Lo que el Espíritu Santo hizo… y sigue haciendo

Por: Carlos Padilla Esteban

Me detengo cansado muchas veces. Como si recorriera caminos ya hollados y la rutina me hastiara. Como si el miedo a perder fuera más fuerte que la misión inmensa abierta ante mis ojos.
 
Yo solo no puedo. No brotan las palabras. Pido el Espíritu que todo lo calma. Lo llena. Lo enciende. Lo necesito para vivir. Sin ese fuego soy de paja. Y de barro mis sueños. No quiero detenerme ante la puerta abierta. Quiero salir. Hay tanta sed. 
 
“Todo el mundo parece sediento de alguna cosa, y casi todos van corriendo de aquí para allá buscando encontrarla y saciarse con ella. Yo soy sed, no solamente que tengo sed; se procura acabar con esas locas carreras o, al menos, ralentizar el paso. El agua está en la sed. Es preciso entrar en el propio pozo”[2]
 
¡Hay tanto dolor y soledad fuera del Cenáculo! Resuena el grito de Jesús: “Tengo sed”. Yo también tengo sed. El mundo tiene sed. El agua viene de lo alto. El fuego que me quema. La luz que ilumina los pasos que comienzo a dar.
 
Necesito el Espíritu para vivir como Jesús. Para que mis palabras sean las suyas y mi agua la que Él me da. Y mi camino aquel que Él ya recorre. Que se rompan los muros de mi corazón. Que venza su Espíritu en mí.
 
Quiero salir e ir al encuentro. ¿Tengo algo que dar? El agua, el fuego. Es la pregunta central en mi alma. ¿Y si no tengo nada que dar? No puedo salir si el corazón no se llena en Pentecostés. No quiero salir si estoy vacío.
 
Dios llega en Pentecostés en la fuerza del Espíritu. “De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno”. 
 
Es un fuego que ilumina, que se posa sobre cada uno. Porque cada uno tiene su propia oscuridad. Y Dios se derrama en cada uno, toca a cada uno, allí donde está su herida, su anhelo más profundo, su sed, su nostalgia, su miedo, su sueño, su nombre.
 
Dios llega a lo más hondo. Al grito de cada uno por la ausencia de Jesús. A la pregunta de cada uno sobre su vida, sobre su misión. Dios llega a todos. Se dona de forma personal. Acompaña la historia de cada hombre de una forma única. Se posa delicadamente, sin forzar, respetando, con cuidado.
 
Es un ruido que se oye. Rompe el silencio. Es un viento que arrasa el miedo y la oscuridad. Es un viento que mueve el corazón hacia los otros. Ese es el primer fruto del Espíritu. Los llena y los entrega a otros.
 
Primero llega a ellos. Se llenan de Dios. Se llenan de Aquel que han amado con pasión. No pudieron llenarse tanto de Jesús mientras vivía en la tierra. Estaba cerca, a su lado, pero ahora pueden susurrarle desde lo más hondo.
 
Ahora Él llega a todos los pliegues de su corazón, recorre todos los caminos de su alma, lo inunda todo. Es la presencia que deseaban y más aún, porque ya no hay pérdidas.
 
Dios siempre responde y nos da más de lo que esperamos. Cumplió su promesa de venir, de permanecer todos los días, de quedarse, de consolarnos y fortalecernos, de iluminarnos, de no dejarnos ya nunca solos. En lo más sagrado del alma podemos encontrarnos con Jesús, y hablar con Él. Parece imposible más cercanía.
 
Después de llenar a los discípulos, los impulsa a salir de sí mismos hacia otros. Ellos, que son frágiles, por el Espíritu se hacen fuertes. Ellos, que tienen miedo, por el Espíritu, son valientes.
 
Comienza algo nuevo. Hacen las obras de Jesús, dicen las palabras de Jesús, viven con el estilo de Jesús. Aman como Jesús. Desde ese momento, sienten la presencia de Jesús aún más cerca que cuando estaba con ellos.
 
A veces les costaría, seguro, estar sin Él físicamente, pero el aliento de Jesús, el que recibieron ese día de puertas cerradas, el que bajó del cielo en Pentecostés y rompió los muros, hizo posible algo que parecía imposible: