos de la voluntad de Dios es la perfecta comunión del amor infinito y la luz infinita. En su misma esencia, Dios es amor. Es igualmente cierto que es luz, de modo que cada acción de la voluntad se determina por el amor y por la infalible sabiduría de la luz. Así que, podemos afirmar categóricamente que Dios está limitado en todas las acciones de su voluntad por el amor ilimitado y esa clara luz en la que no hay tinieblas. Así el hombre no caído dispone en respuesta al amor, que es el resultado del conocimiento.

En esta consideración hay una explicación del método del enemigo. El hombre escuchó la sugerencia del mal y afirmó su voluntad sobre la base de una duda en cuanto al amor divino que él mismo se permitió albergar. Al separarse de Dios, el hombre perdió el conocimiento de Dios, el cual resulta en amor a Él, y crea el verdadero principio que gobierna la voluntad. Alejarse de Dios significa el ofuscamiento de la inteligencia, y por lo tanto el envilecimiento de la emoción, y así la degradación de la voluntad. El hecho de que la inteligencia del hombre esté nublada no es de ninguna manera una doctrina popular, y sin embargo la historia humana, igualmente con la revelación inspirada, afirma la verdad de la declaración. A través de todas las edades y de todas las escuelas de pensamiento humano, el hombre se ha afanado en buscar un conocimiento final. Es muy frecuente que el hombre esté totalmente inconsciente de lo que puede ser ese conocimiento que busca, y sin embargo la inquietud del intelecto humano y su apasionado esfuerzo indican su estado incompleto y su profundo conocimiento de tal estado. Hablando a Job, Zofar le dijo:

«¿Descubrirás tú los secretos de Dios? ¿Llegarás tú a la perfección del Todopoderoso?» (Job 11.7).

Esta es una pregunta sumamente notable en el libro que quizá sea el más antiguo en la biblioteca divina, e indica el sentir de la falta de conocimiento existente entre los hombres meditativos de una edad remota. Pero tomemos esa pregunta y hagámosla en medio de la jactanciosa cultura de este siglo, y la respuesta lógica a la pregunta de Zofar es la verdadera respuesta de la época presente. El hombre no conoce ni puede descubrir a Dios por la sola operación de su intelecto, ya que este está oscurecido porque perdió su acción con la luz verdadera. En la segunda mitad del siglo XIX hubo un intenso pensar de hombres que, comparados con otros, eran gigantes intelectuales. Convengamos, como casi ciertamente es el caso, en que eran sinceros en su búsqueda, y sus nombres serán una suficiente garantía: Darwin, Huxley, Tyndal y Spencer. Observaron, juntaron, compararon, y trabajaron para descubrir los secretos más profundos, y sin embargo, ¿a qué conclusiones llegaron? Afirmaron haber hallado, y declarado, un cierto método que podía descubrirse a través de todos los fenómenos naturales. No fueron capaces de explicar perfectamente el preciso método que descubrieron, y mucho menos podían dar clara razón del método en cuanto a su origen.

Spencer habla de estar «en presencia de una infinita y eterna energía de la cual proceden todas las cosas». Eso en sí es un descubrimiento muy notable, y sin embargo, ¡cuán vaga e inadecuada para satisfacer la pasión del intelecto humano que quiere exactitud y verdad absolutas!

¿Qué, pues, han hallado estos hombres, si estas cosas son ciertas? Han dado con algunas evidencias de la operación de Dios, han descubierto, quizá, ciertos atributos de la Deidad, pero no por investigar han hallado a Dios. De modo que la actividad más notable del intelecto humano en su siglo más ilustrado bruscamente se detiene justo donde se detuvo el oscurecido intelecto del hombre en aquellos umbrosos y distantes tiempos de Zofar. El hombre todavía vigila y, en su búsqueda, rastrea las pisadas de la Deidad, ve algo de los métodos de lo divino, pero fracasa totalmente en el intento de hallar a Dios. Y, sin embargo, el intelecto del hombre fue creado para un conocimiento íntimo e inmediato de Dios.



El porqué de la idolatría


El hombre es un instrumento arruinado. No obstante, retiene, aunque en forma deteriorada, los elementos naturales que constituyen la imagen divina. Por consiguiente, su naturaleza constantemente demanda aquello para lo cual fue creado. La inteligencia sigue exigiendo luz. La emoción continúa buscando objetos de los cuales asirse. La voluntad requiere un principio gobernante; en resumen, el hombre necesita a Dios. Después de haber perdido su conocimiento de Dios, procedió a poner en lugar del destronado Dios a otras deidades. Es inimaginable e imposible que la naturaleza humana pudiera existir sin un dios en alguna forma. El pensador más hablador, negando la existencia de un Ser Supremo, con todo rinde culto. Donde no haya otro objeto, entonces el hombre trata como sagrado su propio intelecto y se postra delante de eso. Declara que recibirá y se rendirá a las cosas que es capaz de comprender, así haciendo de su entendimiento la misma deidad que recibe su culto. Así como un pájaro no puede volar sino en el aire, y un pez no puede nadar salvo en el agua, tampoco puede el hombre ejercer las funciones necesarias de su vida si no es en relación con Dios.

