Una visión que me hizo pensar
por Juan Stam
En el día del encuentro final con Cristo muchos seremos sorprendidos al descubrir
que nuestros valores difieren con los de él.
No soy muy dado a sueños y visiones, pero a veces despiertan mi interés. Por supuesto, siempre requieren una cuidadosa interpretación, a la luz de las Escrituras (igual que la profecía: 1Co 14:29, 1 Tes 5:21).Quisiera, en esta ocasión, compartir un sueño que tuve y también una visión. Sermón interrumpido
En cierta ocasión tuve una visión. Estaba en el Hatillo, en las afueras de Tegucigalpa, predicando sobre el juicio final. Terminando el sermón comentaba las palabras tan solemnes de Mateo 7.21–23. Me emocioné mucho con el texto; me sentía realmente en la presencia del Señor, cuando, de repente, comencé a ver con mis propios ojos esa escena. «Hermanos y hermanas» —anuncié a la congregación—, «ahora mismo estoy viendo una fila de personas esperando su turno para su encuentro con Jesús». En la visión todos sostenían una Biblia debajo del brazo y (no tengo idea por qué) todos los hombres vestían con corbata. Uno, atrás en la fila, cantaba con voz muy fuerte y una sonrisa de oreja a oreja: «Cuando allá se pase lista, a mi nombre yo feliz responderé». Uno, más adelante en la fila, un poco más cerca al gran encuentro, me explicó que mientras esperaba su turno estaba formulando sus credenciales, una especie de carta de presentación, para recordarle al Señor quién era él. En seguida él llegó ante Cristo y escuché la siguiente conversación:
Obras perdidas
Él: «Aquí estoy, Señor, y quiero avisarte que soy creyente evangélico, reconozco tu deidad y te confieso como Señor de señores (tú sabes con qué entusiasmo cantaba mi coro favorito, «Jesucristo es el Señor»). Quisiera recordarte que he profetizado y, además, he exorcizado demonios y he hecho milagros, todo en tu nombre. Así que, Señor, ¡por favor ábreme la puerta de tu reino!».
Jesús: «Muy interesante, pero nada de eso viene al caso. Yo te ordené que guardaras todo lo que yo había mandado y sin eso todo lo demás no vale un pito. Yo veo que no has hecho el bien que mandé y has hecho el mal que va contra mi voluntad. Así que lo siento mucho, pero vete de aquí, hacedor de maldad. Tú no entras en mi reino».
Él: «Pero, Señor, eso me suena a salvación por las obras. Nosotros creemos en la justificación por la sola fe».
Jesús: «Eso es verdad pero lo has malentendido. La fe que salva es la fe que obra por el amor. La fe sin obras es muerta. Esa fe tuya es pura palabrería».
Obediencia a hombres
Él: «¿Pero cómo es eso, Señor? No entiendo. ¿No recuerdas tú que te acepté como único y suficiente Salvador aquella noche en la campaña evangelística? Y permíteme recordarte que soy miembro en plena comunión de una de las denominaciones evangélicas más bíblicas y ortodoxas del país (tú sabes cuál es)».
Jesús: «Eso tampoco me impresiona. Ya te ordené, ¡vete de aquí!»
Él (sigue confundido): «Pero, Señor, cumplí todo lo que nos enseñaron y pedían nuestros pastores. Por cierto, ellos me querían mucho».
Jesús: «¡No me digas! Ahora veo dónde está el problema. Pues entonces, tráiganme a esos pastores».
Pastorado inefectivo
Pastores: «Sí, Señor, ¿por qué nos has llamado? ¿En qué te podemos servir?»
Jesús: «¿Qué es ese “evangelio” falso y fácil, de ofertas baratas, que ustedes han venido enseñando a esta gente? ¿No se recordaban que yo les iba a pedir cuentas de su fidelidad a mi evangelio? Yo los llamé a tomar la cruz y a seguirme, para cumplir toda mi voluntad. Ni lo han hecho ni han enseñado a otros a hacerlo».
Pastores: «Señor, no te entendemos. ¿No ves que trabajamos muy duro por la iglesia, y predicamos un mensaje muy adaptado a nuestros tiempos? Y vieras cómo se llenaban los templos. Tampoco eran nada malas las ofrendas».
Jesús: «Pero eso no es lo que yo les ordené. Yo los llamé a un evangelio de discipulado radical, en todos los aspectos de la vida, hasta las últimas consecuencias, hasta la muerte misma, no a un evangelio de ofertas baratas».
Pastores: «Pero, Señor, ese mensaje de algunos radicales y extremistas nunca nos parecía a nosotros. Eso no ayudaba para nada al iglecrecimiento, porque, como seguro estarás de acuerdo, lo más importante es llenar los templos para que la iglesia crezca y sea fuerte».
Maestro, pero no Señor
Jesús (perdiendo ya la paciencia): «Pues, ya basta. Ustedes llenaban los templos de gente que no pasaban de exclamar “Señor, Señor”, aplaudir y cantar coros. Váyanse ustedes también de aquí, junto con ellos».
Mi visión me hizo recordar el letrero de una antigua iglesia en Alemania, con el que terminé ese sermón en Honduras aquella noche:
Me llaman Maestro y no me escuchan,
me llaman Luz y no me miran,
me llaman Camino y no me siguen,
me llaman Vida y no me viven,
me llaman Sabio y no me aprenden,
me llaman Justo y no me temen,
me llaman Señor y no me obedecen,
si yo los condeno no me reclamen.
El autor (http://www.juanstam.com), oriundo de Paterson, Nueva Jersey, es uno de los teólogos evangélicos «latinoamericanos» más pertinentes de la actualidad. Aunque es estadounidense de nacimiento, se nacionalizó costarricense como parte de un proceso de identificación con América Latina que lleva más de cincuenta años. Está casado con Doris Emanuelson, su compañera de camino, nacida en Bridgeport, Connecticut.
Se publicó en Apuntes Pastorales XXVII-6, edición de julio – agosto de ©2010.