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De la adoración a la misión

De la adoración a la misión

por Samuel Escobar

En la historia de obra misionera cristiana hay momentos de avance y momentos de retroceso. Los momentos de avance surgen siempre cuando en la iglesia hay vitalidad espiritual. Los grandes avivamientos espirituales se caracterizan por un redescubrimiento del poder de Dios, un sentido renovado de su grandeza y santidad y el impulso misionero a llevar el Evangelio a quienes todavía no lo conocen.

En la historia de veinte siglos de obra misionera cristiana hay momentos de avance y momentos de retroceso. Los momentos de avance surgen siempre cuando en la iglesia hay vitalidad espiritual. Los grandes avivamientos espirituales se caracterizan por un redescubrimiento del poder de Dios, un sentido renovado de su grandeza y santidad, la transformación moral en la vida de los cristianos y el impulso misionero a llevar el Evangelio a quienes todavía no lo conocen. Eso es lo sustantivo de los verdaderos avivamientos. Los desbordes emocionales y los cambios de género musical o estilo de comunicación son adjetivos.

La misión cristiana no es una simple empresa humana. No es únicamente un plan que nace en la imaginación afiebrada de algún entusiasta religioso. Es Dios por su Espíritu quien impulsa el avance evangelizador de la Iglesia por el mundo; es una iniciativa de Dios a la cual el discípulo se suma en obediencia gozosa. Así lo vemos a lo largo de las páginas de la Biblia por las cuales haremos un breve recorrido antes de sentar los principios resultantes.



En la Gran Comisión

Los cuatro evangelistas nos ofrecen una versión de la forma en que Jesús comisionó a los discípulos luego de su resurrección. La versión más conocida y explícita, y que sirvió como inspiración al desarrollo de las misiones protestantes modernas, es la de Mateo. Este evangelista relata que los discípulos cuando vieron a Jesús resucitado «lo adoraron», y que el Maestro entonces les dio sus instrucciones finales: «Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra. Por tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes. Y les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo.» (Mt 28.18–20) La autoridad para enviar la ha recibido el Maestro que murió y que ha resucitado. Es una autoridad que no se limita a la Tierra en la que se da la acción misionera, sino al universo entero. Los discípulos enviados son los que han reconocido al Señor resucitado y le han adorado.

Los relatos de Lucas y Juan destacan además el gozo de los discípulos al reconocer al Señor y adorarlo en el momento de recibir la comisión. Lucas insiste de varias maneras en que los discípulos enviados han comprendido de manera nueva las promesas de Dios porque Jesús «les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras» (Lc 24.45, comparar con 27 y 32). Luego de recibir la comisión, narra Lucas, «Ellos, entonces, lo adoraron y luego regresaron a Jerusalén con alegría» (24.52).

La versión de Juan, al igual que la de Lucas, hace referencia también a que Jesús mostró a los discípulos las señales de su sufrimiento en la cruz y les dio evidencias de su resurrección. Jesús se les aparece en forma inesperada y los saluda: «¡La paz sea con ustedes! Dicho esto les mostró las manos y el costado. Al ver al Señor los discípulos se alegraron» (Jn 20.19–20). Esta conjunción de sufrimiento, triunfo y alegría reaparece en el relato de Hechos de los Apóstoles. Los apóstoles, es decir los misioneros, han tenido una confrontación más con las autoridades de Jerusalén y han recibido azotes. Entonces, el narrador comenta: «Así pues los Apóstoles salieron del Consejo llenos de gozo por haber sido considerados dignos de sufrir afrentas por causa del Nombre». (Hch 5.41) No podemos contemplar la obra de Cristo en la cruz ni experimentar el poder de su resurrección sin ser movidos a la adoración reverente, gozosa. De ella brota la acción misionera y la persecución no logra amedrentarla.



