Biblia

Un día en la vida de Jesús

Un día en la vida de Jesús

Por: Carlos Padilla Esteban

Siempre me gusta cuando el Evangelio cuenta lo que Jesús hacía. Lo miramos a Él al verlo actuar en un día. Un día cualquiera de esos treinta tres años que vivió con el hombre, siendo hombre, como un hombre cualquiera.
 
¿Un día basta como ejemplo de toda una vida? El hacer habla mucho de cómo somos, de nuestra misión, de nuestras opciones, de nuestras debilidades y deseos, de nuestras pasiones y gustos, de lo que llena el corazón, de lo que habla la boca.
 
Nuestras obras nos delatan. Valen más que mil palabras. Son más contundentes, tienen más fuerza. Son como una roca, no se las lleva el viento como a las palabras. Nuestras acciones tienen fuerza.
 
¿Bastaría un día de nuestra vida para decir cómo somos, quiénes somos? ¿Nos podrían valorar sólo por un día? ¿Serían concluyentes las obras de ese día? ¿Nos definirían y mostrarían todo lo que podríamos llegar a ser?
 
Si tuviéramos un mal día y ese se tomara como referencia, no sería justo. A lo mejor no basta un día. ¿Con Jesús nos basta sólo un día? El hacer de Jesús habla de cómo es. Vivió pocos años pero esos años los vivió intensamente. Cada día de Jesús era fiel reflejo de toda su vida.
 
No sabemos cómo era un día suyo en Nazaret. Pero sería un día pleno, lleno de vida, de miradas, de palabras, de silencios. También nos bastaría. Sería un día como los que luego siguieron. Un día en la vida de Jesús era un reflejo claro de su alma.
 
Era como mirar el lago. Tiene la misma palidez en la superficie. El mismo lento movimiento de las aguas. Pero, al mismo tiempo, tiene la misma vida honda por dentro, las aguas más profundas que se mueven con intensidad.
 
La vida de Jesús se describe en pocas palabras, pero nos quedamos con el reflejo pálido de sus actos. La hondura de su vida, como la del lago, sólo la intuimos. Percibimos que hay mucho más de lo que vemos. Sabemos por sus gestos que hay una profundidad inagotable. Leemos en sus palabras un mundo inmenso y bello.
 
Jesús curaba, hablaba, oraba, miraba, tocaba. Se dejaba tocar. Se dejaba invadir. En pocos años curó a pocos hombres, podría haber curado a tantos. Dijo pocas palabras cuando pudo haber dejado largos testamentos espirituales. Vivió en pocos lugares.
 
¡El mundo es tan vasto! ¡Es tanto el dolor que hay entre los hombres! Harían falta infinitas vidas para calmarlo todo. Infinitas palabras y gestos para curar a todos. No pudo traer la paz siendo Él el príncipe de la paz. No supo unir a todos cuando Él era familia. Le faltaron vidas. Le faltaron palabras. Le bastó morir una vez para salvarnos a todos.
 
Necesitó más días. Pero tal vez mirar un día en su vida basta para que me enamore. Sólo una noche oscura para preparar la luz eterna.
 
Una persona decía: «Me gusta mirarle. Son días para mirar sus pasos. Me llama a seguirle. Y yo le sigo torpemente. Le miro a los ojos y quiero vivir como vivió Él. Con sus sentimientos que tantas veces me parecen imposibles. Son imposibles para mí que soy tan frágil. Pero me gusta mirarle y adentrarme en su barca, en mi barca.
 
A veces creo que será imposible, que nunca tendré sus sentimientos ni seré como Él, que siempre me guardaré una carta en el alma, que mi reserva hará que no sea sincera mi entrega. Me da miedo fallarle y dejar de seguir sus huellas. Me impresionan aquellos que no dudan y lo dejan todo por seguir sus pasos».
 
Me gusta mirarle. El alma tiene siempre una semilla de idealismo dentro, a veces dormida. Al mirar sus pasos el idealismo se enciende, se despierta la vida, brota.
 
A mí también me gustaría acabar con todo el mal del mundo. Evitar de un plumazo el dolor y el sufrimiento. Erradicar el hambre y la enfermedad. La crueldad y el odio. Eliminar la soledad del corazón humano. Acabar con las injusticias para siempre.