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Cuando las dudas invaden

Cuando las dudas invaden

por Alberto Brown

La mayoría de las dudas, he aprendido, tienen poca solidez. En los tiempos de monotonía en el ministerio, trato de recordar que Dios me ha usado en el pasado, y, cuando las cosas comiencen a caminar, El seguramente me usará de nuevo …

Era un domingo por la noche. Luego de terminada la reunión y de haber despedido a la mayoría de la gente, llegué a mi rincón seguro: la oficina pastoral. Habíamos tenido un culto realmente bueno. Varias personas habían entregado sus corazones a Cristo. Con otros habíamos concertado citas para aconsejamiento pastoral, pues querían avanzar en sus vidas personales. Había hablado con varias de estas personas, tratando de ayudarlos para continuar avanzando, pero a esta hora mi mente estaba confusa y cada hueso en mi cuerpo parecía estar doliéndome.


Justo en ese momento alguien golpeó a la puerta. Allí mismo entró Alicia, una de las hermanas que más ayuda prestaba en la congregación. Le pregunté acerca de unas clases de prebautismo que ella, como diaconisa, había dado aquel día. «Había catorce personas en la clase», me dijo entusiasmada. «¡Más personas de las que jamás he tenido!» Y siguió entusiasmada comentando sobre las conversiones, el crecimiento numérico, lo animados que estaban sus alumnos, etcétera. Con sus comentarios ella estaba dando cuenta del florecimiento de la congregación.


La escuché atentamente, reconociendo mentalmente que lo que me decía era verdad. Sin embargo me sentía aturdido y desanimado. Su imagen radiante me hacia sentir más apesadumbrado; no sentía nada del gozo que ella experimentaba. Me quedé sentado, preguntándome si realmente todo esto valía la pena. Aunque no pronuncié ninguna palabra, mi aspecto debe haber comunicado bastante, puesto que Alicia apuró un comentario: «¡Alberto, usted debe estar entusiasmado con todo lo que está ocurriendo!»


Eso bastó para que algo dentro de mí se soltara y perdiera los estribos. «En este momento, lo que quisiera es desaparecer», dije yo, escondiendo mi rostro entre las manos para que no viera mis ojos húmedos.


Pobre Alicia. Su pastor, alguien que ella respetaba, en ese momento debía haberse regocijado junto con ella en las respuestas a la oración y las señales de bendición que Dios había obrado. Y en su lugar, él estaba derrumbándose. Todo lo que ella pudo decir fue: «Oh, pobre pastor», dándome unas palmadas en la espalda y saliendo de la oficina.


¡Válgame! Por muchas semanas, cada vez que la veía, esta hermana encontraba alguna cosa positiva o animadora en cuanto a mi ministerio, para decírmelo. Casi podía sentir que «me perseguía» con comentarios para animarme.


Ese momento de desesperación me asustaba y humillaba. No era la primera vez que experimentaba dudas y sentimientos encontrados dentro de mi vida, pero esta vez los había manifestado. Generalmente puedo controlar la desesperación y las dudas en cuanto a mi propio ministerio, suprimiéndolas de mi propia conciencia, ejercitándome en decisiones de fe, así como también escondiéndolas de los demás. Pero esa erupción de tipo volcánica —probablemente causada por una mezcla de fatiga y tensión— me hizo dar cuenta que no siempre soy un ministro confiado y lleno de fe. Me vi obligado a aceptar algo en cuanto a mi flaqueza como pastor. Aun cuando las cosas andan bien, me puede vencer la incertidumbre.


PREGUNTAS ALARMANTES DEL CORAZON


Uno no precisa estar en el pastorado por mucho tiempo para descubrir que la ordenación no «inmuniza» al pastor contra la duda. A pesar de que sé ciertísimamente que otros pastores luchan con la duda —y aun cuando he descubierto maneras para combatirla— el cuestionamiento y la duda en mi propio corazón a veces me alarman.


Voy a ser franco y sincero. Hay ocasiones en las que estas dudas son básicas, en relación a la propia existencia de Dios o en cuanto a la verdad del Evangelio. Además de la revelación indiscutible de Dios, tengo pruebas tangibles y contundentes sobre El, su amor y su obrar entre nosotros, pero aun así las dudas suelen venir.