En el Antiguo Testamento

Esta secuencia de encuentro con el Señor, sorpresa y alegría que precede al cumplimiento de las órdenes de Aquél que envía a los misioneros está arraigada en el modelo del Antiguo Testamento. Moisés, Elías, e Isaías son siervos que, antes de poder llevar la Palabra de Dios al pueblo, tienen un «encuentro con Dios», es decir, una experiencia profunda de adoración seguida de la purificación que viene de ese encuentro con el Dios de santidad. Moisés en el libro de Éxodo escucha la comisión divina luego del encuentro con Dios en el episodio de la zarza ardiente. En este instante sagrado, en esta experiencia de contemplación, Moisés tiene que quitarse las sandalias en señal de respeto y sumisión. El Dios que lo envía, afirma primero su poder manifestado en medio de la historia: «Yo soy el Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob». ¿Qué ha de hacer el futuro misionero en este trance? «Entonces Moisés cubrió su rostro porque tuvo miedo de mirar a Dios.» (Éx 3.6)

Isaías cuenta su propia experiencia con elocuencia en el capítulo 6 de su libro, un pasaje ampliamente conocido que ha sido paradigma de la espiritualidad misionera a lo largo de los siglos. Las imágenes del relato de la visión comunican la grandeza y santidad del Dios que envía: «Vi al Señor sentado sobre un trono muy alto; el borde de su manto llenaba el templo. Unos seres como de fuego estaban por encima de él» (Is 6.1–2 DHH). Comunican también el sobrecogimiento del profeta: «Pensé ¡Ay de mí, voy a morir! He visto con mis ojos al Rey, al Señor todopoderoso; yo que soy un hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo de labios impuros» (v. 5). El profeta es enviado en ese contexto de adoración en el cual contempla la gloria de Dios y una brasa de fuego santo quema sus labios. Lo resume bien la «Canción del testigo» de los Focolari:

Tu Palabra es una carga que mi espalda dobló, Es fuego tu mensaje que mi lengua quemó.


Déjate quemar si quieres alumbrar No temas, ¡contigo estoy!



En la práctica de la Iglesia primitiva

Volviendo al relato de la misión en el libro de Hechos, en los capítulos iniciales se nos ofrece dos descripciones didácticamente resumidas acerca de la vida diaria de la Iglesia de Jerusalén: su experiencia de vida comunitaria, la solidaridad con los necesitados, los milagros y señales (Hch 2.41–47 y 4.32–35). Ambos pasajes comunican la idea de un impacto sobre la población en el cual aunque hay acciones humanas concretas, Dios tiene la iniciativa. Así «cada día el Señor hacía crecer la comunidad con el número de los que él iba llamando a la salvación» (2.47 DHH) y «los apóstoles seguían dando un poderoso testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y Dios los bendecía mucho a todos» (4.33 DHH). En ambos casos se destaca la atmósfera de culto, adoración, reverencia y obediencia a Dios que caracterizaban la nueva vida de esos creyentes, unidos en una comunidad de propósito y acción. También en ambos casos se destaca la nota de alegría y entusiasmo gozoso.

En el caso de la gran iglesia misionera de Antioquía, el Señor indica a la iglesia que envíe a Saulo y a Bernabé en un viaje evangelizador que iba a marcar una nueva etapa en la misión. La indicación divina viene precisamente cuando en la Iglesia «estaban celebrando el culto al Señor y ayunando» (Hch. 13:2 DHH). Esta versión, Dios habla hoy, ha traducido de manera más comprensible lo que dice el original. El verbo puede referirse tanto a toda la congregación como al grupo de profetas y maestros que se mencionan por nombre, pero el hecho es que el ámbito del envío misionero es el culto, la adoración a Dios, la práctica de la espiritualidad.



