“Ustedes son la luz del mundo”… ¿qué implica?

Por: Oleada Joven

"Mis queridos jóvenes:

La impresionante ceremonia que se realiza esta noche está llena del más hondo significado. En lo alto de un cerro, bajo las miradas de nuestro Padre Dios y protegidos por el manto maternal de María, que eleva sus manos abiertas a lo alto intercediendo por nosotros, se reúne, caldeada de entusiasmo, una juventud ardiente, portadora de antorchas brillantes, llena el alma de fuego y de amor, mientras a los pies la gran ciudad yace en el silencio pavoroso de la noche.

Esta escena me recuerda otra, ocurrida hace casi dos mil años, también sobre un monte al caer las tinieblas de la noche…

En lo alto, Jesús y sus apóstoles, a los pies una gran muchedumbre, y más allá las regiones sepultadas en las tinieblas y en la oscuridad de la noche del espíritu (cf. Sal 106,10). Y Jesús conmovido profundamente ante el pavoroso espectáculo de las almas sin luz, les dice a sus apóstoles “Ustedes son la luz del mundo” (Mt 5,14).

Ustedes son los encargados de iluminar esa noche de las almas, de caldearlas, de transformar ese calor en vida, vida nueva, vida pura, vida eterna…

También a ustedes, jóvenes queridísimos, Jesús les muestra ahora esa ciudad que yace a sus pies, y, como entonces, se compadece de ella: “Tengo compasión de la muchedumbre” (Mc 8,2).

Mientras ustedes –muchos, pero demasiado pocos a la vez–se han dado cita de amor en lo alto… ¡Cuántos, cuántos… a estas mismas horas ensucian sus almas, crucifican de nuevo a Cristo en sus corazones, en los sitios de placer, desbordantes de una juventud decrépita, sin ideales, sin entusiasmo, ansiosa únicamente de gozar, aunque sea a costa de la muerte de sus almas…!

Si Jesús apareciese en estos momentos en medio de nosotros, extendiendo compasivo su mirada y sus manos sobre Santiago y sobre Chile, les diría: “Tengo compasión de esa muchedumbre…” (Mc 8,2).
 
Allí, a nuestros pies, yace una muchedumbre inmensa que no conoce a Cristo, que ha sido educada durante años y años sin oír apenas nunca pronunciar el nombre de Dios, ni el santo nombre de Jesús.

Yo no dudo, pues, que si Cristo descendiese al San Cristóbal esta noche caldeada de emoción les repetiría mirando la ciudad oscura: “Me compadezco de ella”, y volviéndose a ustedes les diría con ternura infinita: “Ustedes son la luz del mundo… Ustedes son los que deben alumbrar estas tinieblas. ¿Quieren colaborar conmigo? ¿Quieren ser mis apóstoles?”.

Este es el llamado ardiente que dirige el Maestro a los jóvenes de hoy. ¡Oh, si se decidiesen! Aunque fuesen pocos… Un reducido número de operarios inteligentes y decididos, podrían influir en la salvación de nuestra Patria...

Pero, ¡qué difícil resulta en algunas partes encontrar aun ese reducido número! La mayoría se quedan en sus placeres, en sus negocios… Cambiar de vida, consagrarla al trabajo para la salvación de las almas, no se puede, no se quiere…

¡Cuántos son llamados por Cristo en estos años de vuelo magnífico de la juventud! Escuchan, parecen dudar unos instantes.

Pero el torrente de la vida los arrastra. Pero ustedes, mis queridos jóvenes, han respondido a Cristo que quieren ser de esos escogidos, quieren ser apóstoles… Pero ser apóstoles no significa llevar una insignia en el ojal de la chaqueta; no significa hablar de la verdad, sino vivirla, encarnarse en ella, transformarse en Cristo. Ser apóstol no es llevar una antorcha en la mano, poseer la luz, sino ser la luz…

El Evangelio más que una lección es un ejemplo. Es el mensaje convertido en vida viviente. “El Verbo se hizo carne” (Jn 1,14). “Lo que fue desde el principio, lo que oímos, lo que vimos con nuestros ojos y contemplamos, y palpamos con nuestras manos, es lo que os anunciamos” (1Jn 1,1-3).