Después del fracaso

por Dean Merrill

La restauración alcanza a los que son víctimas, pero también
se extiende hacia los que han caído como fruto de su propia
necedad y obstinación

Ministrar a las personas que han creado sus propios fracasos no es lo mismo que llegar a las víctimas que sufren por adversidades externas. Nos sentimos fácilmente atraídos a ayudar a alguien afectado por leucemia, al abrumado por el nacimiento de un niño con alguna limitación física, al que fue atropellado por un conductor ebrio, y a aquellos que quedaron sin hogar por una catástrofe de la naturaleza. Estas personas transitaban tranquilamente su vida ocupándose de sus propios asuntos, cuando, de repente, la tragedia los golpeó. Nuestra compasión y empatía despiertan automáticamente.

Pero ¿qué ocurre con la madre soltera que hubiera preferido otro resultado? ¿Qué pasa con el hombre de mediana edad que de pronto se obsesiona y cambia su trabajo y su matrimonio por un condominio en una playa en algún lugar cálido con alguna rubia? ¿Qué sucede con el cristiano que ha sido acusado de malversación de fondos… con los padres que fueron demasiado duros o demasiado indulgentes con sus hijos y ahora están cosechando el torbellino… con la persona cuyos comentarios desmedidos han encendido una terrible pelea en la familia o en la congregación?

Estas personas en definitiva no son candidatas heroísmo. De hecho, son una vergüenza, una mancha en el nombre de Cristo. Nos hacen sentir incómodos, incluso a veces nos exasperan. Nuestros principios ministeriales nos recuerdan que debemos mantener la calma, ser comprensivos serviciales; y lo intentamos. Pero, a veces, no conseguimos controlar la batalla interna que surge cuando el personal de la sala de emergencias nos manifiesta que la ambulancia se presentará con una persona que intentó suicidarse: ¿Por qué debo esforzarme por tratar de salvarle la vida a alguien que intentó quitársela?

Ecos del pasado

En estos momentos, tenemos que tomar aire y recordar que trabajamos para un Jefe con un extraño apego por los inútiles y los rebeldes. Su inmensa paciencia a veces lo lleva a hacer hasta lo imposible, no porque le guste jugar de tonto, sino porque ha experimentado tanto durante extenso tiempo que ya lo ha visto todo. Sigue afirmando frases como: «Porque yo te devolveré la salud, y te sanaré de tus heridas […] porque te han llamado desechada, diciendo: “Esta es Sion, nadie se preocupa por ella”» (Jer 30.17).

De vez en cuando, nos hace bien recordar parte de su historial. Llamó a un hombre llamado Abram hacia un gran destino, y este inmediatamente huyó a Egipto… planeó una estafa para protegerse, pero de esta manera su esposa cayó en el harén del Faraón… fue expulsado del país… y se llevó con él a una egipcia llamada Agar, cuya presencia casi logra destruir su matrimonio.

¿Este es el modelo de fe «del amigo de Dios»? Todo el honor y los logros que tanto judíos como cristianos veneran de Abraham llegaron después de su gran desastre personal.

Dios es de los que recoge a un asesino llamado Moisés, quien en un momento de enojo termina siendo un discípulo del Faraón. Nadie diría que su destino era ser un asesino, pero Moisés, como fugitivo, aprendió a moverse en el territorio del Sinaí, y es fascinante ver cómo Dios utilizó ese conocimiento a la hora de conducir a una nación hacia el este.

El recorrido nos lleva al amorío de David y a Simón Pedro, cuyo apostolado nos recuerda que Dios reserva un futuro para la gente que deja escapar aquellas cosas que nunca quiso decir. Juan Marcos echó a perder su oportunidad inicial en el ministerio (Hch 13.13) y sin embargo, fue quien escribió el segundo evangelio.