En la enseñanza apostólica

No sólo en su práctica el apóstol Pablo tenía una evangelización que partía de la adoración, sino que en su enseñanza insiste en la iniciativa divina. En el famoso pasaje sobre la reconciliación, en el cual habla de los predicadores del Evangelio como «embajadores de Jesucristo», y de la obra poderosa que Cristo está operando, haciendo nuevas todas la cosas, afirma con claridad: «Todo esto proviene de Dios, quien por medio de Cristo nos reconcilió consigo mismo, y nos dio el ministerio de la reconciliación» (2 Co 5.11–21). Es decir, todo esto proviene de Dios y los misioneros son sólo siervos de ese propósito salvador de Dios que los mueve, los constriñe, los sostiene.

En realidad, a partir del capítulo 3 de esta Segunda Epístola a los Corintios el texto está empapado de una nota de reverencia y adoración al Señor que precede a la acción del ministro de Dios, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Pacto. Bien lo resume el texto de la versión Dios habla hoy: «Por eso, sabiendo que al Señor hay que tenerle reverencia, procuramos convencer a los hombres» (2 Co 5.11 DHH). En este texto de rica significación misiológica Pablo retoma los elementos que habíamos visto en los relatos de la Gran Comisión en los Evangelios: el sufrimiento, el triunfo de Cristo, la adoración rendida y la comisión al servicio. Es aquí que Pablo usa una expresión que comunica bien la admisión de precariedad por parte del misionero, junto a la sublimidad de la tarea en que está embarcado: «tenemos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros» (2 Co. 7).

El misionero aquí parece empeñado en comunicar la fragilidad, la flaqueza, la precariedad de los instrumentos humanos que Dios usa (2 Co 4.7–12). El contexto de la Epístola muestra que quien recibe esta carta era una iglesia rica que se preciaba de tener grandes predicadores y que disponía de medios económicos más abundantes que las iglesias pobres como las de Macedonia (8.1–7). Pero era una iglesia que necesitaba recuperar un sentido de adoración y santidad y una unidad de propósito para realizar su misión. Pablo por ello insiste en la debilidad de los instrumentos humanos que permite recordar la precedencia del poder divino, porque la verdadera tarea misionera es, humanamente hablando, imposible: «¿quién es competente para semejante tarea?» (2.16). Lleva a la humilde confesión: «No es que nos consideremos competentes en nosotros mismos. Nuestra capacidad viene de Dios.» (3.5)



Algunos principios básicos

Teniendo en cuenta el fundamento bíblico y también las experiencias de la historia cristiana de estos veinte siglos, podemos formular algunos principios que han de servirnos como guía.



Una misión auténtica brota de la adoración.

El Evangelio, que es el mensaje que anuncian los misioneros de Jesucristo, no es invención humana ni es solamente fruto del genio religioso de un pueblo. Es en primer lugar Palabra de Dios que viene al hombre. Es la Palabra de un Dios que se manifiesta y revela su propósito para su criatura humana: la ha creado y la quiere salvar. La existencia de Israel como nación y como realidad histórica en el mundo estaba vinculada al propósito de Dios de bendecir a todas las familias de la tierra. El misterio de la elección de uno es para bendición de muchos. El Dios que llamó a Abraham es el que aparece primero activo poniendo orden en el caos y creando al ser humano, estableciendo un pacto con su criatura a la cual llama a la libertad y a la tarea creativa de completar lo que falta hacer en el mundo: «Él habló y todo fue creado, dio una orden y todo quedó firme» (Sal 33.9); «Él es quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. De un solo hombre hizo todas las naciones, para que habitaran toda la tierra; y determinó los períodos de su historia y las fronteras de sus territorios» (Hch 17.25–26).

