Ni balas, ni vomitos
por Nancy Bedford
El diálogo con las generaciones bajo nuestro cuidado nos permite redescubrir y entender de mejor forma los contenidos mismos de nuestra esperanza.
Por la mañana, temprano, antes de salir para la escuela, mientras la ayudo a mi hija Carolina a ponerse la crema de enjuague en el cabello, sale el tema de la resurrección:
– Mami, cuando nos morimos y después Dios haga que vivamos otra vez, ¿voy a ser una nena o una persona grande?- No vas a ser ni una nena ni una persona grande.- ¿Cómo? ¿No voy a existir?- Sí, vas a existir, pero me imagino que la forma de ser que tengamos allá va a combinar lo mejor de las distintas etapas. En realidad no sé si vas a ser una nena o una persona grande, pero va a ser lindo, vas a poder hacer muchas cosas que te gusten.- ¿Voy a poder tocar cosas peligrosas?- Bueno, en realidad no va a haber nada malo ni peligroso.- ¿No va a haber ni balas, ni vómitos, ni cosas así?- No, nada de eso.
A esta altura del diálogo, pienso que tal vez hayamos resuelto la duda por el momento, incluso con cierta elegancia. Tanto ella como su gemela, Sofía, tienen, por algún motivo, mucho interés en la idea de una resurrección general, cósmica, que incluya a los animales y a las plantas. Últimamente sacan seguido el tema. Sofía, que ha visto la película Duma, dice que quiere tener un guepardo para andar como a caballo, pero más rápido. Cuando le digo que en nuestro departamento no hay lugar para una chita, propone que entonces lo pueda tener en el día de la resurrección. Supongo que esa ilusión no está tan lejos de la promesa escatológica de que el cordero pueda descansar sin temor junto al león.
Pero Carolina no ha terminado:- Mami, ¿vos cómo sabés que va a ser así?- Bueno, porque algo Jesús dijo de todo esto, y algo aparece en la Biblia Se produce una pausa. Luego, con un tono que me dice, ahora sí que te agarré:- Pero, ¿quién escribió la Biblia?
Me llama la atención cómo los chicos de esta edad pueden poner el dedo en todas las llagas relevantes de la teología. En este caso, va al grano: ¿por qué confiar en la Biblia? Después de todo: ¿quién la escribió? Y además: ¿vos, con qué autoridad decís estas cosas? Aunque Jesús haya enseñado algo de todos esto, Carolina ya se da cuenta que Jesús no es la fuente directa de mi información. Contesto, pensando que es una suerte que mis colegas de Biblia no puedan escuchar esta teoría de la redacción de los textos:- Bueno, en el caso del Nuevo Testamento había gente que se acordaba de las cosas que había hecho y dicho Jesús,y esa gente fue contando o escribiendo una parte. Después había otra gente que no lo había conocido personalmente,como Pablo, pero que se sintió inspirada por el Espíritu Santo, y esa gente también escribió una parte.- ¿Querían que la gente no se olvidara de Jesús?- Claro, algo así.
Silencio. Hace pocos meses que Caro empieza a dominar la escritura. La maestra le hace escribir un comentario breve de algún cuento todos los días como parte de su tarea, y lo hace con gran ahínco. A veces también escribe lo que va haciendo durante el día en un pequeño diario íntimo. Evidentemente, se siente identificada con esa gente que sintió la necesidad de registrar algo de lo que recordaba de Jesús. Pero ahora la conversación cambia otra vez de rumbo:- Mamá, ¿quién es el Espíritu Santo?- Es Dios, Dios tal como está con nosotros ahora.- No entiendo.
El diálogo sigue, y trato de explicar las cosas sin caer en heterodoxias ni en abstracciones, y sin recurrir a autoritarismos teológicos que funcionen a corto plazo pero que luego, tal vez en la adolescencia, alimenten el descreimiento. Siento que si no tomo urgentemente una taza de café, no voy a tener la fortaleza de proseguir con esta conversación. Rápidamente lanzo una plegaria a Dios, rogándole que me dé paciencia, sabiduría y sobre todas las cosas, la oportunidad de tomar cuanto antes mi taza de café con leche. Caro ya está bañada, por cierto, pero todavía no está vestida, ni peinada, ni juntamos los útiles, ni desayunamos, ni verificamos si las otras dos ya están más o menos listas. Por la gracia de Dios, organizamos todo más o menos rápido y llegamos a la mesa.
Ya con la taza de café en la mano, les pregunto a las otras dos si le pueden contestar a Caro la pregunta acerca del Espíritu Santo. Valeria, desde su sabiduría de quinto grado, intenta explicar la Trinidad usando el ejemplo de un trébol. Me suena a algo que le deben haber dicho en la escuela dominical. Le digo que sí, un poco es así, pero que imaginarse al Espíritu como una parte de Dios no funciona muy bien (al mismo tiempo se me cruza por la cabeza la imagen que usaba Ireneo, quien proponía al Espíritu y al Hijo como los brazos de Dios, pero decido no meterme en ese asunto.