Cuando el hombre se ve impulsado a la extrema necesidad de crear su propia deidad, no tiene más que un modo de hacerlo. El único concepto que el hombre tiene de Dios se deduce de una comprensión de su propia personalidad. Esto es cierto aun en el caso del más devoto creyente. Es casi imposible pensar en Dios sin proyectar las líneas de la personalidad humana hacia el infinito, y este es el verdadero método. El último y más elevado hecho de la creación divina es lo espiritual en el hombre, y eso es a la imagen de Dios. Es posible entonces deducir retrospectivamente desde el acto creativo final hasta el Creador originario. Si el hombre está hecho a la imagen de Dios, es semejante a Él, eso es decir al mismo tiempo que Dios es semejante al hombre. La inteligencia de la Deidad se arguye partiendo de la inteligencia del hombre, de modo que el hombre, proyectando las líneas de su propia inteligencia hacia la inmensidad, piensa en Dios. Esto también es cierto con respecto a la emoción y en lo relativo a la voluntad.

Esta creación de un dios sobre la base del conocimiento que el hombre tiene de sí mismo constituye la causa de toda la historia de la idolatría. ¿De dónde pues ha venido toda la ignorancia y brutalidad, y el carácter vengativo de los falsos dioses? Evidentemente del hecho de que las líneas proyectadas eran en sí mismas imperfectas. Proyéctese al hombre arruinado hacia la inmensidad, y el resultado es un dios arruinado, sólo que la ruina es peor que el hombre arruinado. En el hombre magnificado hay mal magnificado y fracaso intensificado. Esa es la historia de toda la idolatría. El hombre, habiendo caído, demandó un dios, y habiendo perdido el conocimiento del Dios verdadero, ha proyectado a la inmensidad las líneas de su propia personalidad. De esta forma, ha creado como objetos de culto los horribles monstruos cuyo servicio, durante el curso del tiempo, ha reaccionado en la aún más profunda degradación del adorador. Todas las falsas deidades son deformaciones del único Dios verdadero, y la idea desfigurada es el resultado de la ruina de la imagen de Dios en el hombre.

Refiriéndose a la idolatría de Efraín, el profeta Oseas declaró: «Y ahora añadieron a su pecado, y de su plata se han hecho según su entendimiento imágenes de fundición, ídolos, toda obra de artífices» (Os 13.2). «Imágenes según su propio entendimiento». Estando oscurecido ese entendimiento, el ídolo resultante era una afrenta para Dios.

Con respecto a la idolatría, puede decirse de una manera general que el Antiguo Testamento revela tres grandes ideas acerca de Dios, las cuales están incorporadas dentro de los falsos sistemas de religión. A pesar de que están basadas en una verdad, hay un resultado desastrozo porque se ha pervertido esa verdad. Estos tres conceptos pueden indicarse por las tres palabras Baal, Moloc y Mamón. Todas las falsas ideas en cuanto a la Deidad se juntan alrededor de esas palabras. Se mencionan otros dioses, pero son todos subsidiarios, y representan algún aspecto o actitud de estos conceptos erróneos.

Estas ideas, además, no han cesado de ser los dioses que los hombres adoran. La forma de culto puede haber cambiado, y la apariencia exterior puede ser diferente, pero todo lo demás sigue siendo lo mismo. Todo ser humano que no esté adorando al único Dios viviente está dando culto a Baal, o a Moloc, o a Mamón, o a los tres.

El culto de Baal era esencialmente la deificación de la naturaleza, y el punto central de dicho culto es la facultad reproductiva. Todo culto ofrecido a la naturaleza y que puede parecer tener su comienzo en la inocente e inofensiva adoración de la belleza y orden de la naturaleza, al fin resulta en toda inmundicia y lascivia, y las formas más elevadas de culto llegan a ser actos tan impuros que no se los puede nombrar.

El culto de Baal es la inteligencia que busca a Dios en la naturaleza, y su búsqueda es vana. Al final el entendimiento entenebrecido, tocando el último misterio del poder, sin ser capaz de descubrir la verdad final, provoca la degradación de todo el ser.

