El don de la reprensión

por Gordon MacDonald

La reprensión forma parte de los valiosos regalos que podemos
recibir y, también, dar.

 

Cuando pastoreaba mi primera iglesia, pensaba
que las cosas iban bastante bien. Tal vez esa perspectiva
contribuyó a mi arrogancia. Un domingo
por la mañana, anuncié desde el púlpito que Dios
quería que nos comprometiéramos con un proyecto
misionero maravilloso que costaría seis mil
dólares por encima de nuestro presupuesto normal.
Comenté que deberíamos juntar el dinero en
un mes, y les agradecí de antemano por el apoyo
que iban a dar. En algún lado había escuchado
que los visionarios hacen este tipo de cosas… y
que a la gente le encanta.

Cuando me reuní con el comité de la iglesia
la noche siguiente, sinceramente esperaba ser
afirmado por mi liderazgo audaz. Por eso quedé
sorprendido cuando el presidente comenzó la
reunión y de inmediato se dirigió a Ernest Krost,
un anciano de la congregación muy respetado de
setenta y cinco años de edad.

«El hermano Krost quiere expresar un comentario»
—anunció el presidente.

«Hermano Gordon —comenzó—, debo reprenderlo
—Mientras me quedaba sin aliento, el
hermano Krost continuó—: Probablemente hayas
pensado que el anuncio de ayer por la mañana fue
por una buena causa. Pero este consejo te solicita
que nunca más pidas dinero a la congregación sin
consultarlo primero con nosotros.

»Queremos acompañarte en tu liderazgo, pero
no lo lograremos si sigues sorprendiéndonos de
la forma en que lo hiciste ayer. En esta iglesia trabajamos
siguiendo un presupuesto, y es posible
expandirlo si Dios así lo indica. Pero no puedes
ampliarlo por ti mismo.

»Ahora te apoyaremos en este proyecto, pero
solo por esta vez. ¿He sido claro?»

Lo entendí, y les aclaré que así había sido. Y
nunca más jugué el papel del visionario solitario.

Cuando era un joven de dieciséis años, un entrenador
de atletismo me remarcó: «Siempre me
parece que aprendes las cosas de la manera más
difícil». Esto me lo mencionó luego de que perdí
en una carrera que debería haber ganado si hubiera
seguido sus instrucciones. Ese día me retiré
del lugar con una promesa: «Esta será la última
vez que aprenda algo de la manera difícil».

Por desgracia, estaba muy lejos de ser la última
vez. Mi vida está repleta de reprensiones. De
mi padre, de maestros, de amigos, de críticos y de
los hermanos de mis cuatro congregaciones.

Me gusta pensar que cada una de las reprensiones
actuó favorablemente en mi carácter y en
mi comportamiento. Pero evidentemente muchas
pasaron desapercibidas en mi cabeza y no aproveché
sus beneficios.

¿Qué son las reprensiones y qué no son?

Como regla definida, reprender significa confrontar a alguien con la maldad de una acción o
actitud y ayudarle a entender las consecuencias.

Esto es muy diferente de lo que sucede con
frecuencia en la iglesia. Conozco las cartas anónimas.
Mis motivos, mi integridad, mi teología
y mi política han sido cuestionados, y no de la
mejor manera. Mucha gente me ha enfrentado
con amor y otros me han criticado a mis espaldas.
Estas no son reprensiones.

La reprensión es diferente. La reprensión auténtica
es una comunicación noble, y su intención
es liberar a una persona para su crecimiento y
eficacia. Como menciona Pablo, hablar «la verdad
en amor» (Ef 4.15). En la Biblia, por lo general,
las reprensiones eran fuertes.

Samuel a Saúl: «—¡Qué tontería! —exclamó
Samuel—. No obedeciste al mandato que te dio
el SEÑOR tu Dios. Si lo hubieras obedecido,
el SEÑOR habría establecido tu reinado sobre
Israel para siempre. Pero ahora tu reino tiene
que terminar, porque el SEÑOR ha buscado a un
hombre conforme a su propio corazón. El SEÑOR
ya lo ha nombrado para ser líder de su pueblo,
porque tú no obedeciste el mandato del SEÑOR»
(1Sa 13.13–14 – NTV).

Jesús a Simón Pedro: «—¡Aléjate de mí, Satanás!
Representas una trampa peligrosa para mí.
Ves las cosas solamente desde el punto de vista
humano, no desde el punto de vista de Dios»
(Mt 16.23 – NTV).

Pablo a los corintios: «Amados hermanos,
cuando estuve con ustedes, no pude hablarles
como lo haría con personas espirituales. Tuve
que hablarles como si pertenecieran a este mundo
o como si fueran niños en la vida cristiana.
Tuve que alimentarlos con leche, no con alimento
sólido, porque no estaban preparados para
algo más sustancioso. Y aún no están preparados»
(1Co 3.1–2 – NTV).

