«Martes… ni te cases ni te embarques»
por Harold Segura C.
A través de los años la fe cristiana evangélica en general ha considerado la superstición y sus prácticas como una deformación de la auténtica y sana fe o como una manifestación evidente de sincretismo religioso que refleja la carencia de una espiritualidad sólida y bien fundamentada.
Fe, evangelio y superstición
Ya desde los inicios del protestantismo en el siglo dieciséis, los reformadores se pronunciaron con radicalidad y no le dieron poca importancia a la contención en contra de las prácticas supersticiosas que, según ellos, atentaban contra la pureza de la fe. Martín Lutero, el reconocido reformador alemán, escribía y predicaba en contra de las indulgencias, de las peregrinaciones, del culto a las reliquias y de otras prácticas que en su tiempo fomentaban la superstición. Decía Lutero: «Se trata de algo que no tiene nada que ver con la Palabra de Dios, que no está mandado ni aconsejado; totalmente innecesario e inútil» (1) . Sobre todo, la Reforma fue renuente a aceptar algunas prácticas sacramentales que habían degenerado en simple superstición. Juan Calvino, el reformador francés, escribiendo acerca del tema, usaba los términos «profanación sacramental» para hablar acerca de esa mezcla indebida entre ceremonia cristiana y superstición. Calvino afirmaba: «Porque sea que unos se desvanezcan en sus supersticiones, o que otros a sabiendas maliciosamente se aparten de Dios, todos degeneran y se alejan del verdadero conocimiento de Dios» (2).
Este rechazo a toda forma de superstición ha estado ligado al principio evangélico de conservar el depósito de la fe conforme a las enseñanzas de la Biblia. En las Escrituras se advierte en contra del ocultismo, de la magia, de la adivinación y de toda otra práctica supersticiosa. Estas lo son porque se ponen por encima (3) de la Ley de Dios. «No practiquen la adivinación ni los sortilegios», enseña el libro de Levítico. (4) Y en Deuteronomio se lee: «Nadie entre los tuyos deberá sacrificar a su hijo o hija en el fuego; ni practicar adivinación, brujería o hechicería; ni hacer conjuros, servir de médium espiritista o consultar a los muertos» (Dt 18.10, 11). El apego estricto a las Escrituras es el argumento principal que se esgrime en las iglesias evangélicas a la hora de dar razones.
Hasta aquí nos hemos referido a la historia del protestantismo clásico en el siglo dieciséis y a lo que enseña la Biblia acerca del tema. Pasemos ahora a decir algo acerca de la situación particular de América Latina y de su religiosidad sincretista e imprecisa. El sociólogo uruguayo Carlos Rama, dice que la religiosidad latinoamericana «es un subproducto de la conquista militar de los siglos quince al diecisiete por los españoles y portugueses, que derrocaron pero no destruyeron totalmente las viejas costumbres indígenas, e incluso no quebraron siempre las de los esclavos negros traídos del continente africano» (5) . He ahí nuestra conocida realidad religiosa marcada por la mezcla indiscriminada de creencias y por una fe complaciente y flexible.
En nuestra tierra florece la superstición y todo tipo de agüeros con una facilidad inusitada. «El martes trece dice el refrán, ni te cases ni te embarques.» Pero, ¡si fuera sólo el martes! y ¡si fuera sólo el trece! También nos intimida un gato negro que se nos cruce cualquier día, una escalera que debamos pasar por debajo, una mariposa negra que entre en nuestra casa, un salero que se derrame involuntariamente, un espejo que se quiebre por accidente o que alguien se acerque a barrernos los pies. …Esto último puede dejarnos solteros o solteras de por vida, dice el agüero.
Desde esta perspectiva de análisis, la superstición es una clara muestra de un cristianismo deformado. La Iglesia Católica, por ejemplo, también observa que el fenómeno supersticioso tiene raíces en la falta de una apropiada catequesis y en la carencia de una adecuada pastoral. Así lo expresa la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, en Puebla. Dice el documento:
La religión popular latinoamericana sufre, desde hace tiempo, por el divorcio entre élites y pueblo. Eso significa que le falta educación, catequesis y dinamismo, debido a la carencia de una adecuada pastoral. Los aspectos negativos son de diverso origen: De tipo ancestral: superstición, magia, fatalismo, idolatría del poder, fetichismo y ritualismo. Por la deformación de la catequesis: arcaísmo estático, falta de información e ignorancia, reinterpretación sincretista, reduccionismo de la fe a un mero contrato en la relación con Dios (6).
El protestantismo latinoamericano, desde su ingreso formal a mediados del siglo diecinueve, ha insistido en la necesidad de depurar la fe cristiana y de procurar un seguimiento de Cristo más auténtico, más radical y más bíblico. En ese intento se han tenido aciertos, pero también, es justo reconocerlo, desaciertos infortunados. Por ejemplo, en el esfuerzo por desterrar el cristianismo nominal nos hemos enfrentado con el catolicismo y hemos ahondado nuestras diferencias. Se nos ha pasado el tiempo ya más de siglo y medio entre mutuas acusaciones e innumerables prevenciones. El tema de la superstición ha estado en el centro de la polémica. Ha sido lamentable la ausencia de diálogo respetuoso y de empatía interconfesional. Hemos faltado al respeto (y esa, obviamente, es una opinión personal) al juzgar como supersticiosa toda la simbología litúrgica del catolicismo o al declarar idolátrica toda su iconografía.
