El valor de la vida interior

por A. W. Tozer

¿Cómo podemos provocar en nuestras iglesias una reforma que desafíe la validez espiritual de lo externo? ¿De qué manera podemos romper la histórica discrepancia entre el ser y el hacer? A. W. Tozer nos invita a reflexionar sobre la imperiosa necesidad que el cristiano tiene de trabajar en su vida interior.

Desde el punto de vista histórico, el Occidente ha mantenido la tendencia de colocar su énfasis principal sobre el hacer, y el Oriente ha dado más importancia a ser. Lo que somos siempre ha parecido más importante a los orientales; los occidentales han estado más dispuestos a fijarse y decidirse por lo que hacemos. Unos han glorificado el verbo ser; los otros, el verbo hacer.

Si la naturaleza humana fuera perfecta no habría discrepancia alguna entre ser y hacer. El hombre en su estado original antes de la caída habría actuado desde adentro, sin siquiera pensarlo. Sus actos o acciones serían la verdadera expresión de su ser interior.

Pero como la naturaleza humana se pervirtió, no es tan sencillo ni tan simple pintar el cuadro . El pecado introdujo la confusión moral y la vida se ha vuelto complicada y difícil. Aquellos elementos dentro de nosotros que fueron creados para trabajar y operar juntos y unidos en armonía, con frecuencia suelen aislarse el uno del otro en forma total o parcial, e incluso, ambos tienden a ser hostiles entre sí. Por esa razón es extremadamente difícil conseguir la simetría del carácter.

De esta profunda confusión interna surge el antagonismo entre ser y hacer, y el verbo sobre el cual ponemos el énfasis nos ubica en una de estas dos categorías: somos «seres con énfasis en lo que somos», o bien somos «hacedores», lo uno, o lo otro. En nuestra sociedad civilizada moderna, se le concede la importancia y se coloca el énfasis sobre el hacer.

Nosotros los cristianos no podemos escapar al dilema. Es preciso que descubramos dónde pone Dios el énfasis y nos volvamos al patrón y modelo divino. Esto no debiera ser demasiado difícil ya que tenemos las Sagradas Escrituras con toda su riqueza de instrucción espiritual y, para interpretarlas tenemos el mismo Espíritu Santo quien las inspiró.

A pesar de todas nuestras oportunidades de conocer la verdad, la mayoría de nosotros somos lentos para aprender. La tendencia de aceptar sin preguntar y seguir sin saber el porqué es muy fuerte y poderosa dentro de nosotros. Por esta razón, lo que la mayoría de los cristianos crean y sostengan en un momento determinado se acepta como verdad segura y correcta, sin dar lugar a preguntas o dudas. Es más fácil imitar que crear, o dar origen; es más sencillo ser un imitador que un creador. Es más cómodo y más seguro, por lo menos en el momento mismo, seguir el desfile y marchar al son que se toca, sin hacer muchas preguntas acerca del destino a donde se dirige el cortejo.

Es por esta razón que la gente no se siente atraída por el ser y el hacer ocupa la atención de casi todos. A los cristianos modernos les falta simetría. No conocen ni saben casi nada de la vida interior. Son como un templo que es casi exclusivamente exterior sin nada en el interior. El color, la luz, el sonido, las apariencias, el movimiento, todos estos son tus dioses, oh Israel.

«El acento y el énfasis en la Iglesia de hoy» —decía el evangelista inglés Leonard Ravenhill— «no es en la devoción, sino en la conmoción.» La extroversión religiosa ha sido impulsada a tales extremos que casi nadie tiene el deseo, por no decir el valor, de cuestionar la solidez, la estabilidad, la validez, la rectitud y la verdad de tal postura. Lo externo se ha apoderado del control de la situación. Dios ahora habla sólo por medio de la tempestad y el terremoto; la voz suave y el silbo apacible ya no se perciben más. Toda la maquinaria religiosa se ha convertido en sonido y se ha dedicado al propósito de producir ruido. El gusto y la preferencia del adolescente que ama la trompeta fuerte, la percusión ensordecedora y el automóvil sin tubo de escape se ha introducido al escenario de las actividades cristianas modernas. A la antigua pregunta del Catecismo de Westminster, «¿Cuál es el fin y propósito del hombre?» ahora se le responde:, «lanzarse precipitadamente por todo el mundo y sumarle al ruido, al alboroto y al estrépito ya existentes.» Y todo esto se hace y realiza en el Nombre de Aquel que «No contenderá, ni voceará, ni nadie oirá en las calles Su voz». (Mateo 12.18–23.)

Debemos comenzar la reforma necesaria desafiando la validez espiritual de lo externo. El ser de un hombre es más importante que lo que él hace. La calidad moral de cualquier acto o acción manifiesta la condición del corazón. Es posible que exista un mundo de actividad religiosa que surja no desde adentro, sino desde afuera y que pareciera tener poco o nada de contenido moral. Gran parte de la conducta religiosa es imitación o reflejo. Tiene su origen, emana y se radica en el culto que en la actualidad se le rinde a la conmoción y al ruido y su sonido no proviene de la vida interior.

Es preciso que se restaure en la iglesia el mensaje de Colosenses 1.27: «Cristo en vosotros, la esperanza de gloria». Es indispensable que mostremos a una generación de cristianos nerviosos, casi al borde del frenesí, que el poder yace, radica y reside en el centro de la vida. La velocidad y el ruido son indicios de la debilidad, no de la fuerza. La eternidad es silenciosa; el tiempo es bullicioso. Nuestra preocupación con el tiempo es una triste evidencia de nuestra falta y carencia de fe. El anhelo y deseo de estar y ser dramáticamente activos es prueba de nuestro infantilismo religioso; es un exhibicionismo que se presenta de manera común entre los párvulos de la guardería infantil.

Tomado y adaptado del libro La raíz de los justos, A. W. Tozer, Editorial Clie, 1994. Usado con permiso. Todos los derechos reservados.