Otro caso fue el de Jonás. Cuando decidió ir hacia Tarsis, ¿por qué Dios no solo le permitió seguir adelante y gozar unas lindas vacaciones? ¿Por qué no eligió a otro profeta más obediente para que predicara en Nínive? Podríamos responder: «Dios tenía que castigarlo. No podía permitir que Jonás se saliera con la suya al obviar una orden divina». Pero ¿por qué entonces volvió a enviarlo? ¿No había «abandonado la perfecta voluntad de Dios» para su vida, como para obtener la posición del segundo mejor?

No lo creo. De hecho, resultó ser un brillante éxito entre los profetas. Muchos fueron expulsados de la ciudad, enviados a prisión, o al menos fueron ignorados. El llamamiento de Jonás atrajo a medio millón de personas, «desde el más grande hasta el más pequeño» (Jonás 3.5). A veces Dios se deja llevar por este asunto de la restauración.

El tipo de Señor al que servimos

Estas historias nos llevan, tanto a los ministros como a aquellos a quienes ministramos, a cuatro conclusiones acerca de la naturaleza de Dios:

  • Él es imperturbable. Nosotros, los seres humanos, podemos hacerle reír, llorar, sonreír, bostezar (especialmente), pero nunca gritar desesperadamente. Él nunca se lleva la mano a la boca y les dice a los ángeles: «¿Vieron eso?» Él ha visto toda estupidez imaginable, cada giro de comportamiento autodestructivo, cada paso en falso, al punto de que está más allá de sorprenderse.
  • Él está decidido a restaurar cuando sea posible. «Por el Señor son ordenados los pasos del hombre», escribió David en el Salmo 37.23–24. «Cuando caiga, no quedará derribado, porque el Señor sostiene su mano».

    Tendría poco sentido que renunciara a nosotros, ya que el planeta está poblado exclusivamente por torpes mortales. Tal vez podría empezar de nuevo con una raza mejor en otro lugar de la galaxia, pero ha prometido seguir con nosotros y sacar lo mejor de nosotros.

  • Él tiene más opciones de lo que pensamos. Somos demasiado propensos a pensar que solo existe una manera de salir de un aprieto, e incluso que cierta manera es demasiadas veces ex post facto («si tan solo hubiera hecho /no hubiera hecho tal y tal cosa, su vida podría haberse enderezado»). Nos olvidamos de que incluso los administradores de negocios, si vale de algo, pueden pensar en dos o tres maneras para resolver un problema. Un gerente exitoso enfrenta obstáculos y complicaciones en un día de trabajo, pero busca instintivamente la ruta B, C, o D con el fin de mantener la organización en movimiento.

    ¿Cuánto más nuestro Dios? Sin duda, él es tan creativo como un jefe de la división corporativa, y más aún. Sus alternativas para el futuro de las personas quebrantadas son rara vez tan limitadas como imaginamos.

  • Él nos utiliza en su trabajo de restauración si queremos involucrarnos. El problema es que muchos de nosotros somos como el ministerio inglés, que desestimó a William Carey al declararle: «Joven, si Dios quiere salvar a los paganos, bien puede lograrlo sin su ayuda o la nuestra». Suponemos que los divorciados, inmorales, y desdichados pueden elaborar sus propias respuestas al evangelio como cualquier otra persona. Después de todo, se proclama la Palabra todos los domingos; ahora depende de ellos.
  • Desafortunadamente, a la mayoría de ellos les resulta imposible dar el primer paso hacia atrás. Un hombre que entrevisté para mi libro Another chance: How God Overrides Our Big Mistakes (Otra oportunidad: Cómo Dios deja pasar nuestros terribles errores) mencionó: «Si me hubieran preguntado a qué personaje de la Biblia me parecía más, probablemente habría nombrado a Adán. Yo mismo me habría expulsado del jardín, absolutamente con ninguna posibilidad de retorno. Ahora estaría desterrado».

    Cómo ayudamos

    Es natural suponer que en el ministerio de pastorear a los caídos, alcanzar el arrepentimiento es el primer paso. Los pecados del pasado deben ser confrontados y confesados al Dios santo con el fin de restaurar al caído y de soltar las bendiciones del Señor en el futuro.

