Biblia

​¿Cómo manejar la inseguridad?

​¿Cómo manejar la inseguridad?

Por: Carlos Padilla Esteban

No sabemos la hora en que vendrá Jesús a establecer su reinado definitivo. No sabemos cuándo nos llamará a descansar en sus brazos.
 
A veces nos turbamos con miedo pensando en lo que ha de venir. Nos gustaría saber si nuestras decisiones son las correctas. Nos da miedo un futuro incierto.
 
Siempre nos gusta saber la hora en la que va a ocurrir algo importante. El día y la hora exacta en que vendrá alguien a vernos. El momento en el que tenemos que actuar de una determinada manera.
 
¿Cuándo será necesario cambiar nuestra vida? No es fácil. Muchas personas se afanan por saber lo que va a ocurrir. Quieren tenerlo todo bajo control. ¿Qué pasará el próximo año? ¿Seguirá todo igual?
 
Nos asustan los cambios. Perder la posición tomada. Dejar lo que hoy nos alegra el corazón, renunciar a los derechos adquiridos.
 
Decía el Padre José Kentenich: “El hombre es un ser pendular, oscilante. ¿Dónde está el punto de apoyo del péndulo? ¡Arriba! ¿Cuál es el fundamento de la seguridad del ser humano? El riesgo de la humildad y del amor.
 
La existencia cristiana, tal como se la concibe y se la vive comúnmente, entraña una cantidad de inseguridades y desamparos que sólo pueden superarse remitiéndose a un plano superior: las manos de Dios, el riesgo de la infancia espiritual.
 
El abandono, en la existencia cristiana, sólo puede ser superado por la decisión, por el coraje de una infancia espiritual heroica[1]. El abandono en las manos de un Padre misericordioso es el camino.
 
Somos como el péndulo. Vamos de un lado a otro. La ley del péndulo nos dice: “Todo fluye y refluye, sube y baja, crece y decrece, va y viene. Nada tiene de extraño que todo oscile, que todo esté sometido al vaivén del tiempo, que todo evolucione e involucione.
 
En un extremo del péndulo está la alegría, en el otro el dolor; todas nuestras emociones, pensamientos, anhelos, deseos, oscilan de acuerdo con la Ley del Péndulo”.
 
Pensaba en esta imagen del péndulo. En la vida muchas veces pasamos de un extremo al otro. Hoy estamos felices y mañana podemos estar tristes y verlo todo gris.
 
A veces, por la ley del péndulo, vivimos lo que no hemos vivido antes y nos vamos al otro extremo. Las oscilaciones nos pueden quitar la paz. Nos ponen inseguros.
 
Los cambios de ánimo. Las circunstancias que cambian. La vida que da tantas vueltas. Lo único que permanece inmutable es Dios en lo alto, sosteniendo el péndulo de mi vida.
 
Las cosas podrán cambiar, y las circunstancias. Pero Él no muda, no deja de estar en el centro. Yo puedo olvidarme de Él, pero Él no se olvida de mí. Quisiéramos aprender a confiar siempre.
 
Ante la vida que fluye y cambia, ¿dónde está el equilibrio? ¿Quién nos sostiene?El punto de equilibrio está en Dios. Él nos sujeta en nuestros cambios y oscilaciones.
 
Nos parece que la vida nos lleva, por eso necesitamos anclarnos en lo profundo del corazón de Dios. Por eso sellamos la alianza con María. No porque estemos tranquilos y confortados en el Santuario, no porque nos sintamos fuertes y seguros.
 
Más bien es porque necesitamos abandonarnos en Aquel que nos da seguridad. Sólo Dios nos da seguridad. Sólo en el corazón de Jesús podremos enfrentarnos a la vida y luchar.
 
Abandono tiene que ver con un acto de la voluntad, del corazón. Es necesario aprender a ser niños.
 
En algún momento del camino experimentaremos el abandono. Nos sentiremos solos en medio del mundo, abandonados. Tocaremos la sequedad del camino. Dios no nos regalará la consolación que buscamos.
 
Nos sentiremos arrojados en medio de los hombres. Nos quitarán las seguridades sobre las que cimentamos nuestra vida.

Temblaremos de miedo y de frío. En esos momentos sólo nos quedará volver la mirada a lo alto y confiar. Entregar el camino recorrido.
 
La enfermedad, el fracaso, la vejez, nos pondrán en esta situación de fragilidad, de precariedad. Y tendremos que aprender a soltar el timón de nuestra barca.
 
Pero la verdad es que uno no aprende a confiar de la noche a la mañana. Todo en la vida lleva su tiempo, es necesario el entrenamiento.
 