Dios llama a Abraham y partiendo de esa familia patriarcal forma un pueblo, pero no aparece en la Biblia como una simple deidad tribal al servicio de los intereses de ese pueblo. Aun en medio de las peripecias históricas más difíciles el propósito universal de Dios y el alcance universal de su amor están siempre presentes en la enseñanza bíblica. Los salmos y los profetas son como un comentario a los eventos de la historia del mundo y de Israel que preparan la venida del Mesías. La revelación de Dios culmina cuando él se acerca al ser humano en Jesucristo, Emanuel: Dios con nosotros; un Dios que revela su grandeza en la creación y su santidad en la Ley, los Profetas y Jesucristo. Lo que cabe al ser humano que escucha esa Palabra y le hace caso es la adoración. Esa es la respuesta reverente y gozosa a la verdad de la Palabra que Dios le envía.

Encontrarse con Dios, como lo vemos desde Adán y Enoc hasta Moisés e Isaías, desde Juan el Bautista hasta Pablo y Juan el vidente de Patmos, es más que una operación puramente intelectual. No se trata de acumular conocimientos nuevos como podría hacerlo una computadora. Se trata de un encuentro personal que nos sacude hasta los cimientos; de una relación que nos hace clamar como Pedro: Apártese de mí Señor porque soy hombre pecador (Lc 5.8 DHH); de una relación que nos hace «quitarnos las sandalias» como Moisés, sobrecogidos por esa extraña mezcla de espanto y temor santo que ni siquiera puede ser apropiadamente descrita por el lenguaje humano.

Hay sorpresa y gozo en la adoración cuando capto con vigor renovado el hecho maravilloso de que la muerte en la cruz fue por mí y para mí, y que ella me abre un camino nuevo al Padre. Tratemos de ponernos en el lugar del hijo pródigo que regresa arrepentido, ensayando un discurso que se le queda en la garganta cuando ve al padre que no sólo lo espera sino que corre hacia él con los brazos abiertos. Nos vemos entonces a nosotros mismos y nos sentimos como el publicano que allá atrás en el templo, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo sino que decía «¡Oh Dios, ten compasión de mí que soy pecador!» Entendemos entonces a Jesús que nos dice: «No se alegren de que puedan someter a los espíritus, sino alégrense de que sus nombres están escritos en el cielo» (Lc 10.21).

La misión que brota de esa experiencia es auténtica. Es al calor de una adoración así que afirmamos que «no podemos callar lo que hemos visto y oído» y exclamamos con Pablo «ay de mí si no anuncio el Evangelio». Tal evangelización auténtica es muy diferente de una técnica de ventas que se nos impone por la fuerza, creando en nosotros un sentido de culpa o que nos desafía con las falsas metas de engrandecernos a nosotros mismos, a nuestra denominación, nuestra organización, nuestra para-iglesia, nuestro pequeño imperio.

Cuando como pueblo de Dios hemos experimentado nuestro encuentro con Él, cuando Su palabra nos ha sido expuesta con poder y hemos respondido con el «Amén» de himnos, oraciones, silencios o entusiasmos, es entonces cuando de la manera más natural quisiéramos recorrer cualquier camino para anunciar Su palabra a los otros seres humanos. Es un hecho que los más efectivos y entusiastas evangelizadores y misioneros han sido personas acostumbradas al «encuentro con Dios», poseídas por el gozo de la presencia del Señor, trátese de aquellos que han hecho historia como Agustín de Hipona, Francisco de Asís, Raimundo Lulio, Martín Lutero, Francisco Javier, Juan Wesley, Diego Thomson, Francisco Penzotti, o de aquellos creyentes anónimos, hombres y mujeres que hemos conocido en iglesias y misiones de toda América, África, Asia y Europa —esos discípulos cristianos que saben ganar nuevos discípulos sin aspavientos, sin publicidad, sin buscar gloria para sí ni beneficio económico.



