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Camino seguro

Camino seguro

por Cristian Salgado

Muchos eventos deslumbran, pero pocos producen cambios en los participantes

Poco tiempo antes de ascender al cielo Jesús remarcó el camino por el que debían transitar sus discípulos luego de su partida. «Paz a ustedes; como el Padre me ha enviado, así también yo los envío» (Jn 20.20). La enorme riqueza que encierra la frase «como el Padre me ha enviado» es tema para otro estudio. Quisiera, en vez, detenerme en la sencilla estrategia que contienen estas palabras. Describe la admirable visión de Cristo para asegurar la extensión del Reino, hasta lo último de la tierra. Esta estrategia no requería grandes conocimientos, ni una capacitación acabada. No descansaba en la inteligencia ni en las habilidades de los Doce. De hecho, sin saberlo, ya poseían todo lo necesario para que formaran nuevos discípulos. El camino que debían seguir era el de simplemente reproducir el mismo modelo de trabajo que habían observado en Cristo. Si se mostraban dispuestos a entablar relaciones profundas con algunos, la inversión resultante impactaría a otros tal como la vida de Cristo había transformado la de ellos. En dos mil años de historia la Iglesia no ha encontrado mejor camino para formar discípulos que este. Y elijo usar la palabra «discípulo» para que mantengamos presente que esta es la suma de nuestra vocación. Toda nuestra actividad dentro y fuera del ámbito de la congregación se resume en un solo objetivo: el llamado a hacer discípulos de todas las naciones (Mt 28.18–20). Presiones culturales No obstante la sencillez de esta estrategia, las presiones culturales de la época imponen sobre la Iglesia sus presuposiciones y nos llevan a recorrer caminos más espectaculares, pero menos eficaces. Entre las convicciones más arraigadas de estos tiempos, quisiera mencionar tres: La información hace la diferencia Si nos acercamos a cualquier persona en la calle y le preguntamos cuál es la razón de la existencia de tanta violencia e indigencia entre los pobres, la gran mayoría responderá que la falta de educación. La respuesta no sorprende, porque es una de las convicciones más atrincheradas en la sociedad de hoy. Si le ofrecemos a esta gente mayores oportunidades de educación, dejarán de ser como son. Poseer información acerca de cierto tema (la educación mayormente gira en torno al proceso de informar), sin embargo, no es sinónimo de cambio. No necesitamos más que observar a un médico, con un cigarrillo en la mano, para saber que la información no necesariamente le cambia la vida a una persona. Cuenta con toda la información acerca de las consecuencias de fumar, pero esta no lo ha llevado a abandonar el hábito. A pesar de esto, el camino que con más frecuencia recorre la Iglesia, cuando quiere movilizar a la gente, ¡es organizar un curso o seminario sobre el tema! Creemos a rajatabla que, si proveemos más información acerca de la oración, la evangelización o las misiones, las personas automáticamente asumirán mayor compromiso con estos desafíos. La urgencia justifica el proceso Cuando miramos la obra que aún queda por cumplirse, resulta difícil no ceder ante el desánimo. En América Latina, por ejemplo, se estima que hay más de 250.000 pastores. La gran mayoría de ellos nunca han recibido ninguna clase de capacitación. Ante semejante multitud de desprovistos de preparación, lo natural es procurar organizar eventos que alcancen a la mayor cantidad posible de personas. De esta mentalidad surge la iniciativa de un conocido autor para capacitar a un millón de líderes en cinco años. Del mismo modo, ante los millares de millares que no conocen a Cristo, el camino más lógico pareciera ser organizar masivas campañas evangelísticas. Los resultados de estos extraordinarios esfuerzos, sin embargo, muy pocas veces justifican la inversión. Los estudios revelan que menos de 2% de las conversiones que resultan de estas campañas permanecen en el tiempo. Amontonar a multitudes en un lugar para escuchar una buena prédica sobre un determinado tema no es igual a lograr que vivan esa verdad. El tamaño define el éxito Una tercera convicción atrincherada en nuestra perspectiva moderna es esta: «cuánto más grande sea un evento mayor es la señal del favor de Dios sobre la vida de quienes la organizan». De esta manera, creemos que alguien capaz de llenar un estadio con 60.000 personas posee mayor unción y un ministerio más efectivo que la persona que apenas ministra a diez o quince. Es lógico que quedemos deslumbrados ante las multitudes que logran convocar las estrellas de este mundo. Pero la respuesta de la gente a esos eventos no radica en su deseo de ser transformada, sino en el de ser entretenida. Si el objetivo de nuestros eventos es entretener, entonces, definitivamente 60.000 es mucho más valioso que quince. Nosotros, sin embargo, no estamos en el negocio de entretener, sino de formar discípulos que caminan fielmente con Cristo. En el Reino, las