Juan 16,29-33 – yo he vencido al mundo
Texto del evangelio Jn 16,29-33 – yo he vencido al mundo
29. Sus discípulos le dijeron: «Por fin hablas claro y sin parábolas.
30. Ahora conocemos que tú lo sabes todo y no hace falta hacerte preguntas. Por eso creemos que tú has salido de Dios».
31. Jesús les respondió: «¿Ahora creen?
32. Se acerca la hora, y ya ha llegado, en que ustedes se dispersarán cada uno por su lado, y me dejarán solo. Pero no, no estoy solo, porque el Padre está conmigo.
33. Les digo esto para que encuentren la paz en mí. En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo ».
Reflexión: Jn 16,29-33
El Señor nos ama y esto lo lleva a consideraciones como no habremos de recibir de nadie más. Él solo quiere nuestro bien y sabe cómo nuestras debilidades y temores son el principal obstáculo para lograrla, por eso quiere suscitar en nosotros una fe incondicional e inquebrantable. Sin embargo Él también sabe que eso será imposible si incluso para eso no acude en nuestra ayuda, enviándonos el Espíritu Santo. Resulta sobrecogedor como los discípulos, como niños ingenuos que desconocen el valor de las palabras, confiesan que ahora si creen, sin saber lo que dicen en realidad. El viento agitó levemente la cortina de su entendimiento y un haz de luz pasó por la primera abertura que encontró y maravillados por tan gran manifestación, exclaman que ahora si creen, cuando Jesús sabe que su fe es todavía precaria. Y es que es un error pretender que la fe es algo que puede estar librado a nuestra capacidad. La fe, el creer, es Gracia que viene de Dios y que debemos pedirla incansablemente mientras vivamos, porque solo podremos prescindir de ella después de muertos. Entre tanto, la fe debe ser nuestro motor, la fuerza que nos impulse a hacer lo que Dios nos manda a través de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor. No seamos soberbios. No nos jactemos nunca de haberla alcanzado, porque entonces, cuando seamos sacudidos –y llegará este momento-, no estaremos preparados. ¿Y cuál es la forma de prepararnos? Manteniéndonos unidos a Dios Padre, a través de Jesucristo, por la oración y el amor. No bajemos la guardia. No nos dejemos tentar y cegar por la soberbia. Esto suele ocurrirnos cuando avistamos de modo evidente algunos destellos de la Divinidad. Pequeños como somos, nos sentimos tan abrumados, tan plenos –por decirlo de algún modo-, que creemos tenerlo y comprenderlo todo y no hemos pisado sino la orilla del océanos infinito que es Dios. Por supuesto que en este caso me estoy describiendo a mí en primerísimo lugar, pero también a tantos que desde el periodismo, desde la cátedra o desde el púlpito, nos creemos dueños de la verdad, a tal punto que no necesitamos que nadie nos enseñe y consciente o inconscientemente en ese “nadie” incluimos a Dios, con lo que nos cerramos a la posibilidad de crecer y madurar en sabiduría y en fe. Recordemos siempre que sin Dios no somos nada y que solo Él puede dar sentido y razón a nuestras vidas. Les digo esto para que encuentren la paz en mí. En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo .
