por Ricardo Gondim
Aunque no ceso de repetir lo más obvio de lo obvio —la vida es corta— miro hacia atrás. Busco rastros de lo que el polvo del tiempo enterró.
Puedo usar la metáfora de un camino para describir mi vida. Desde hace mucho encaré senderos escabrosos. Desde la adolescencia tuve que enfrentar montañas, despeñaderos, escarpados peligrosos. Me topé con la incomodidad social de tener un padre preso político. Intenté sortear la incomodidad familiar de ver a mamá obligada a vivir en la casa de sus padres. Conviví con la tristeza de no poder asistir a las mejores escuelas.
Por esas sendas me vi obligado a enfrentar dificultades que superaban mis talentos. En la angustia de lograr realizarme, entendí: no existen caminos fáciles. El andar cómodo no es más que una ilusión —y muchas veces una tentación satánica—. Hoy sé: si mi recorrido nunca fue fácil, tampoco el de nadie lo ha sido.
Si logré progresar en algún área, lo debo a la paciencia de padres, parientes, amigos, maestros, compañeros. Temprano aprendí que no me alcanzaría. Solo los zurdos saben lo que es sentirse inadecuado por el simple hecho de ser zurdos. Condicionado por la restricción de confesar en público que papá era un «subversivo», terminé siendo tímido en las relaciones personales. Siempre necesité que los demás tomaran la iniciativa de comenzar algún diálogo. Muchas veces salí adelante solamente porque me monté en la inercia del entusiasmo de otros. Acabé esforzándome solamente para evitar el estigma de la cobardía.
La distancia que me separa de la inmadurez no es grande. No agrando mi trayectoria, mirando por encima a los demás. Mis pasos continúan siendo incipientes y los niveles que ascendí, bajos. Permanezco en medio de la tormenta esperando que otros vengan a mi encuentro y me extiendan la mano.
Alguien ha dicho que los hombres nunca abandonan la búsqueda del cuello materno que los protegió del hambre, el abandono y el miedo. No me avergüenzo al confesar que mi búsqueda es igual a la de todos.
Sigo. Avanzo por un camino, sin negar «la noche oscura del alma», el desierto y la cruz. Mi grito coincide con el del Nazareno: «¿Por qué me has abandonado?»
Pretendo extender la jornada por algunos años más —¡y cómo lo espero! ¿Lo podré lograr si temo nuevos peligros?
Estoy seguro de que en los amigos, los compañeros y los gestos mínimos de amor, conseguiré percibir a Dios, el mismo Dios que un día se parecía a una mujer que me hacía dormir, asegurándome: «Estoy aquí».
Soli Deo Gloria
El autor es pastor de la Iglesia Betesda en San Pablo, Brasil. Es autor de varios libros —aún no disponibles en español— y un reconocido conferenciante. Está casado con Silvia. Dios los ha bendecido con tres hijos y tres nietos.
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