El culto de Moloc se expresaba en toda crueldad, siendo su principal expresión el sacrificio de niños pequeños. Esto es la prostitución de la emoción natural. El odio siempre ha estado muy cerca del amor. Magnificando su propia naturaleza emocional, el hombre halla un dios que será aplacado por actos de crueldad. Así como en el culto de la naturaleza finalmente se comete toda clase de pecados y sensualismo por el envilecimiento de la inteligencia, también la naturaleza sentimental se manifiesta en la falta de amor y en actos de brutalidad hacia la prole del hombre.

El culto de Moloc no ha terminado en ninguna manera. Tal como el hombre ha deificado al misterio central de la vida, y adora en forma horrenda, así también lo hace con corazón endurecido y absoluta indiferencia a la ruina obrada. Así como el amor es la palabra más hermosa en todo el vocabulario del habla humana, así también la más inmunda es concupiscencia. Sin embargo, ambos términos son el resultado de la operación de una misma capacidad. Cuando el entendimiento está perfectamente informado la palabra amor es la que opera. Cuando existe una inteligencia degradada, la palabra concupiscencia es la que opera.

Pero queda la tercera palabra: Mamón. Schleusner ha afirmado que Mamón era el nombre de una deidad siria; sin embargo, no parece haber ninguna prueba positiva de esto. La palabra estaba en uso común en el Oriente entre los fenicios, los sirios y otros, y quería decir la riqueza y el poder de la riqueza. Jesús hizo un muy significativo y notable uso de la palabra. Dijo: «No podéis servir a Dios y a Mamón» (Mt 6.24). En esa declaración existe la evidencia de su íntima comprensión de la naturaleza humana caída, y de su gran visión y apreciación de todos los hechos resultantes del pecado. No dijo que no podemos servir a Dios y al diablo. Si lo hubiese dicho, para fines de aplicación práctica su palabra no tendría casi ningún sentido en esta época en particular. Basado en la realidad, con cada movimiento de progreso material su palabra se hace aún más escudriñadora, más digna de atención.

El método del maligno siempre ha sido el de ocultarse detrás de algún objeto de culto. En la edad media los hombres tenían un conocimiento muy extraño y terrible de la personalidad de Satanás, y el arte de la época lo pinta como un monstruo con pezuñas y cuernos y la mayor fealdad de rostro. Para los fines de esa oscura edad, cuando los hombres eran supersticiosos, debido a su ignorancia, tal método de despertar la atención probaba la sutileza del adversario. En el caso de una más cultivada capacidad mental, el adversario siempre esconde la fealdad de su ser, y hoy como nunca antes pide el sometimiento del hombre a su imperio, presentando ante la visión del hombre las fascinaciones de la riqueza y el poder que esta otorga. El culto de Mamón es rendir a la riqueza, por causa de su poder, todo lo que el hombre debería rendir a Dios. Cuando el hombre destrona a Dios y pone sobre el trono de su ser sus deseos como los principios gobernantes de su voluntad, llega a creer en la grandeza como consistente en la capacidad de gobernar y dominar a otra gente. No existe otra manera en que el hombre pueda conseguir más poder sobre otros hombres que mediante la posesión de riquezas. Por lo tanto, el hombre adora a Mamón con toda su alma, con toda su mente, con todo su corazón, porque Mamón representa poder ilimitado.

De modo que en el último análisis Mamón es la deificación de la voluntad humana. Al proyectarse en la inmensidad, el hombre ha magnificado una voluntad que insiste en la subordinación de otros. De esta forma ha llegado a adorar a una deidad cuya expresión de divinidad es el dominio y cuyo cetro de poder es la posesión de riqueza.

¿No puede, pues, decirse en resumen que el culto de Baal es la adoración del conocimiento imperfecto, resultante del oscurecimiento de la inteligencia? ¿No se puede decir que el culto de Moloc es la adoración de la emoción prostituida; resultante de la degradación de la naturaleza afectiva? ¿O que el culto de Mamón es la adoración de una voluntad degradada, resultante de la pérdida del verdadero principio gobernante detrás de la voluntad del hombre? Todo esto en sus mil manifestaciones en las idolatrías de la raza y en la piedad de vastas multitudes de la gente más civilizada, ha procedido del hecho de que el hombre, al estar distanciado de Dios por el pecado, se ha vuelto ignorante de Dios debido al pecado.

Así inconscientemente, emanando de una terrible ignorancia y, en verdad, en razón de esa misma ignorancia, el hombre clama por Cristo. Es decir, clama por el resplandor de la Luz verdadera, en la que habrá restauración del verdadero y único Dios: conocimiento por el cual vendrá la destrucción de los dioses falsos, el culto a los cuales ha resultado tan terriblemente en la historia de la raza.

Tomado y adaptado del libro Las crisis de Cristo, G. Campbell Morgan, Ediciones Hebrón – Desarrollo Cristiano Internacional. Todos los derechos reservados.