Habitó entre nosotros
por Christopher Shaw
El sufrimiento saca a relucir, como ninguna otra realidad, nuestra ineptitud.
El sufrimiento saca a relucir, como ninguna otra realidad, nuestra ineptitud. Los escasos recursos emocionales que poseemos pronto se ven sobrepasados frente al desconsuelo, la congoja o la aflicción del prójimo. Balbuceamos frases huecas, proferimos explicaciones desatinadas o recitamos versículos gastados. Quizás tal abundancia de torpezas motivaron al autor de Proverbios a observar: «el corazón conoce su propia amargura, Y un extraño no comparte su alegría» (Pr 14.10 – nblh).
Nuestra evidente incompetencia frente al dolor subraya el contraste con el asombroso camino que recorrió el Hijo de Dios. La frase de Juan «el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros» (Jn 1.14) encierra mucho más que la implementación de un plan de salvación. Revela lo que el autor Henri Nouwen considera uno de los aspectos más enigmáticos del amor de Dios, el deseo de hacerse uno con los que sufren.
Este camino resulta inexplicable precisamente porque nuestro concepto de ayudar al prójimo consiste en buscar la forma de quitarlo, cuánto antes, del lugar de angustia en que se encuentra. El apuro por salvarlo, sin embargo, muchas veces produce soluciones que no proveen alivio al necesitado. Una intervención exitosa requiere, indefectiblemente, un acabado conocimiento de la situación que atraviesa la persona que pretendemos rescatar.
Es este principio el que conduce al Padre a enviar a su hijo para que more entre nosotros. La compasión exige llegar hasta los afligidos, los abatidos, los angustiados, los ignorados, los oprimidos, los olvidados y los quebrantados, para vivir entre ellos y apropiarse de la agonía de su existencia. Solamente cuando esta identificación es completa y sin reservas, se torna posible comenzar a elaborar una solución que en realidad alcance a satisfacer las verdaderas necesidades que tienen.
El autor de Hebreos aprecia las consecuencias radicales de esta identificación. Cristo ha experimentado, en carne propia, la soledad, la traición, la injusticia, la incomprensión, la tristeza, la desilusión y los cuestionamientos que inevitablemente acompañan a todo ser humano. Esto lo ubica en un lugar de privilegio a la hora de intervenir. Por nuestra parte, el saber que apelamos a uno que nos entiende puede revestirnos de osadía. Logramos acercarnos con confianza al trono de la gracia, para recibir misericordia y encontrar gracia para la ayuda oportuna porque «no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino Uno que ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecado» (He 4.15–16).
Cristo nos dejó este mismo encargo, a la hora de ser instrumentos de alivio en sus manos: «Sean compasivos, así como su Padre es compasivo» (Lc 6.36 –nvi). ¿Qué implica? La disposición de sentarse con el que llora y llorar con él, de apropiarse de la angustia y del dolor de los que comparten con nosotros la vida. En esa identificación se crearán los espacios necesarios para que el Dios de todo poder traiga consuelo, renueve las fuerzas y obre sanidad y restauración en la vida de los quebrantados.