Por: Carlos Padilla Esteban
Jesús pasó sanando corazones que buscaban, alegrando vidas que soñaban. Miró hasta lo más hondo y encontró la belleza. Tocaba a los enfermos con sus manos heridas. Los sanaba con su mirada. La misericordia era la llave que abría la puerta de la esperanza.
Jesús hacía lo que tantas veces nosotros no hacemos. Jesús se detenía y miraba a los hombres. Perdía el tiempo con ellos. Lo sabemos bien. Admiraba al otro y le hacía sentir que lo admiraba. Ese es el camino de la sanación.
Es una fuerza impresionante que nos tira hacia arriba y saca lo mejor de nosotros. De lo contrario, al pensar que no confían en nosotros, esa fuerza tira de nosotros hacia abajo.
Creer en el otro a pesar de que le conozca, y dejar siempre espacio a lo nuevo, a que me pueda sorprender, es el camino de la misericordia. Es sanador que nos miren así. Es sanador mirar así. Jesús pasó así junto a los hombres, sanando, mirando, enalteciendo.
Me gustaría ser como Él. Acercarme al otro y no esperar que la gente venga a mí. Buscar al otro por lo que es, no por lo que me puede aportar a mí.
A veces me protejo tanto. Me alejo de los demás para no herirme. Jesús pasó por la tierra, cada día, acercándose a los hombres.
¡Cuántas veces ante problemas de los otros damos soluciones, cuando lo que necesitan es que estemos a su lado, que los toquemos, que nos pongamos junto a ellos! No quieren que desde lejos les digamos lo que tienen que hacer.
Jesús sale de sí mismo cada día para ir hacia el otro. Tiene el oído atento a cualquiera que le implore por otro. Jesús no pone límites a su amor. No calcula, se entrega.
A veces podemos vivir cumpliendo obligaciones, ateniéndonos a los límites, amando con cuentagotas. Medimos, calculamos, contabilizamos. Y no nos abrimos a la generosidad.
El otro día me hablaba una persona de su madre recientemente fallecida. Y me decía que le impresionaba su generosidad. Que lo daba todo. Que ella siempre se ponía en segundo lugar, la última. Que daba a manos llenas, sin calcular las consecuencias, sin esperar algo a cambio.
Me impresionó la descripción: «Quería sin limites y sin limites se daba a ella y todo lo que tenía». Así me gustaría vivir a mí. Tantas veces no miro el ideal y me conformo con el mínimo.
El Padre José Kentenich lo decía: «El ideal ilumina el ámbito de las obligaciones, nos permite desarrollar de forma más fácil y apropiada el ámbito de las obligaciones y, además de ello, nos ayuda a hacer, de manera heroica, más que lo obligatorio y a regalar todas las fuerzas de nuestra vida a aquellos que Dios nos ha dado y confiado»[6].
Hacer más de lo obligatorio. ¿Hizo Jesús más de lo obligatorio? Jesús nunca escatimó esfuerzos. No buscó su comodidad. Cuando se retiraba al silencio se retiraba a orar, a llenar el lecho de su océano.
Quería estar a solas con su Padre. Necesitaba descansar en Él. Y sacaba tiempo de su sueño, no de los demás, no de curar, no de estar con los suyos. Ese tiempo de soledad en el que respira el alma. Donde reposa en el regazo de su Padre. Donde se siente hijo amado.
Desde su oración Jesús coge fuerzas para amar, para dejarse el corazón hecho jirones. Es su roca. Busca la soledad y la intimidad con su Padre. Sabía que necesitaba ese diálogo sin palabras, ese amor lleno de presencia. Sabía que sin la paz de Dios no podría enfrentarse al camino y las preocupaciones podrían pesar en el alma.
La magnanimidad es un don que necesitamos para vivir. El otro día leía: «Por eso creo que para escribir, como para vivir o para amar, no hay que apretar, sino soltar, no retener, sino desprenderse. La clave de casi todo está en la magnanimidad del desprendimiento. El amor, el arte y la meditación, al menos esas tres cosas, funcionan así