Un día, sin cambiar nada todo es nuevo
Por: Carlos Padilla Esteban
Jesús pronuncia cada nombre. Elige a cada uno. Conoce a cada uno. Rezó por cada uno. Siempre es así en la vida. En la Iglesia.
¡Qué importante es cuidar la relación personal con Jesús, hablar con Él, tener con Él mi propia historia de amor! Y a la vez, vivir junto a otros la fe, buscar juntos, ayudarnos. No nos podemos quedar en lo personal ni tampoco diluirnos en la comunidad.
Me gusta que Jesús vea juntos a los hermanos, cuando va a llamar a Santiago y Juan. Que nombre a cada uno. Así empezó la aventura. Desde la orilla del lago a la profundidad del mar. Con sus redes rotas pescarán hombres para Dios.
Jesús no quería vivir solo. Se acerca. Acoge al otro como es. Lo nombra. Y lo llama, desde su vida, desde lo que es, a soñar con lo que puede llegar a ser. A soñar más. A amar más. A ser más pleno.
Les habla en su lenguaje de cosas familiares para ellos. Les habla de redes y de barcas, de mar y de pescar. Pero les abre el horizonte. Les habla de un mar más grande, de un horizonte infinito, de una barca que no naufraga.
Toca en su alma sus sueños. Despierta lo que está dormido. Yo no sé si lo comprendieron. Pero quizás vieron en los ojos de Jesús un amor personal, hondo. Sus ojos comprensivos. Y un deseo: “Venid conmigo”.
Sí. Querían estar con Él. Vivir con Él. ¿Qué tendría Jesús para que esos hombres de corazón limpio se fuesen inmediatamente con Él? ¡Qué confianza más honda! Esa es la llamada de Jesús. A vivir con Él. Desde lo que soy. Desde mis redes y mi barca.
Pienso que la vida cristiana es eso, hacer lo mismo que hago pero con Jesús. Él lo cambia todo.
Si viniese a mí. ¿Qué lenguaje usaría para que yo lo comprendiese? ¿Qué sueños despertaría en mi corazón?
A los pescadores les habló de pescar hombres, de cuidar a otros, de entregar la vida por otros. De ser padres. ¿Cómo me hablaría a mí?
Ellos no hicieron cálculos. No pensaron en los pros y en los contras. Me impresiona mucho ese sí inmediato, sin dudas, sin miedos. Lo dejan todo. Sus redes y su barca. Sin dudarlo. Sin consultar a nadie, sin pedir más información.
“Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con Él”. Marcos 1, 14-20.
No necesitaban ninguna otra seguridad que esa cercanía de Jesús que todo lo cambia. Con Él todo merece la pena. No era un salto al vacío.
A veces, cuando nos toca dar saltos en la oscuridad y quedarnos sin nada, el corazón tiembla. La experiencia de dejar algo para ponerse a buscar, pero sin tener nada, es muy difícil.
Es la experiencia de desierto. De empezar. De despojarse de todo y buscar eso que llena el corazón, para lo que estamos hechos.
Ellos lo dejaron inmediatamente porque lo encontraron a Él. Se despojaron de algo porque habían encontrado lo que buscaban sin saberlo, lo que respondía a ese grito del alma que tapamos tantas veces.
Es el tesoro en el campo por el que merece la pena venderlo todo. Dejaron las redes. Dejaron a su padre en la barca. Pero habían encontrado el sentido de sus vidas. Su camino. La aventura de navegar más allá, más profundo, con Jesús.
Jesús nos dice siempre: “Ven conmigo. Ven y te ayudaré a vivir en profundidad, a mirar en lo hondo. Ven conmigo y verás que la vida merece la pena, también cuando no comprendas, también cuando haya dolor. Ven conmigo y el mar será cada vez más ancho”.
Y se marcharon con Él. Nunca se separaron. Jesús siempre estuvo con ellos. Cada día. Así quiero vivir yo siempre. Navegar a su lado.