En otras ocasiones se centran en el hecho de si soy el tipo de discípulo que Jesús requiere. ¡Hay tantas cosas que están mal en mi vida…! ¿Cómo puedo decir que he abandonado mi anterior forma de vivir y que estoy viviendo una nueva vida? ¿Por qué me cuesta tanto morir y dejar que Cristo viva en mí?


Luego también están los cuestionamientos en cuanto a la guía del Señor: ¿Estoy en el lugar correcto? ¿Estoy haciendo aquello que Dios quiere que haga? ¿Será que mi tiempo aquí ya ha terminado? Si me quedo, ¿estoy aferrándome a un lugar cómodo? Si me voy, ¿estoy escapando de algo? ¿Puedo estar en la voluntad de Dios cuando hay tantos problemas?


Algunas veces la dificultad es la motivación; no estoy seguro de poder cumplir con las responsabilidades del trabajo que está por delante. Algunas veces, francamente, el precio de hacer la voluntad de Dios me parece demasiado alto.


Soy de las personas que no se aferran a una fe ciega, sino que trato de analizar responsablemente mi situación. Ejerzo mi fe, la abrazo y la predico, pero también me siento responsable por realizar decisiones sabias y discernir en el Espíritu los tiempos y ocasiones que como pastor me toca enfrentar. No cauterizo mi mente sino que me siento responsable de usarla. Y precisamente esto último me expone a dudas y preguntas clave.


LOS JARDINES DONDE FLORECE LA DUDA


En un tiempo imaginaba que las dudas simplemente llegaban, y quede vez en cuando estas fases nefastas sólo ocurrían como parte del ritmo de la vida. Las tomaba como parte de la dinámica de vivir. Más tarde llegué a pensar de ellas también como ataques satánicos. El astuto enemigo sabe cómo minar el ejército adversario, sacándole fuerza mediante el debilitamiento de sus convicciones.


Ambos factores son ciertos, pero ahora, unos cuantos años más tarde, veo también otras circunstancias específicas en las que la duda se ve alimentada. Así como en mi jardín puedo permitir que la mala hierba florezca, así también puede haber un ambiente propicio para que las dudas crezcan y echen raíces. Las dudas siempre estarán, así como lo están las malas hierbas en todo jardín. No obstante, el reconocer —y trabajar para evitar— los ambientes que las favorecen nos ayuda a tener la mitad de la batalla ya ganada.


FATIGA


Algunas veces, después de una reunión muy cansadora de una experiencia pastoral difícil, prácticamente no tengo ni fuerzas para bajar de mi automóvil y entrar en casa. Con el motor apagado, quedo allí sentado detrás del volante tratando de recuperar la energía necesaria como para bajar y meterme en cama. ¿Ha experimentado ese grado de fatiga?


Eventualmente entro en la casa, tomo un vaso de leche y permanezco sentado allí en la cocina, apoyando la cabeza en mis manos. Y es en esas ocasiones en que vienen muchas de esas preguntas:


«¿Por qué es que el ministerio es tan pobre? ¿Vale la pena todo esto?»


Cuando logro ir a la cama, muchas veces no puedo conciliar el Sueño. Mi cuerpo está tan cansado que hasta siento molestias, y la cabeza me da vueltas, reviviendo conversaciones, decisiones, proyectos, trabajos y personas difíciles de enfrentar. Cuando eso ocurre, una de las distracciones mentales más fáciles es soñar despierto sobre qué haría si dejara de ser pastor, mientras comienzan a ocurrírseme «sugerencias» para justificar mi renuncia al ministerio.


Muy a menudo mi mente se desliza hacia un estado negativo porque el cansancio me lleva a ver las cosas como una carga. De hecho, en mi caso personal, el cansancio es la causa más común y significativa de mi duda.


PRESION


Cierta medida de presión en el ministerio es inevitable —¡y hasta saludable!— ya que nos motiva. Pero la presión anormal y sostenida comienza a dañar nuestra fortaleza mental, emocional, física y espiritual. Como pastor he visto esto en muchas personas, en cómo las diferentes presiones sostenidas no les permiten crecer, al tiempo en que van «gastándolas» aceleradamente. ¿Por qué hemos de pensar que eso no sucede con nosotros?


No hace mucho tiempo atrás, uno de los líderes de la iglesia me llamó para pedirme que visitara una persona que estaba precisando ayuda. De una forma firme, aunque cariñosa, me rezongó por no haber ido a verla aún. Esa persona sólo podía ser visitada a la noche, por lo qué más tarde busqué en mi agenda para ver cuándo podría haber ido. Descubrí que no había tenido una noche libre en más de dos meses.