La misión que brota de la adoración da toda la gloria a Dios

Cuando nace de una atmósfera de adoración, la misión cristiana busca ante todo la gloria de Dios. Resultan ilustrativas en el relato del Nuevo Testamento las ocasiones en que los misioneros son tentados a beneficiarse con la devoción religiosa de la gente. Así por ejemplo, en el caso de Pedro, el gozo de la nueva fe o el entusiasmo religioso lleva a un centurión a tirarse a sus pies y «rendirle homenaje». Pedro responde de inmediato: «Ponte de pie que sólo soy un hombre como tú» (Hch 10.25–26). En el caso de Pablo y Bernabé en Listra, una multitud entusiasmada quería ofrecerles sacrificios y los apóstoles poseídos de un furor reverente gritaron: «Señores, ¿por qué hacen esto? Nosotros también somos hombres mortales como ustedes» (Hch 14.14–15). Esta prontitud en la reacción refleja el celo por la gloria de Dios que marca al verdadero creyente. Es ese celo que nace, se expresa y crece en la verdadera adoración.

El peligro de una obra misionera que no nace de la adoración es que se torna empresa puramente humana para dar gloria a los hombres, para vender metodologías, para mercadear libros y casetes, para dar trabajo a los especialistas en estadísticas. Entonces la misión deja de ser esa empresa en la cual el gozo, la sorpresa y la expectativa inundan al pueblo de Dios. Circulan por el mundo muchos proyectos de misión o evangelización que son más bien operaciones casi comerciales, que se pueden hacer con frialdad profesional, que se pueden reducir a técnicas tan precisas que ni siquiera hace falta que actúe el Espíritu Santo.

La lección de Isaías, en su encuentro con Dios al cual hicimos referencia antes, es que los labios del evangelista han de ser purificados, y podemos decir que esa purificación no sólo alcanza las palabras sino las intenciones o motivos que hay detrás de ellas. Pablo insiste en su motivación: «Hablamos como hombres a quienes Dios aprobó y les confió el Evangelio: no tratamos de agradar a la gente sino a Dios, que examina nuestro corazón.» (1 Ts 2.4)

Un recorrido por la historia de las misiones muestra cómo cambiaron los modelos de misión a partir de la experiencia constantiniana, es decir, del momento en que la iglesia cristiana se puso al servicio del estado romano por obra de Constantino. Empezaron a depender no del poder de la iniciativa divina sino del poder militar, económico o tecnológico. La misión realizada desde una posición de fuerza humana y de privilegio, es decir «la misión desde arriba», sólo puede purificarse por un constante ejercicio espiritual en el cual el misionero o misionera se hacen vulnerables como Pablo escribiendo a los corintios. Ello ha sido posible cuando ha habido una disposición a la inculturación, a vivir en medio de aquellos a quienes se sirve y compartir su condición humana lo más plenamente posible. Siglo tras siglo ha habido misioneros que han logrado superar la tentación imperialista a depender del poder humano y no del poder de la cruz. Pero lamentablemente siglo tras siglo ha habido también misioneros que han convertido la misión cristiana en una empresa imperial puramente humana.



La Misión que brota de la adoración tiene resultados permanentes

Pasar de las tinieblas a la luz es algo imposible para los seres humanos. Sólo es posible cuando el Espíritu de Dios actúa poderosamente. «Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» dijo Jesús (Lc 18.26–27). Pablo escribe en términos inconfundibles sobre aquellos que todavía no creen en el Evangelio: «el dios de este mundo los ha hecho ciegos de entendimiento, para que no vean la brillante luz del Evangelio del Cristo glorioso, imagen viva de Dios» (2 Co 4.4 DHH). Y líneas más abajo nos dice que todo el poder del Dios creador que mandó que la luz brotara de la oscuridad es necesario para que la luz de Jesucristo brote en nuestro corazón y podamos conocer a Dios. Evangelizar es pues comunicar este mensaje en el poder del Espíritu Santo, en la esperanza de que Dios actúe con poder y salve. Es decir, es algo muy diferente de vender enciclopedias o convencer a la gente para que se haga miembro de un club. Por eso es que sólo puede hacerse desde una atmósfera de profunda adoración.