Tal como lo anticipa Jesús, el ahora sabemos o el ahora creemos de los discípulos pronto se transformará en un desbande, en una dispersión, porque cuando la situación pase a ser realmente exigente, encontrarán que la confianza depositada en el Señor no es suficiente y empezarán a dudar de su comportamiento y de lo que hace. El primero será Judas, que no dudará en traicionarlo, seguramente decepcionado y tratando de obtener algún provecho de esta situación, que empezaba a parecerle de lo más extraña e inverosímil. La soberbia, el orgullo, el odio y la sed de venganza nublaban sus pensamientos de tal modo que ya prácticamente había olvidado todo aquello de lo que había sido testigo de excepción. Esta confusión en la que Cristo salía mal parado, pronto se trocaría en su corazón en la convicción de haber cometido una falta imperdonable, al haber traicionado al propio Mesías. No soportando el sentimiento de culpa y su estupidez -que ahora veía claramente-, se suicidó, volviendo a caer en falta de fe, porque si lo hubiera pensado un poco más, tendría que haber arribado a la conclusión que la Misericordia Infinita de Dios lo hubiera perdonado. Así, está claro que siempre fue presa de la soberbia, de la falta de humildad, tanto para juzgar a Cristo, el Hijo de Dios, como para juzgarse a sí mismo. Pero todo esto ocurrió para que se cumplieran las Escrituras. ¿Quiere decir que estamos atrapados en un sino fatal? No, pero que el único modo de salir de nuestras miserias, de nuestras limitaciones, es con el poder de Dios y Cristo ha venido a revelarnos que contamos con Él, que Él nos ama y está dispuesto a darnos el Espíritu Santo a todo el que se lo pida. ¿Y qué es el Espíritu Santo? Es el mismísimo Espíritu de Dios, es decir la Fuerza del Todo Poderoso; el poder que está tras el Creador del Universo. Estas son solo algunas palabras, algunos conceptos que nos pueden permitir aproximarnos a esta “idea” que supera toda nuestra capacidad de entendimiento. Sin embargo, Dios Padre está dispuesto a darnos el Espíritu Santo a todo el que se lo pida. ¿Qué más podemos querer? De allí que Santa Teresa exclamará: Quien tiene a Dios, nada le falta, solo Dios basta. Les digo esto para que encuentren la paz en mí. En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo .
El panorama que nos presenta el Señor por delante no es fácil. El mismo nos lo advierte, pero también nos asegura algo que hoy sabemos que es totalmente cierto: que Él ha vencido al mundo. Esto quiere decir que no hay poder ni fuerza que se le pueda oponer. ¿Cuándo ha sucedido esto? Cada uno de sus milagros fue un desafió a las leyes de este mundo. Incluso Su nacimiento, anunciado varios siglos antes, realizado por intervención del Espíritu Santo, siendo Su Madre una joven virgen de nombre María. Hizo muchas curaciones milagrosas e incluso resucitó muertos. Caminó sobre las aguas y multiplicó 5 panes y 2 peces para alimentar a más de 5 mil, recogiendo varias sestas de sobras. Pero el milagro más extraordinario fue aquel anticipado por los profetas y por Él mismo a lo largo de su vida pública: su muerte y resurrección al tercer día. Muerte es muerte; aun así, tengamos en cuenta que no murió por asfixia en su lecho, ni por una embolia o un repentino ataque al corazón, sino que fue cruelmente torturado, crucificado y asesinado, atravesándole con una lanza el corazón cuando ya estaba muerto. Este despojo horrorosamente maltratado y vejado, a pesar que había sido trancado con una roca la salida de su sepulcro, resucito al tercer día y salió de su tumba, de lo que los discípulos y las mujeres que los acompañaban fueron testigos. Jesucristo enfrentó a la oscuridad, a la maldad, a la mentira, al demonio y a la muerte y salió victorioso. Las cadenas de este mundo no pudieron con Él, resucitando, como prometió. Del mismo modo habremos de resucitar nosotros. Ese es el motivo de nuestra esperanza y alegría. Con Cristo, nosotros también hemos derrotado a la muerte y tenemos asegurada la Vida Eterna, tal como Él nos lo ha prometido. Por lo tanto, si estamos con Él, no tenemos nada que temer. La Victoria es nuestra. Nadie podrá quitarnos esta alegría que debemos anunciar a los cuatro vientos. No tenemos nada que temer. Esto es lo que nos debe dar esa paz que solo podremos encontrar en Él. Les digo esto para que encuentren la paz en mí. En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo .
Oremos:
Padre Santo, te damos gracias por enviarnos a Tú Hijo Amado y por todos aquellos que nos permitieron conocerlo, empezando por los discípulos de Jesucristo y siguiendo con todos nuestros antepasados y nuestros padres cuyas luchas y sacrificios por sostener su fe desconocemos …Te lo pedimos por nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina contigo en unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos…Amén.
Roguemos al Señor…
Te lo pedimos Señor.
(Añade tus oraciones por las intenciones que desees, para que todos los que pasemos por aquí tengamos oportunidad de unirnos a tus plegarias)
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