Amar desinteresadamente relaja
Por: Carlos Padilla Esteban
Nos reconocemos pequeños, mundanos, de la tierra y no tanto del cielo. Queremos amar más y mejor, con madurez. Deseamos aprender a ponernos en un segundo plano. A cultivar la humildad.
Queremos estar dispuestos a aceptar el fracaso y el olvido, así, sin miedo. Amar con el corazón roto y herido y seguir amando, sin miedo. Caer y comenzar siempre de nuevo, con esperanza. Amar sin querer retener, sin querer cambiarlo todo.
No parece tan sencillo. Amar a Dios en los que nos rodean, amarlo presente en los que nos resultan difíciles.
Abandonar nuestro futuro en las manos de Dios, sin querer planificar y controlarlo todo. Arriesgar sin miedo a quedarnos sin nada.
Decía el psicólogo Jorge Bucay: “No termina de gustarme el término casi mercantilista de hoy por ti, mañana por mí. Me gustaría más que pudiera ser hoy por ti, mañana también y pasado también por ti”[4].
Nos gustaría dar sin esperar recibir. Nos resulta difícil hacer las cosas por los demás y no recibir nada a cambio. Y seguir dando, sin cansarnos.
Muchas veces hacemos las cosas y esperamos recibir algo. O que luego el otro haga lo mismo para poder descansar. Nos damos y esperamos que se den por nosotros, que nos amen más. Nos acabamos cansando de dar siempre.
Ojalá fuéramos capaces de renunciar sin desear nada más. Vivir así es un fruto de la verdadera conversión del corazón.
El fruto de saber que nuestra vida no nos pertenece, porque es de Dios. Reconocer en el corazón que, definitivamente, no quiero ser el mejor. Que no es mi meta en la vida y no quiero ser el mejor de la historia en lo mío. Ojalá lo logre Dios.
¡Qué pobre ese deseo del corazón! ¡Qué exigente y agotador! Vivir en tensión, hacerlo todo con un fin, no dar nada si no obtengo nada, no renunciar nunca si no es para lograr algo mejor.
Vivir así no es el camino que Cristo nos enseña. Él nos abraza desde la cruz y nos muestra el camino.
Le decía el Papa Francisco a nuestra Familia de Schoenstatt: “Siempre el apóstol es un descentrado. Porque el servidor está al servicio del centro, ¿no? El carisma descentrado no dice nosotros, nosotros, o yo. Dice Jesús”.
Vivir descentrados es el camino de esa cruz solitaria, de ese frío madero en lo alto de un monte. Jesús no vivió centrado en sí mismo. Vivió siempre descentrado y centrado en su Padre que lo cuidaba cada día.
Jesús no calculó todos sus pasos, no midió todo en su vida. Se dio con humildad. Renunció por amor a todo lo que tenía. Dio la vida y no se guardó nada. Podemos rezarle como lo hacía una persona:
“Me siento incapaz de amar bien. Amo con egoísmo, pensando en mí. Ojalá me enseñaras a hacerlo mejor, Señor.
Ojalá pudiera verte siempre, Jesús, a mi alrededor, en los que me cuestan, en los que me quitan la paz, en aquellos a los que no logro querer bien. Porque no veo sus virtudes, sus dones. Porque no te veo en ellos. Si te viera sería distinto.
A veces pienso que nunca seré capaz. Mi tierra me pesa, me pesa demasiado. Soy demasiado del mundo y poco del cielo”.