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Manejo de las finanzas

Manejo de las finanzas

por Christopher Shaw

«Hay pocas cosas que hablan con tanta elocuencia acerca de la vida espiritual de una persona como la forma en que utiliza el dinero». Si un observador imparcial se acercara a nosotros en estos tiempos, creo que inevitablemente concluiría que la mayoría del pueblo de Dios es incurablemente mezquino o …

La «montaña humeante». Así se llamaba aquel enorme basurero ubicado en las afueras de la ciudad de Manila. Era, literalmente, un monte de residuos, desperdicios y descartes depositados por millones de habitantes de esta gran ciudad. Mi amigo Claudio, un misionero que servía en las Filipinas, me llevó a visitar el hediondo y repugnante sitio. No a todos les resultaba repulsivo el lugar. Lo que otros habían descartado por considerarlo sin provecho, representaba la esperanza de multitudes de personas que caminaban entre los escombros, buscando elementos para reciclar o comer. De hecho, el basural poseía una población permanente de cuarenta mil personas, instaladas en precarias construcciones en los perímetros de esta montaña que desprendía, día y noche, un maloliente humo producto de un fuego que nunca la consumía.


La escena, representativa de la agonía vivida por miles de millones en condiciones de privación extrema similares a esta, ofrece un testimonio incontrovertible de la falta de igualdad en recursos y oportunidades que se ha instalado en nuestro mundo. En las últimas décadas la distancia entre los ricos y pobres ha aumentado en forma dramática, de manera que los unos son cada vez más opulentos y los otros cada vez más miserables. 


Tal es el mundo en que nos ha tocado vivir. Es un mundo por el cual Dios gime (Sal 12.5) y se presenta en innumerables textos como defensor del pobre, del oprimido, de la viuda y del huérfano (Sal 35.10; 146.6–8). Como embajadores suyos en la tierra, esta preocupación automáticamente se convierte también en carga para su pueblo, a quien el Señor exhorta: «no endurecerás tu corazón ni le cerrarás tu mano a tu hermano pobre» (Dt 15.7). A nosotros ha sido otorgado el privilegio de marcar una diferencia en la vida de quienes están condenados a morir por la indiferencia de sus pares. La iglesia debe, en el nombre de Jesús, dar comida a los hambrientos, bebida a los sedientos, amparo al forastero, ropa al desnudo, ánimo al enfermo y compañía al que está en la cárcel (Mt 25.33–46).


El espacio donde comienza esta magnífica obra de misericordia hacia los oprimidos y olvidados de la tierra es indudablemente en el ordenamiento de las finanzas. Los analistas económicos más astutos están proponiendo como solución lo que para el pueblo de Dios debería ser evidente: la mejoría de la situación de los pobres no se alcanzará con crear más recursos para ellos, pues el planeta es finito y estamos llegando al límite de nuestra capacidad de producción. La mejora se logrará cuando los que más tienen tomen la decisión de vivir con menos. El socorro que esperan los más débiles requiere de un sacrificio por parte de los más fuertes. 


En la iglesia no es posible este sacrificio sin una clara orientación de los líderes. En ningún aspecto de la vida cristiana, sin embargo, es tan notoria la ausencia de lineamientos como en el tema de la administración de los recursos económicos en el reino de los cielos. Muchos dirían que no existe diferencia entre nuestros criterios y las filosofías que tienen esclavizados a millones en la cultura predominante de consumo descontrolado. La perspectiva de las finanzas en gran parte de la Iglesia aún no ha sufrido esa transformación radical que resulta de caminar con uno que «por amor a vosotros se hizo pobre siendo rico, para que vosotros con su pobreza fuerais enriquecidos» (2Co 8.9). La mejor evidencia de lo dramático que puede ser esta transformación lo ofrece esa primera multitud de convertidos, en Hechos 2: «Todos los que habían creído estaban juntos y tenían en común todas las cosas: vendían sus propiedades y sus bienes y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno» (vv. 44–45).


Un escritor contemporáneo, John Blanchard, ha afirmado: «Hay pocas cosas que hablan con tanta elocuencia acerca de la vida espiritual de una persona como la forma en que utiliza el dinero». Si un observador imparcial se acercara a nosotros en estos tiempos, creo que inevitablemente concluiría que la mayoría del pueblo de Dios es incurablemente mezquino o desvergonzadamente ambicioso. Por un lado, están las multitudes de fieles con mentalidad de pobres que no logran sobreponerse a las más miserables muestras de generosidad. Por el otro lado se encuentran quienes pretenden disfrazar de supuesta devoción a Dios sus descaradas ambiciones por aumentar los bienes personales. Ambos proclaman con su fe que sirven a un «dios» pequeño que se muestra indiferente frente al sufrimiento de las masas.


Las finanzas ordenadas según los principios del reino, sin embargo, pueden ser la herramienta que le dan «pies y manos» a la pasión del pueblo de Dios por alcanzar a los afligidos con la gracia de Cristo, el medio para que seamos ricos en buenas obras. Una correcta administración no solamente permitirá que se satisfaga lo inmediato, sino también que se realicen inversiones útiles para dar una participación plena en la extensión del reino entre quienes están en tinieblas. Es nuestra responsabilidad, como líderes, desafiar a nuestras congregaciones a ordenar sus finanzas bajo los principios celestiales, los cuales son radicalmente opuestos a los de este mundo. El orden en las finanzas no es simplemente un asunto de números. Constituye una clara proclama acerca de la clase de personas que somos y quien es el Dios a quien decimos servir.


©Apuntes Pastorales, Volumen XXIII – Número 4, todos los derechos reservados.