¿Temes enfrentarte con tu originalidad?
Por: Carlos Padilla Esteban
Tenemos ángeles en nuestra vida que nos hacen descubrir el rostro de Jesús. En la Cuaresma pensamos en aquellas personas que Dios ha puesto en nuestro camino. Yo soy para ellos camino. Ellos son para mí camino. Nos ayudamos a vivir.
¿A quién ayudo yo a caminar en la fe? ¿Quién me ayuda?
A veces parece como que los cristianos se salvan solos. Rezan solos. Caminan solos. No existe un cristiano solo. Siempre hay dos. Vamos como los peregrinos de Emaús buscándole sentido a la vida. Así es la Iglesia. Nos necesitamos para recorrer la jornada de un día.
El desierto es una imagen dura y sugerente al mismo tiempo. Cuarenta días de Cuaresma, la travesía del desierto, un tiempo de gracia y conversión. Atravesar el desierto supone salir de la tierra prometida para volver a entrar. Alejarnos para ver con más claridad.
El otro día leía en relación con San Juan Bautista: «Hay que marchar al desierto, fuera de la tierra prometida, para entrar de nuevo en ella como un pueblo convertido y perdonado por Dios.
Juan se siente llamado a invitar a todos a marchar al desierto para vivir una conversión radical, ser purificados en las aguas del Jordán y, una vez recibido el perdón, poder ingresar de nuevo en la tierra prometida para acoger la inminente llegada de Dios»[2].
Salir de la tierra prometida para poder ser perdonados. Salir para pedir perdón mirando nuestra debilidad con algo de distancia. Descentrarnos en la periferia, como decía el Papa Francisco, para ver con claridad:
«No mirar las cosas desde el centro porque el único centro es Jesucristo. Ayuda la mirada amplia y clara que se da sólo cuando no se miran las cosas desde el centro, sino desde las periferias».
Cuando nos alejamos del valle subiendo a la montaña se ve mejor nuestra vida tal como es. Es lo que pasa en Cuaresma. Salimos de nosotros mismos para ver mejor nuestra realidad.
Tomamos algo de distancia para valorar qué cosas están en su sitio y qué cosas hay que mejorar. Nos descalzamos para volver a entrar descalzos en la tierra prometida, en la presencia de Jesús. Hay que cambiar el corazón e iniciar un nuevo camino.
Me conmueve pensar en el desierto. No es precisamente un lugar apacible. Tiene calor y fríos extremos. Hay soledad y uno allí se encuentra consigo mismo.
Puede ser entonces que la Cuaresma tenga que ver con la verdad de mi vida. ¿Quién soy yo? Desde el exterior se ve algo mejor. Vivimos rodeados de tantos seguros y protecciones.
Nos da miedo confrontarnos con nuestra originalidad. Es como si no pudiéramos comprendernos sin todos los adornos que llenan nuestra coraza. Nos revestimos del mundo y nos alejamos de Dios.
Por eso ir al desierto es dejar todo lo que nos define para vivir desnudos delante de Dios. Es fuerte esa imagen de la desnudez. ¿Quién soy yo sin ropajes? ¿Y mis títulos y mi nombre?
El otro día una persona comentaba: «No importa lo que haces. Lo que importa es lo que eres». Es obvio, pero no lo vivimos.
Casi siempre vivimos impresionados por lo que el otro hace, por sus logros, por lo que tiene o muestra. Lo que es al natural, sin maquillaje, no nos llama tanto la atención.
Un rostro sin maquillaje no es el mismo, es vulgar. Una foto se puede hoy arreglar para que parezcamos mejor de lo que somos. Sin arrugas, mucho más jóvenes y guapos. Los adornos ayudan, arreglan, disimulan la verdad.
La sencillez de una vida como todas las demás, parece que no brilla, no hay color. ¿A lo mejor es que no brilla o que yo no sé ver su brillo oculto?
No somos lo que hacemos. Somos lo que somos en nuestro interior, nuestra verdad más honda. Es cierto que