Ese descubrimiento me irritó. «¿No se da cuenta de lo mucho que estoy trabajando?», pensé. Pero también me sentí culpable. Culpable de no atender debidamente a mi familia, culpable de no haber visitado a una persona con problemas, y culpable de no estar organizando mi tiempo en forma equilibrada. Otros ministros parecían poder cumplir con sus obligaciones, ¿por qué no podía yo?


También siento una presión desmedida cuando estoy enfermo (o cuando alguien en mi familia lo está), cuando las relaciones con alguna otra persona están tensas (especialmente con mi esposa), cuando el trabajo exige mayor destreza o tiempo del que poseo, cuando las finanzas me preocupan, o cuando tengo incertidumbres en cuanto al futuro.


Cuando los líderes cristianos sentimos este tipo de presión, pensamos que justamente nosotros, precisamente por ser líderes, deberíamos poder tener triunfo sobre ella. Nos predicamos los mensajes a nosotros mismos tratando de redoblar las aplicaciones, pero cuando la presión continúa, la culpa se apodera de nosotros. Entonces nos sentimos como un fracaso. Las dudas comienzan a surgir en cuanto a nuestra fe, nuestro llamado, y la justicia de Dios.


FALTA DE RESULTADOS


Recuerdo un período de quince meses en el que como pastor no vi ni una sola conversión o un bautismo. para empeorar las cosas, estábamos construyendo el templo, lo que agregaba mayor presión para todos. No pude menos que cuestionarme si estábamos haciendo lo correcto. Y entonces venía la pregunta que todo pastor en proceso de construcción experimenta «¿Debemos construir capillas o buscar a los perdidos?»; «¿Está Dios conmigo como líder de la iglesia?»


La falta de resultados tangibles persigue la mente de todo líder. La primera vez que fui junto con otros líderes a ungir a un miembro enfermo con aceite, oramos fervientemente. Poco tiempo después la persona murió. ¡Se imaginan todas las preguntas que asaltaron mi mente…! Las ha experimentado usted también, ¿verdad? «Con el mismo tipo de oración y práctica Otros ministran sanidad. El problema debe estar en mí», pensaba.


En momentos como esos, me siento como un corredor que, sin saberlo, le han atado pesas al cuerpo. Ve la pista delante de él y confía poder correr a cierta velocidad. Pero se encuentra que no puede movilizarse tan rápido como debiera. Su ritmo decae. Se pregunta qué es lo que está mal, y va disminuyendo el paso hasta abandonar la carrera porque no está corriendo bien.


DECISIONES DIFÍCILES


Su hija adolescente le pide que la deje asistir a una fiesta de toda la noche en casa de una amiga. «Todos mis compañeros de clase van a quedarse», ella le ruega. Usted decide que ella debe regresar a casa en un horario razonable. Por varias razones, no se siente tranquilo de dejarla pasar toda la noche fuera de casa. Usted trata de explicarle esas razones y le habla acerca del valor de otro tipo de vida. Ella prorrumpe en llanto y se lamenta de ser «el bicho raro» entre sus compañeros. En momentos como esos es difícil, como padres, mantenerse firmes en la decisión tomada, especialmente cuando uno sabe que ha herido a alguno de sus hijos.


De modo semejante, cuando los pastores toman decisiones impopulares, pueden tener dudas. Tal vez usted haya cambiado el estilo en la adoración, o quitado a un miembro del equipo pastoral, o defendido algún trabajo de remodelación del edificio, o se ha negado a oficiar en la ceremonia nupcial de alguna pareja. Tal vez ha tenido que disciplinar a alguien en situaciones no del todo claras, o ha debido decidir sobre la aceptación de un nuevo miembro divorciado. Esas decisiones bendicen a unos y duelen a otros.


Algunas veces son los miembros más ancianos, más fieles, los que son afectados por las decisiones. En momentos así no seria de extrañarse que un pastor pensara: «He estado aquí solamente dos años, y estoy disgustando a personas que han sostenido a esta iglesia a través de varias décadas. ¿Está bien que yo les haga esto a ellos?» «En tres meses estoy tomando medidas que creo necesarias, pero se me está desarmando la iglesia. ¿Estoy en la senda correcta o me falta sentido de misericordia?»; «¿Debo volver atrás?»; «¿Estoy a tiempo para hacerlo?»


