Biblia

¡Adiós, inseguridad! (Primera parte)

¡Adiós, inseguridad! (Primera parte)

por Beth Moore

Identifique cuál es la compañera que tanto daño nos ha hecho durante tanto tiempo.

 Es hora de despedirse de esa compañera que tanto daño nos ha hecho durante tanto tiempo.

 

Estoy muy enojada, y me urge hacer algo al respecto. Algunas personas, cuando se sienten a punto de estallar por una emoción, comen; otras vomitan. O salen a correr, o se meten en la cama. A algunas les da una crisis. Otras la reprimen y tratan de olvidarla. Yo soy capaz de tomar todas esas alternativas en orden secuencial, pero aun así no encuentro alivio.

 

A decir verdad, ni siquiera estoy muy segura de qué es lo que me encoleriza. Una cosa es cierta: una vez que lo descubra, es probable que no lo guarde para mí sola. Después de todo, ya conoces el dicho: No hay peor furia que la de una mujer despreciada. Y me siento desdeñada.

 

Todas sufrimos

Sin embargo, no solo por mí misma. Durante veinticinco años seguidos he observado a nuestro sexo a través del cristal de las Escrituras; he reflexionado sobre nosotras, he defendido a nuestro sexo, he redargüido y amonestado, he deliberado sobre nosotras, he orado por nosotras, he perdido el sueño por nosotras, he llorado por nosotras, me he muerto de risa y me he ofendido por nosotras en más oportunidades de las que puedo recordar. Y he llegado a esta tierna conclusión: necesitamos ayuda. Yo necesito ayuda. Algo más de la que recibimos.

 

La mujer que vi hace unos días en la autopista, y que lloraba a lágrima tendida sobre el volante de su Nissan, necesita ayuda. La chica que miente sobre su edad para conseguir un empleo en un bar de topless necesita ayuda. La divorciada que por el autodesprecio ha engordado veinticinco kilos necesita ayuda.

 

Días atrás, en un salón de té, me senté junto a una preciosa mujer a la que quiero mucho. Se casó hace tres meses; cumplieron todo lo correcto como para llegar a la sagrada ceremonia, lo cual aumentó mucho la expectativa. Después de comentar más o menos durante una hora sobre el matrimonio, me confesó: «El último fin de semana parecía estar desinteresado en mí. Seré sincera: eso me conmocionó. Tenía ganas de preguntarle: ¿Así que ya no te intereso? ¿Tan rápido? ¿Se acabó todo?»

 

Estoy bastante segura de que su esposo volverá a entusiasmarse, pero ¡qué tragedia que ella sienta que tiene la misma vida útil de un videojuego!

 

Una mujer a la que amo atraviesa su tercer divorcio. Quiere encontrar un buen hombre desesperadamente, aunque, casándose con el mismo tipo de hombre. Estoy muy enojada.

 

Esperanza frágil

Si estos ejemplos fueran la excepción a la regla, no me tomaría la molestia de escribir, pero tú y yo conocemos bien el tema. Días tras día escucho ecos del miedo y de la desesperación de mujeres. Algo debe andar mal en nosotras para que nos valoremos tan poco. Nuestra cultura nos ha jugado una mala pasada. Tenemos dañada la columna vertebral de nuestra alma y, ¡santo cielo!, tenemos que arreglarla.

 

El otro día escuché por televisión a un pastor que brindó una presentación de lo que los hombres deberían hacer por las mujeres: «Las mujeres quieren que se les diga que son encantadoras. Que son hermosas. Atractivas».

 

No lo negaré. ¿Qué mujer no florecería ante una constante afirmación de esa naturaleza?

Sin embargo, mi pregunta es la siguiente: ¿Qué pasa si nadie nos lo dice? Podemos encontrar la manera de sentirnos bien? O ¿qué pasa si él lo dice porque se supone que es lo que tiene que hacer, pero en realidad no lo siente? ¿Tenemos alguna esperanza? ¿Y qué si ningún hombre se siente cautivado por nosotras? ¿Qué hacer si no nos ven particularmente hermosas? O ¿si, razonablemente, no lo sienten todos los días? ¿Nos sentimos seguras solo cuando él lo dice? ¿Qué ocurre si él nos ama, pero no se siente tan atraído por nosotras como solía sentirse? ¿Qué pasa si ha llenado su computadora de imágenes de lo que a él le parece atractivo y nosotras estamos a años luz de eso? Y ¿si tenemos setenta y cinco años, y cada gramo de atracción ha quedado muy atrás? ¿Podemos seguir sintiéndonos adecuadas en esta sociedad dominada por los medios, o solo será posible si nuestro hombre se queda ciego?

 

El hombre no es el problema

Es una ironía que muchas de las mujeres que se ponen a la defensiva y afirman no necesitar nada de un hombre hayan asumido una de estas tres actitudes: han intentado convertirse ellas mismas en varones, han recurrido a una relación codependiente con una mujer masculina, o han decidido, como las protegonistas de Sexo en la ciudad, tratar de ganar a los varones jugando al mismo juego que ellos.

 

No me digas que no guardamos cuestiones con los hombres. Después de todo este tiempo en el ministerio femenino, no te creeré.

 

Quiero establecer un par de asuntos, lo antes posible:

  • Los hombres, desde luego, no son la única fuente de inseguridad para las mujeres.
  • No ataco a los hombres. Nada estaría más alejado de mi intención que culpar a los hombres de nuestros problemas, o inferir que nos divorciemos emocionalmente de ellos para sobrevivir.
  •  

    Soy una gran hincha de los hombres. Algunos de los que he amado eran maravillosos, y me casé con mi favorito. Después de treinta años de matrimonio, todavía estoy prendada de mi esposo y no puedo imaginar la vida sin él. Nadie me provoca reír como él. Nadie me ayuda a pensar como él. Nadie accede a mi corazón como él. Él es digno de mi respeto y se lo doy de buena gana. Lo mismo pasa con mis yernos, y si existe alguien en este mundo que sea objeto de mi cariño desenfrenado, ese es mi nieto, Jackson. Amo a mis varones con todo mi corazón y tengo en la más alta estima a muchos otros.

     

    Los hombres no son nuestro problema; lo que nos daña es lo que tratamos de conseguir de ellos. No existe nada más frustrante que intentar obtener nuestra femineidad de nuestro compañero. Usamos a los hombres como espejos para ver si somos valiosas, hermosas, deseables, dignas de atención, aceptables.

     

    Busque la segunda parte de este artículo.

    Se tomó del libro Hasta luego, inseguridad, Editorial Tyndale, 2010. Se usa con permiso. Todos los derechos reservados