grandes obras siempre comienzan con mucha humildad. El Mesías nació en un minúsculo y olvidado establo. El frondoso árbol de mostaza fue, en un principio, una diminuta semilla. Una pujante congregación comenzó como un pequeño grupo de estudio en un hogar. Los problemas surgen cuando buscamos esquivar lo modesto, para ir directamente a lo descomunal. Cristo y las multitudes Jesús atendió a las multitudes a lo largo de los tres años de ministerio público. Con frecuencia eran tantas las personas que querían acercársele que se atropellaban entre ellos (Lc 12.1). En ocasiones, como en el Sermón del Monte (Mt 5.1) o en la alimentación de los cinco mil (Mr 4.36), Jesús escogió ministrar a esa multitud. De manera que se puede afirmar que él reconocía el valor del ministerio a grandes números de personas. No obstante, los evangelios claramente indican que Cristo reservó su mayor esfuerzo y tiempo para un grupo reducido de personas, entre los cuales estaban los Doce. Ellos lo acompañaban gran parte del tiempo y participaban con intensidad de toda su vida. A ellos escogió para revelarles ciertas verdades que no quiso manifestar a las multitudes. Con ellos sostuvo agudos diálogos acerca de los principios que gobiernan el reino de los cielos. Y a ellos, al final de su ministerio, escogió llamar «amigos», porque se habían convertido en socios de los proyectos que el Hijo sostenía con el Padre (Jn 15.15). La razón de esta inversión tan intensa es sencilla. No podemos ser instrumentos de transformación profunda en la vida de personas que no conocemos. Las relaciones estrechas e íntimas son el canal escogido por Dios para que fluya la vida de persona a persona. El ejemplo más natural de esta dinámica lo encontramos en el impacto de la vida de los padres sobre la de sus hijos. Ellos muestran los mismos modismos y las mismas formas de expresarse que sus progenitores. No las adquirieron en un aula, ni son el fruto de un proceso deliberado por parte de los padres. De hecho, muchas veces los padres son los más sorprendidos de que hayan asimilado estas características. El mero hecho de convivir ha facilitado esta transferencia, que se da casi en forma involuntaria. Un mismo llamado Esta observación nos regresa a las instrucciones que recibieron los discípulos al final del ministerio de Jesús: «como el Padre me ha enviado, así también yo los envío» (Jn 20.20). Cristo esperaba que ellos invirtieran tiempo y lo sirvieran con la disposición de involucrarse profundamente con unas pocas personas. En el proceso de caminar juntos la vida que habían recibido del Señor se transferiría, casi sin advertirlo, a estos nuevos seguidores de Jesús. El método es infalible y depende de una sola condición: que dos personas estén dispuestas a caminar juntas. Sin embargo, las corridas y el apuro por producir cuantiosos resultados en corto plazo nos ha llevado a abandonar esta práctica milenaria pero vigente. Creemos que conseguiremos, con un curso semanal, formar cuarenta o cincuenta líderes en un año. Los resultados, a largo plazo, nunca avalan nuestra metodología, sencillamente porque el proceso de formar discípulos requiere la dedicación del artesano. Para que los eventos de nuestras congregaciones logren el impacto esperado, nos urge distanciarnos en definitiva de la mentalidad del espectador pasivo típico del mundo del espectáculo. En su lugar, estamos obligados a crear oportunidades para el diálogo, el intercambio franco de ideas, el estrechar vínculos que nos permitan cultivar relaciones que transforman. Para terminar ¿Funcionó el método de Jesús? Seguramente los Doce se sintieron alarmados cuando Cristo les advirtió que esperaba que ellos hicieran discípulos de todas las naciones. «Somos tan poquitos nosotros y es ¡tanto lo que hay que hacer!», habrán pensado. El secreto, sin embargo, no estaba en fijar la mirada en todo lo que faltaba, sino en comenzar, de manera humilde, a invertir en algunos. El hecho de que, a dos mil años, la Iglesia se haya extendido hasta los confines de la tierra nos ofrece el más elocuente testimonio de la eficacia del método. Con toda la sofisticación que hemos desarrollado, aún no hemos logrado encontrar un mejor camino que este. En el Reino, relaciones profundas con unos pocos es siempre mejor que relaciones superficiales con una gran multitud. Preguntas para estudiar el texto en grupo

  • ¿En qué consiste la estrategia de Cristo para extender su Reino?
  • Según el autor, los Doce ya poseían lo que necesitaban para formar nuevos discípulos, ¿en qué consistía el legado que habían recibido de Jesús?
  • ¿Cuál es en realidad el mejor camino para formar discípulos?
  • ¿Cuáles son las tres convicciones más arraigadas de nuestro tiempo que llevan a la iglesia a recorrer caminos más espectaculares y la alejan de la estrategia correcta para cumplir su misión?
  • ¿De qué manera está su iglesia desarrollando el método de Jesús para formar discípulos?
  • ¿Qué ambientes podrían crearse para seguir el método correcto?