La herida emocional causada a las personas puede parecer más real y acuciante en aquel momento que la guía previa del Señor.


ANTÍDOTOS PARA LA DUDA


¿Es que debemos aprender a vivir con la duda, o es que podemos, de hecho, abordarla y prescindir de ella? Creo que la respuesta a ambas preguntas es «Sí». Mientras no sea perfecto —y mientras mi fe no sea perfecta— habrá alguna duda.


Al mismo tiempo, no acepto que mi vida se vea regida por la duda. Si nado en el mar, no puedo evitar que las olas me peguen, pero no por eso, provocarán que me ahogue. Si me toca cruzar el río nadar directamente en contra de la corriente, esta no me dejará tranquilo. Sin embargo, no importa a dónde va la corriente del río; lo importante es hacia dónde debo nadar.


Hay varios antídotos a la duda. aquí algunos que me han ayudado.


CONTROLAR MI AGENDA


En primer lugar, he aprendido que cuando soy disciplinado, disminuyo en mucho las oportunidades para que la duda se arraigue. A los latinos nos cuesta respetar una orden, pero he descubierto que no se trata de una mera «modalidad» cultural sino de una «carencia» cultural.


Si permito que las cosas simplemente sucedan, pues comienzan a suceder, y generalmente mal. Otras personas comienzan a imponerme sus prioridades y mi carga llega a ser más pesada de lo que en realidad puedo soportar.


Están aquellas cosas que preciso hacer cada semana, sin escapatoria alguna, como asistir y hacer mi parte en las reuniones regulares de la iglesia, estudiar mis sermones, preparar o buscar materiales de apoyo para otros, hacer las visitas necesarias y supervisar a los otros líderes. Si a todo esto le agregamos las emergencias inesperadas —aun cuando sean genuinas— el resultado es que estoy tenso, agotado y débil. Bajo estas circunstancias la duda sobreviene y me incapacita.


Si estuviera organizando un viaje para la iglesia en autobús, sería tonto de mi parte no saber la capacidad del vehículo. Podría ocurrir que ochenta personas tuvieran que arreglárselas para viajar en un autobús con capacidad para cuarenta. Igualmente tonto sería de mi parte el mantener una agenda semanal totalmente abierta. Para mí, el controlarme ha significado tener que cortar de mi agenda una serie de cosas que no debo hacer. He aprendido a decir: «Lo siento. Realmente mi agenda no me lo permite». Estoy tan ocupado como antes, pero estoy ocupándome de las cosas que debo ocuparme. Cada vez estoy logrando mayor eficacia y satisfacción en el ministerio, y siento con mayor frecuencia que estoy bien con Dios. Como parte de esta disciplina, trato de equilibrar mi agenda entre aquellos ministerios que exigen junto con aquellos que recompensan. Cuando las ocupaciones aumentan, me siento tentado a cortar los elementos más fáciles, pero eso sólo deja el lado difícil del trabajo, lo que me desgasta, y pronto eso me tira abajo. Es por eso que a medida que el número de casos difíciles aumenta, trato de arreglar visitas, encuentros con personas o grupos con quienes puedo relajarme, reír y gozarme en los frutos del ministerio.


QUITAR EL CENTRO DE ATENCION DE MÍ MISMO


Muchas veces comienzo a dudar porque estoy preocupado conmigo mismo (mi imagen, mi actuación, mis resultados, etc.). Me preocupo demasiado con detalles tales como no cometer errores y que el liderazgo en mi iglesia sea bien recibido. Cuando yo soy el centro de mi ministerio, la duda nunca deja de estar lejos.


Por el contrario, cuanto más quito los ojos de mí mismo, menos dudas tengo. Por esta causa, me esfuerzo en recordarme regularmente cuán grandioso, esencial e imprescindible es Dios para el ministerio, y lo secundario que soy yo. La iglesia es suya, y no pertenece ni es administrada por otros, aun incluyendo aquellos que han servido en ella por muchos años. Algunas veces los planes de Dios entrarán en conflicto con nuestros planes, y tal vez yo tenga que ser el siervo que reciba los impactos de sus golpes.