El proselitismo superficial que conmueve masas en un estadio o teatro, o que las entretiene en conciertos de rock evangélico no siempre termina en la aparición de discípulos auténticos, que se hacen miembros de una iglesia local y que muestran las marcas de la nueva vida en Cristo. Por la misma razón, la evangelización en el contexto de la iglesia local, donde el evangelizado ve seres humanos como él, que encarnan la vida nueva en medio de las luchas propias de la vida cotidiana, tiene efecto más duradero, se presta menos al engaño y la superficialidad. Y por ello mismo es evangelización que brota de la adoración, del culto, en el cual, como el pueblo de Dios con el salmista, respondemos a Dios con toda nuestra vida. Ello nos obliga a ser mas honestos en la predicación y a confiar más en el poder y los recursos de Dios que en nuestros propios recursos humanos.

Por estas razones, en el caso de la misión transcultural la autenticidad misionera es una empresa a largo plazo. Llegar a conocer a las personas, entender una cultura diferente de la propia, dominar el idioma al punto que se llegue a captar las sutilezas de la conversación coloquial que es la que la gente usa cuando habla con el corazón en la mano, son todas habilidades que requieren tiempo y ciencia. Requiere una inmersión voluntaria y humilde en el mundo del otro para la cual el vocabulario especializado usa la palabra «inculturación». La idea nos remite, sin embargo, al hecho central de la fe cristiana: que en Cristo Jesús Dios se hizo humano, escogió hacerse como uno de nosotros. La palabra clásica del vocabulario cristiano es «encarnación».

Sólo la fe en Dios y la certeza de su llamado sostiene al misionero en los difíciles momentos iniciales de adaptación cultural y en la larga tarea de caminar lado a lado con los discípulos de Cristo en otra cultura. Hoy hay iglesias cristianas en casi todos los rincones del mundo. Es interesante comprobar que en los orígenes de aquellas que han persistido y viven su llamado misionero siempre vamos a encontrar pioneros que se inculturaron y sembraron allí la semilla del Evangelio. Fueron hombres y mujeres poseídos de una clara conciencia de la santidad de Dios, cuya vida misionera partía de un acto continuo de adoración. Y su forma de vivir y servir estaba modelada por el ejemplo de Jesucristo. Eran misioneros y misioneras que seguían en los pasos del Jesús a quien adoraban.



Ideas básicas de este artículo

  • La misión cristiana es iniciativa divina a la cual el discípulo se suma en obediencia gozosa.
  • El testimonio de la Gran Comisión en los cuatro evangelios y los Hechos de los Apóstoles da evidencia de que la acción misionera brota de la adoración que nace de contemplar la obra de Cristo en la cruz y experimentar el poder de su resurrección.
  • El modelo misionero del Antiguo Testamento demuestra que los siervos antes de poder llevar la Palabra de Dios al pueblo tienen su experiencia profunda de adoración seguida de la purificación que viene de ese encuentro con el Dios de santidad.
  • La experiencia de la iglesia primitiva destaca la atmósfera de culto, adoración, reverencia y obediencia a Dios. También destaca la nota de alegría y entusiasmo gozoso.
  • Según la enseñanza apostólica se necesita un sentido de adoración y santidad y una unidad de propósito para que la iglesia realice su misión.
  • Los principios básicos de la misión se resumen en que la misión auténtica brota de la adoración y como consecuencia da gloria a Dios y tiene resultados permanentes.


  • Preguntas para pensar y dialogar

  • ¿Cuáles son los elementos que caracterizan a los grandes avivamientos espirituales?
  • ¿Cómo define el autor la misión cristiana?
  • Escriba cuáles son los principios básicos de la misión auténtica
  • ¿Su iglesia basa el ejercicio de la misión en estos principios? Explique.
  • ¿Qué aspectos específicos debe corregir su iglesia para realizar una misiología auténtica?
  • ¿Qué pasos específicos debería dar su iglesia para basarse cien por ciento en los principios básicos de la misión auténtica?
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