Cuando trato de hablar brevemente de la perijóresis trinitaria como una danza de las Tres Divinas Personas, las tres nenas, que hacen ballet y saben más de danza que yo, me miran con cierto escepticismo, casi con lástima. Ni siquiera se molestan en refutar la metáfora. Igual, ya se está haciendo tarde. Sigo pensando de todo lo que hemos charlado. En el ascensor cuando vamos bajando, rumbo a la escuela, las nenas me preguntan:- ¿En qué pensás, Mami?- ¡Adivinen en qué!- En Dios - Eh .¿cómo se dieron cuenta?- Y Mami, sos teóloga, es fácil de adivinar ¿en qué vas a estar pensando?
Qué transparente que soy para ellas. En realidad, me doy cuenta que si bien el nivel discursivo tiene su importancia (como la charla de hoy con Carolina), la mayor parte de la teología que aprendan de mí va a basarse en la forma en que viva la fe y sobre todo en la manera en que sea capaz de quererlas y entenderlas. Eso es a la vez más fácil y más difícil que tratar de explicar quién es la Ruaj/Espíritu o cómo serán los cuerpos resucitados: requiere el ejercicio de una coherencia entre lo que les diga que es lo bueno, bello y verdadero, y la forma en la que yo misma actúe y lo demuestre. Tal coherencia es algo que Jesús tenía y que yo no tengo, salvo de vez en cuando. Me resulta mucho más fácil hablar de cosas lindas que vivir lo que creo: esto es algo que los demás nos suelen achacar a los teólogos y las teólogas, y (al menos en mi caso) creo que tiene bastante de cierto.
Me acuerdo de la introducción que escribe José Ignacio González Faus a su libro de cristología y como dice que se siente al tener la audacia de escribir sobre el tema. Tiene razón. Al mismo tiempo, si no escribimos, tampoco resolvemos el asunto de nuestras propias incoherencias las que están a la vista en nuestros intentos de criar hijos o hacer cualquier otra cosa que valga la pena. Las exigencias de criar a las nenas desde adentro del camino de la vocación teológica, me obligan a admitir la pertinencia del apotegma de Evagrio Póntico (345-399):
«Teólogo es quien ora, y quien ora es teólogo». Acaso el viejo místico, que tanta desconfianza les tenía a las mujeres pienso en su tratado Sobre los Ocho Espíritus Malvados se sorprendería al descubrir que su frase pudiera tener eco tantos siglos más tarde, en este ambiente tan mujeril de una casa poblada de hijas. No obstante, desde mis vivencias en la familia y en el trabajo, me queda muy claro que Evagrio en su convicción acerca de la centralidad de la oración, mucho tenía de razón; el problema que se me presenta es cómo llevar a cabo la oración o la contemplación (para él, ser «teólogo» era precisamente «contemplar a Dios»). ¿Cómo hacerlo en «medio del caos»?
Algo parecido viene trabajando hace rato mi amiga Marcela Mazzini, desde la tradición de la teología espiritual católica.3 Una de las problemáticas que ella pone en evidencia es la de las «madres sin tiempo ni espacio para la amistad con Dios». El hecho es que resulta más que difícil para muchas encontrar un lugar y un momento para orar, si nos ajustamos a los cánones de espiritualidad que tenemos internalizados (por ejemplo, el famoso «momento devocional» evangélico). Marcela nos recuerda que si espiritualidad significa para los cristianos y las cristianas «vida en el Espíritu Santo»entonces en realidad lo nos que hace falta (a las mamás y a cualquiera) es un nuevo «modelo para armar» que nos permita seguir con fuerza y creatividad en el camino de Jesús desde la materialidad de la vida en la que estamos inmersos o inmersas. Sugiere cultivar la «atención y el silencio»como preparación para la oración, en medio de la interacción conlos chicos.
Creo que tiene razón. Seguramente una de las claves para mí para no caer permanentemente en ese estado almodovariano de mujeres al borde de un ataque de nervios- es tratar de cultivar ese silencio interior, sabiendo que justamente es lo que a veces se me escapa entre tanto ajetreo. Trinidad León, escribiendo sobre la importancia del silencio para la experiencia de Dios en la cotidianeidad, comenta: «Es necesario pasar del ruido ensordecedor al silencio dialogante, de la dispersión a la concentración de la superficialidad a la hondura, del individualismo a la relación que hace comunión»
Saboreo sus palabras: «el silencio dialogante». De pronto me lo imagino a Evagrio, tomando un café con leche con las nenas, antes de salir a los piques para la escuela. Las imagino a ellas, poniendo a prueba todas sus virtudes monásticas, sobre todo la paciencia, exprimiendo de manera encantadora y pícara, por cierto su reserva de silencio interior, «metiendo ruido».
Evidentemente, ese silencio no es en sí mismo el objetivo: es un espacio que nos permite escuchar de veras y percatarnos de que en medio del ruido infantil hay verdades profundas que Dios nos quiere comunicar. Sin ese silencio interior (aunque sea fugaz), que nos centra y prepara para la oración, es muy difícil darnos cuenta que no solamente hace falta escuchar las preguntas («Mami, ¿quién es el Espíritu Santo?») sino también las respuestas que se van forjando. El hecho es que el diálogo con las generaciones bajo nuestro cuidado (sean los ancianos y las ancianas; sean los y las menores) nos permite redescubrir los contenidos mismos de nuestra esperanza. Hoy aprendí, entre otras cosas, que en el nuevo cielo y la nueva tierra, no habrá «ni balas, ni vómitos ni cosas así»