Necesitamos aprender a abandonarnos, a dejar que la vida diaria no esté bajo nuestro control. Confiar más en Dios y en María y menos en nuestras fuerzas que algún día nos abandonarán.
 
Tenemos que aprender a tolerar la posibilidad del fracaso sin tener un miedo profundo y lacerante. Saber que no tenemos control sobre el presente y menos aún sobre el futuro.
 
¡Cuánto bien nos hace abandonarnos en ese anclaje que es Dios! El péndulo de nuestra vida sigue su curso. Oscila de un extremo al otro. No nos importa. Lo único seguro sigue siendo Dios.
 
Tenemos miedo, es verdad, pero seguimos caminando. El miedo es parte de nuestro equipaje. Una persona muy enferma escribía:
 
La realidad es que en este mundo no sabemos nada, andamos ciegos y lo único que nos ayuda es la fe. Yo debo tener muy poca porque tengo mucho miedo y mucha angustia siempre, cada día. Yo creo que en el fondo no me creo lo del cielo, aunque siento a Jesús y a María muy cerca de mí; regalándome continuamente sus caricias a través de lo que me da y el amor de todos los que me quieren”.
 
¡Qué difícil mantener una fe firme en momentos de soledad y enfermedad! No es tan sencillo. Sólo la fe en ese Dios que nos sostiene y quiere nos puede mantener en pie. Ese amor que se abaja para sostener nuestra vida nos anima a luchar más.
 
A veces nuestras fuerzas flaquearán. Necesitaremos encontrar personas que nos ayuden a caminar cuando no sepamos dónde mirar. Personas que nos señalen con sus vidas dónde tiene que estar nuestra seguridad.
 
Son personas unidas al cielo, que muestran el cielo con sus palabras y con sus gestos. El cielo está en ellas. Son ángeles que nos hablan de Dios.
 
El Adviento es el tiempo en el que nosotros somos también esos ángeles que llevan a Dios. Esos ángeles que, con nuestra mirada y nuestra vida, transparenten a Jesús que se hace carne.
 
Vivimos en un mundo en el que no hay seguridad a nuestro alrededor. No podemos confiar en el las cosas que tocamos. Hoy lo tenemos todo. Mañana tal vez nada.
 
Por eso el camino es aprender a vivir confiados en Dios, desprendidos de todo lo que poseemos, liberados de todo lo que nos ata. Conscientes de que nuestra vida está en sus manos.
 
Somos hijos de un Padre que nos busca, que nos abraza, que nos sostiene, que se hace carne, hombre como nosotros. Un Padre que es alfarero y nos modela, hace una obra de arte con nuestro barro.
 
Eso nos alegra. Pensar que es Él y no yo el que realiza la obra. Pero a veces nos duele. El barro cuando se endurece se quiebra. ¡Qué difícil dejarse hacer por Dios! ¡Cuánta inseguridad en nuestro camino!
 
Pensaba en la inseguridad de María y José caminando hacia Belén. Enamorados. Llenos de Dios. Alegres y temblorosos. Con temor a las dificultades. Custodiando al hijo de Dios en sus manos pobres.
 
¡Cómo no angustiarse pensando en sus propias fuerzas y en la misión tan grande que tenían entre manos! Ellos vivieron lo que nosotros tantas veces vivimos. En su indefensión, confiaron.
 
El hombre hoy también se siente indefenso ante la vida. Vive sin raíces, desarraigado, pobre, abandonado, indigente. Está lleno de miedos y angustias. Decía el Padre José Kentenich:
 

“¿Cuándo son buenos los efectos del miedo? Cuando nos impulsan a arrojarnos en los brazos de Dios. La bendición más grande que trae consigo el miedo consiste en ese estímulo a buscar seguridad y cobijamiento en un plano superior.
 
No busquen tranquilidad y seguridad en el mismo plano en que viven, sino en uno superior, en Dios. Eso es lo que Dios quiere y ese es el sentido del miedo.
 
Decíamos que el hombre es un ser pendular, por eso Dios quiere que busquemos y hallemos la serenidad en lo alto, en Él. Dios quiere que procuremos y encontremos amparo en la entrega a Él, sencilla y filial[2].
 
Es el camino. No podemos encontrar amparo y seguridad en nuestras fuerzas. No importa que tengamos miedo, mientras el miedo nos lleve a Dios. Hay que subir más alto. Llegar arriba.
 
 
[1] J. Kentenich, Niños ante Dios
[2] J. Kentenich, Niños ante Dios