    Teológicamente, eso es incuestionable. Psicológicamente, no funciona muy bien. John van der Graaf y el pueblo de la Iglesia Unida Metodista de San Marcos en los suburbios de St. Louis aprendió esto algunos años atrás, cuando inauguraron un grupo de apoyo para las personas divorciadas y separadas. «Creo firmemente que la gente tiene que asumir la responsabilidad de su comportamiento —afirma el pastor— y sabía, a través de la consejería, que debe responder preguntas difíciles en algún momento a lo largo del camino. Pero decidimos que ese no era el punto de partida. Primero tuvimos que tratar de sanar las heridas».

    Destacaron la aceptación, la calidez y el amor sanador desde esa primera noche de jueves en adelante, y entendieron que debían avanzar hacia la renovación personal solo cuando la gente se sintiera segura. No debe extrañar que su grupo haya crecido a más de doscientos miembros en un año.

    Restaurar la confianza

    La tarea principal a la hora de ministrar a aquellos que han cometido un error importante en su vida es restaurar la confianza. Debemos ayudarles a entender que Dios los aceptará nuevamente a pesar de lo que haya ocurrido. Debemos encender la llama de la esperanza, romper con la oscuridad. Como expresa Pablo: «al no poner nuestra vista en las cosas que se ven, sino en las que no se ven; porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (2Co 4.18).

    ¿Cómo logramos esto? Utilizando las poderosas palabras de la Escritura, por supuesto. Lo expresamos con nuestro lenguaje corporal, con nuestra apertura, con nuestro toque. Lo afirmamos a través de las historias de otras personas que vivieron situaciones similares y que han sido restauradas. Persuadimos a la persona de que ella no es la más desastrosa de todos los tiempos. Muchos han tocado fondo, pero han reconstruido sus vidas delante de Dios.

    Tanto a nivel cognitivo como a nivel emocional transmitimos la verdad cristiana que nos afirma que más allá de la muerte hay resurrección.

    Confrontar

    Solo entonces estaremos listos para pasar a la segunda tarea: la confrontación. Debemos tratar con cuidado y delicadeza a la persona que ha cometido errores para que se dé cuenta de que no es una cuestión de «Me pasó a mí» o «Estoy acabado». La realidad es: «Yo lo hice, ¿no? Pudo haber otros que hayan sido una mala influencia, pero yo tomé las decisiones».

    Tenemos que actuar como el mensajero de Dios que enfrenta a Jacob al lado del río, y en el momento crítico le pregunta: «¿Cuál es tu nombre?» Lo que está preguntando en realidad es «Jacob, ¿cuál es tu verdadero problema? Has culpado a tu padre, Isaac, por su favoritismo por Esaú; has culpado a tu hermano por su actitud hiriente; has culpado a tu tío Labán, por su deshonestidad; pero bien adentro, en la raíz de todo, ¿quién eres? Tú eres Jacob, el suplantador, el engañador. Acéptalo».

    Algunos se rebelarán en esta instancia. Si nos apresuramos a formular la pregunta antes de tiempo, algunos volverán a caer en la desesperación. Pero si somos guiados por el Espíritu, experimentaremos un gran despertar.

    Confesar

    Una vez que las cartas se hayan extendido sobre la mesa, estamos listos para pasar a la tercera etapa: la confesión. Como remarca Eclesiastés, hay un tiempo para estar en silencio, pero luego llega el momento de hablar. Las personas devastadas suelen estar inicialmente en silencio, les duele demasiado confesar los detalles miserables. Pero no veremos la sanidad sin completar esta etapa.

    Después de que el hijo pródigo se enfrentó con su terrible situación en la pocilga y decidió levantarse y regresar a casa, fue golpeado por un pensamiento aleccionador: no podía aparecerse en la puerta principal e ir a su dormitorio. Tendría que decir algo. Lograr amigarse con su padre significaba que estaba obligado a hablar.