Por su parte, el protestantismo ha sido acusado en este punto por algunos católicos de supersticioso por usar la Biblia como remedio infalible para todos los males. También la oración de sanidad, la entrega de los diezmos y el exorcismo de demonios no se han escapado de igual acusación. Voltaire, el enciclopedista francés, ya observaba esta conducta de mutuas acusaciones entre las confesiones religiosas alrededor del tema de la superstición. Decía:
El arzobispo de Canterbury pretende que el de París es supersticioso; y los presbiterianos formulan idéntico reproche contra Su Gracia de Canterbury, y son a su vez motejados de supersticiosos por los cuáqueros, quienes resultan ser los más supersticiosos de los hombres a los ojos de otros cristianos. (7)
Y entre acusación y acusación, se dejaba al margen la autocrítica y la fe perdía su pureza radical. Detengámonos aquí: si la superstición, como afirman los sociólogos, es un fenómeno universal de la experiencia humana, de poco sirven las acusaciones simplificadoras para tratar de superarlo. Lo que sí podría servir, y efectivamente ha servido en el transcurso de la historia de la fe cristiana es una mirada autocrítica hacia nuestras prácticas y creencias en procura de un seguimiento más sincero de Jesús y de una fe más fiel a las Escrituras. En palabras de Juan, se trata de que no demos por sentado que todo cuanto hacemos y creemos es puro, sano y verdadero, sino de probar con suma reverencia todos los «espíritus para probar si son de Dios» (1 Jn 4.1).
La superstición, entonces, debería dejar de ser tratada como un fenómeno externo a la fe evangélica. El acercamiento debería ser más honesto y autocrítico, al mismo tiempo que más amplio e integral. Si así fuera, nos expondríamos, quizá, a una sorpresa: la de comprobar que también en nuestras filas evangélicas se sufre de los embates de la superstición… ¡y de qué manera! Si bien es cierto que nos hemos distanciado de algunas de las supercherías más populares (la mariposa negra o el espejo quebrado, por ejemplo), nos hemos acercado sin miramiento alguno a prácticas no menos supersticiosas y, por lo tanto, distantes del evangelio que decimos profesar.
Con honestidad debemos encarar, por ejemplo, el renacimiento del viejo animismo que se esconde tras dudosas prácticas de guerra espiritual; el nuevo iluminismo velado en ciertas «oraciones de poder»; la magia popular, ahora pregonada en supuestos cultos de avivamiento; el materialismo desbordante «que también es profundamente supersticioso» que se nos ofrece a través de la llamada «teología de la prosperidad»; en fin, paganismo encubierto con careta de santidad.
Las iglesias evangélicas hemos afirmado la necesidad de una fe cristiana auténtica, fiel a las enseñanzas de las Escrituras, obediente al modelo de Jesús y encauzada al Reino de Dios y su justicia. Pilares estos que no deberían dejar lugar a la fe supersticiosa, ni a la religiosidad ingenua. Fe que en esta perspectiva, es compromiso de vida y búsqueda de verdadera humanidad, conforme al prototipo de Cristo quien es «la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación» (Col 1.15).
Ante el surgimiento de la nueva «religiosidad popular protestante» nuestra mirada debe dirigirse ahora hacia nosotros mismos. La superstición no es más asunto de la otra orilla; ahora también está entre nosotros y nos desafía. Sobre todo, nos reta a re-descubrir el sentido de nuestra fe y el verdadero significado de la confianza en Aquel quien es «nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones» (Sal 46.1). La pregunta es, entonces, ¿en quién está nuestra confianza y a quién confiamos nuestros temores?
Si la superstición es, en parte, un mecanismo necesario para la adaptación frente a las múltiples inseguridades e incertidumbres del ser humano, y si se cumple aquello de que «donde el azar y las circunstancias no quedan plenamente controladas por el conocimiento, el hombre tiene mayores probabilidades de recurrir a la magia» (8) , entonces, la fe la auténtica fe ofrece aquello que todos necesitamos: seguridad, paz y estabilidad. Y esto procede de la confianza en Dios quien es el Absoluto y Eterno.
Desde esta perspectiva, el resurgimiento de la superstición dentro y fuera de las iglesias evangélicas es la otra cara del decaimiento de la plena confianza en Dios. Eso es, en otras palabras, lo que está en crisis: la fe sencilla. Y eso es lo que se nos llama a recuperar.
«Diré yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío: mi Dios en quien confiaré»
Ideas básicas del artículo
Preguntas para pensar y dialogar
NOTAS
- (1) LUTERO, Martin. Lutero, obras. (Edición preparada por Teófanes Egido). Salamanca: Sígueme, 1977. p. 340.
- (2) CALVINO, Juan. Instituciones de la religión cristiana. Barcelona: FELIRE, 1994 (4ª. Ed.). p. 10.
- (3) La palabra superstición procede del latín super, «sobre» y stare, «ponerse en pie». Una superstición es una práctica o creencia que se juzga como «estando por sobre» o yendo más allá de una norma aceptable. (HARRISON, E., BROMILEY, G., y HENRY, C.F.H. Diccionario de Teología. Michigan: T.E.L.L., 1985)
- (4) Levítico 19: 26 (Todas las citas bíblicas son tomadas de la Nueva Versión Internacional NVI)
- (5) RAMA, Carlos. Sociología de América Latina. Barcelona: Ediciones Península, 1976. p. 159.
- (6) III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. (Puebla, # 456.)
- (7) VOLTAIRE. Citado por: JAHODA, Gustav. Psicología de la superstición. Barcelona: Herder, 1979. p. 9.
- (8) JAHOADA, G. Ibid., p. 158