Derecho y gratuidad, ¿dónde está el límite?
Por: Carlos Padilla Esteban
El Adviento es un tiempo de gracias, de regalos, de dones, de gratuidad.
Con frecuencia pensamos en todo lo que nos merecemos. Y por eso, cuando las cosas nos van bien o nos alaban por la obra realizada, decimos convencidos: “Me lo merezco”.
Otras veces, consternados por las cosas difíciles que nos pasan, exclamamos: “¡No me lo merezco!”.
No sé. No me resulta fácil ver hasta dónde exactamente llegan mis derechos. Y me cuesta saber bien a partir de dónde comienza la gratuidad.
Uno se esfuerza por lograr algo, y lo logra. ¿Es algo debido o es puro don? Nos esforzamos en amar a alguien que también nos corresponde con su amor. ¿Es gratuidad o nos es debido?
El amor de mis padres. Un favor realizado con una sonrisa. Una mirada de misericordia. Unas palabras de esperanza. Un abrazo fuerte, sincero, con lágrimas. Un hasta siempre. Un te quiero dicho casi sin motivo.
Un caminar a tu lado unos metros. Una espera calmada. Una broma sencilla. Un encuentro sagrado. Una mirada honda, hasta lo más hondo del alma. Un momento de paz, sin tensiones, descansando. Una caricia profunda.
Unas frases que conmueven, dichas con el corazón. Una imagen que se nos regala para grabar un instante. Un momento de plenitud, donde somos nosotros mismos. ¿Dónde están los límites entre derecho y don?
¿Qué es merecido? ¿Qué es gratuito, regalo, gracia? ¿Dónde acaban mis derechos y comienza la gratuidad? Es difícil saberlo.
Vamos a veces por la vida exigiendo comportamientos de los demás, denunciando actitudes que consideramos inadecuadas, pidiendo que nos devuelvan lo mismo que hemos entregado. Porque es lo justo, porque nos lo merecemos.
Miramos buscando respuestas. Demandamos atención como un derecho que nos deben. Sólo hacemos lo que nos corresponde. O lo que sabemos que se nos puede exigir. O lo que nos traerá beneficios. No damos más ni menos.
Ponemos límites al amor. Para no exagerar. Para no ser tan tontos. Para que no nos hieran. A veces me pillo dando algo y esperando que me den a cambio una contrapartida. Que lo que yo doy gratuitamente sea imitado necesariamente por los que lo reciben.
Vanidad de vanidades. Nos cansamos tanto. ¿Cómo puedo esperar que me amen como yo amo, que me den tanto como yo doy? ¿Dónde nace ese derecho a esperar lo que me regalan sin merecerlo?
¿Cuántas cosas hago en la vida sin esperar nada a cambio? Ni tan siquiera un gracias. Ni siquiera un elogio, un halago, una palmada en la espalda.
Adviento tiene mucho de gratuidad. Poco de derecho. Dios se abaja a dárnoslo todo. No tenemos derecho a ello. Se nos dona Aquel que le da sentido a nuestra vida y nos levanta. Es don, es misericordia.
Viene, no para ser adorado, sino para invitarnos a encontrarnos con Dios en el hombre, en cada hombre, en el pobre, en el barro. Nos enseña que lo más importante en la vida no se compra con dinero, porque es don. El tiempo, la vida que tenemos, el amor.
Nos recuerda que el amor es gratuito y no pago por un derecho. Que la fidelidad es un don que nos regalan, sin haberlo merecido. Lo mismo el perdón y la paz, la alegría y la compañía, la misericordia que nos levanta cuando estamos caídos.
El Adviento nos enseña algo importante de la vida. Nos enseña a esperar cada año la misma venida como un don inmerecido. Nos enseña a dejarnos sorprender por los acontecimientos. A no vivir exigiendo, sino agradeciendo.