Claro que ese no es un lugar lindo para estar. De seguro que Moisés no disfrutó para nada el tener que conducir al pueblo fuera de Egipto, especialmente cuando se lo criticó constantemente. El pueblo le dijo que preferían ser esclavos en Egipto, pero fue la voluntad de Dios que él los condujera a la Tierra Prometida. El debió obedecer a Dios sin importar el precio, dejando en las manos de Dios el ajuste del negativismo de la gente.


Del mismo modo, hay cosas más importantes que la reputación de mi ministerio. El hacer la voluntad de Dios es primordial.


ESCUCHAR LO QUE OTROS EXPERIMENTAN, … OBJETIVAMENTE


Cuando sucedió aquel desborde frente a Alicia en mi oficina, sintiéndome un fracaso y dudando que algo bueno estuviera sucediendo, prácticamente fui el único en la iglesia que lo sentía así. Otros estaban llenos de entusiasmo por la iglesia, no solamente Alicia. Y ese tipo de cosas me han sucedido más de una vez. He aprendido, por lo tanto, que si voy a tener victoria sobre la duda, debo prestar atención a la evaluación que otros hacen de mi ministerio, especialmente la de aquellos que son objetivos.


Solo doy importancia a las opiniones de aquellos a quienes respeto, cuyos pareceres en el pasado fueron acertados. Y desafío la crítica si sospecho que no tiene base.


Por ejemplo, en una oportunidad alguien me susurró al oído: «Las personas están diciendo… » y procedió a describir la crítica. «Me estaba haciendo un favor —me dijo— haciéndome saber el mar de fondo de la opinión popular».


Al momento me quejé en mi interior, al saber que eso se estaba diciendo entre la gente. Pero instantes después, basado en la experiencia con este hombre, le pregunté: «Exactamente, ¿cuántos están diciendo esto?» Me miró algo turbado y no quiso responder: Insistí en la pregunta.


«Bueno, Felipe y Norma», contestó.


Debemos escuchar pacientemente toda opinión que se nos da en cuanto al ministerio. Pero algunas opiniones son dignas de mayor respeto que otras.


PERSEVERAR


Aquellos quince meses que mencioné en los cuales estuvimos sin ver una sola conversión o bautismo fueron muy duros para mí. Pero los atravesé, y fueron seguidos de quince meses de una bendición asombrosa. Muchas más personas llegaron a la fe en ese momento que en varios años que precedieron a dicho momento. La duda no tenía base. Por lo que he aprendido que algunas veces debo simplemente analizar las cosas y esperar, y no rendirme ante la duda. En esos quince meses busqué, analicé y reflexioné sobre respuestas, pero mientras no estuviera convencido de algo distinto, continué perseverando en lo que creía era mi ministerio.


Cierta vez cuando enfermé y las dudas invadieron mi mente, no podía hacer otra cosa sino continuar. Dios parecía estar muy lejano. No podía hacer todo el trabajo para el cual El me había llamado, pero tampoco podía cambiar mis circunstancias. Solo podía esperar que la sanidad tuviera lugar. Pasado el tiempo me recuperé, y a medida que continué adelantando con el trabajo, descubrí que estaba siendo usado en un nuevo ministerio. Una vez más mis dudas resultaron vacías.


La mayoría de las dudas, he aprendido, tienen la solidez de un muñeco de nieve. En los tiempos de monotonía e inactividad en el ministerio, trato de recordar que Dios me ha usado en el pasado, y, cuando las cosas comiencen a caminar, El seguramente me usará de nuevo. Mientras tanto, con su ayuda, persevero.


LA DUDA NO ES EL PECADO IMPERDONABLE


No es posible, claro está, borrar toda duda. Y me reconforta de alguna manera saber que en el análisis final, la duda no sería un pecado tan grande. Después de todo, hay personas que no dudan, que conocen bien la voluntad de Dios, y que sin embargo viven en clara desobediencia. Prefiero encontrarme en el grupo de los que están plagados de dudas, pero que tratan de permanecer abiertos y fieles a Dios. Me anima el ejemplo de aquella persona a quien Jesús reprendió con dulzura, «¿Por qué dudaste?»


No; Pedro no encontró nada fácil la fe, y sin embargo terminó liderando la Iglesia primitiva. Si Jesús puede hacer eso con él, de alguna manera puede usarme a mí también.


© Leadership. 1990.  Usado con permiso. Adaptado por Desarrollo Cristiano Internacional. © Apuntes Pastorales, XV-1, todos los derechos reservados.