    Así que planeó su discurso: «Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y ante ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo […]”» (Lucas 15.18–19). Lo emocionante ocurrió cuando llegó a la casa y con muchos nervios comenzó su discurso (v. 21), solo llegó a decir la mitad de lo que había pensado. Lo que iba a pedirle a su padre «hazme como uno de tus jornaleros» se perdió entre los gritos de su padre que le entregaba una túnica, un anillo y quería celebrar su retorno con un becerro gordo. Así es nuestro Padre.

    Un cónyuge o un jefe agraviado probablemente no sean tan entusiastas al recibir la confesión de la persona que aconsejamos, pero eso no disminuye el valor de su actitud. El punto es aclarar la ofensa, para que la persona culpable pueda olvidarla para siempre. Si la relación interpersonal se puede restaurar, mucho mejor, pero no es indispensable.

    Guiar

    Ahora, no nos atrevamos a detenernos. Tenemos que completar la cuarta tarea: guiar a la persona hacia la corriente de adoración y servicio. Si solo llevamos a las personas a través de los tres primeros pasos, las estamos llevando a una decepción y posible recaída. Si se evidencia que la persona perdonada aún lleva un estigma en la iglesia, todo lo que precede se verá frustrado.

    A veces es difícil para los ancianos, que no estuvieron presentes en el asesoramiento a fondo y no vieron las lágrimas amargas de arrepentimiento, aceptar esto. La mayoría de los pastores pueden hablar de situaciones en las que Dios perdonó, pero los diáconos no. A veces, la actitud de la iglesia es como una insignia que una vez vi en una tienda para turistas: «Errar es de humanos. Perdonar está fuera de la cuestión».

    Perdonar está fuera de la cuestión». No debemos irritarnos o disgustarnos ante tales actitudes. Las personas no siempre son malas, a veces solamente son cautelosas o temerosas de eximir el pecado. En estas situaciones, debemos emplear fines creativos. Si la tradición (o las leyes) impiden que las personas divorciadas enseñen en la escuela dominical, ¿qué tal un estudio bíblico en el barrio? Si las credenciales ministeriales han sido removidas, ¿por qué no comenzar con un ministerio que no requiera de una ordenación?

    A veces surge un temor persistente: «¿Y si vuelve a caer?» Al diablo le encanta hacernos imaginar eso. Debemos levantarnos en contra de ese acoso y creer que «el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús» (Fil 1.6).

    ¿Esto significa un restablecimiento inmediato? Por lo general, no. ¿Reincorporarse al puesto de responsabilidad original? No siempre. A veces es mejor empezar de nuevo en otra ciudad, no porque la persona esté huyendo de asuntos pendientes, sino porque no vale la pena esperar quince años hasta que la actitud de todos se vuelva más flexible. El Señor dirige una gran viña con un montón de trabajo por cumplir en todos los rincones.

    Entrenamiento de rescate

    Una razón por la que tanto nosotros como nuestras congregaciones nos sentimos incómodos con respecto al ministerio de restauración es que no hemos pensado lo suficiente acerca de esa posibilidad. Durante mucho tiempo hemos mantenido la fachada de que todo va bastante bien y que el caminar de un buen cristiano no se aleja demasiado de la raya. Así, cuando surge un problema importante, no contamos con estrategias preparadas para hacerle frente.

    Dada la realidad de nuestro tiempo, debemos empezar a establecer una ética entre la gente que se interesa por las iniciativas de rescate. Debemos predicar acerca de este tema los días soleados, cuando no hay crisis precipitantes. No funcionará hablar del perdón el domingo después de que la hija soltera de un anciano anuncia que quedó embarazada. Enfrentaremos las distintas emociones de las personas, y los más intransigentes nos crucificarían. Debemos enseñar, exhortar y explicar el camino de regreso del fracaso en tiempos más tranquilos, para que la comunidad cristiana se prepare cuando nos asalte la tormenta.

    Derechos reservados por © 1989 Christianity Today.