No todos los reprendidos recibieron con buenos
ojos las reprensiones. El rey Acab, por ejemplo,
desestimó una profecía del profeta Miqueas,
cuando afirmó: «Lo detesto. ¡Nunca me profetiza
nada bueno, sólo desgracias!» (1Re 22.8 – NTV).

Me preocupa el líder que no quiere escuchar
reprensiones, que se rodea de personas que solo
le señalan lo agradable y positivo. Tarde o temprano,
estos líderes se neutralizan.

Una buena reprensión aborda una cuestión
específica. No viene con pelos en la lengua, y no
deja al oyente con ninguna duda sobre qué está
siendo confrontando. Una buena reprensión
no suele surgir de la nada; por el contrario, se
piensa con mucho cuidado. Se desarrolla a partir
de la oración y, a veces entre lágrimas. Si el que
reprende encuentra que esa tarea le resulta fácil,
es probable que él mismo necesite otro tipo de
reprensión.

Observamos una de las reprensiones más notables
de la Biblia cuando Dios le habla en forma
de interrogatorio a un lastimoso Job. Después
de una gran hazaña del universo, por así decirlo,
Job alcanza la perspectiva de Dios, y acepta su
reprensión.

«Soy yo y hablaba de cosas sobre las que no
sabía nada, cosas demasiado maravillosas para
mí. […] Hasta ahora sólo había oído de ti, pero
ahora te he visto con mis propios ojos. Me retracto
de todo lo que dije, y me siento en polvo y ceniza
en señal de arrepentimiento» (Job 42.3–6).

No puedo pensar en una mejor respuesta a
una reprensión que la de Job. Mi héroe, el pastor
anglicano del siglo XIX Charles Simeon, luchaba
contra su ego. Un amigo lo ayudó a notar esta
tendencia. Un día después, Simeon le escribió a
su mentor, Henry Venn: «¡Qué bendición invaluable
es contar con un amigo fiel! Satanás está
listo para remarcarnos todo aquello bueno que
poseemos, sin embargo un amigo fiel sí nos mostrará nuestros defectos».

Una reprensión está diseñada para desarrollar
una visión, carácter o capacidad espiritual.
También está destinada a detener algo destructivo
o perjudicial.

Reprensión bien aceptada

Como seminarista, me pidieron que escriba un
artículo y lo entregué a un foro especial de estudiantes
y profesores. Por lo general, demoraba
la redacción del artículo hasta la fecha límite y
cancelo dos días de clases para conseguir completar
la tarea. Cuando terminé de leer el artículo
y el público respondió con aplausos y salí de la
sala, un profesor cuyas clases había esquivado a
fin de redactar el artículo me comentó: «Gordon,
ese fue un buen artículo, pero le faltó grandeza.
¿Quieres saber por qué? —No le pude decir que
no, así que continuó—. «Sacrificaste tus responsabilidades diarias para escribir ese artículo. Tu
ministerio no alcanzará el éxito si conviertes en
hábito esta manera de manejar tu vida».

Escuchamos con atención un comentario así,
porque proviene de un hombre de cuarenta años
mayor que nosotros, a quien respetamos. A él le
interesó menos el contenido de mi presentación
que el patrón de carácter que enmarcaba su escritura.
El artículo pronto sería olvidado (ahora
no consigo recordarlo para nada), pero los hábitos
que reveló continuarían el resto de mi vida si
no los alteraba.

Él vio esto; yo no. Su reprensión me retó a
reformular mi ética de trabajo.

Al comienzo de mi ministerio, mantuve el
hábito de reunirme con el presidente del consejo
cada lunes por la mañana para escuchar su punto
de vista acerca de cómo iban las cosas. Esa era
la parte buena. La parte mala fue que, al parecer,
me disgustaba cada vez que añadía un comentario
que no me gustaba (¿hay un Acab dentro
mío?), sobre algo que él veía o había escuchado.

Una vez, que me había enfadado un poco, se
inclinó sobre la mesa y me explicó: «Pastor, veo
en ti un rasgo que tendrás que modificar. Se trata de exceso de sensibilidad. No hablamos de ti o
de lo que sentimos por ti, hablamos acerca de tu
ministerio y de cómo podemos mejorarlo. Deja
de involucrar tus sentimientos en las discusiones».

¡Escuchamos con atención una reprensión
semejante! Todo nuestro futuro puede marchar
delante de nuestros ojos. De repente, alguien nos
señala un rasgo de nuestro carácter que se interpone
entre nosotros y nuestros sueños. Él me
dio un consejo valioso. Hoy, todavía lo escucho,
treinta y cinco años más tarde, cada vez que mi
esposa, un amigo, un compañero o un enemigo
comienzan a expresarme algo que no quiero
escuchar.

Una vez, un mentor espiritual me reprendió
cuando me oyó comentar algo malo acerca de
un amigo que teníamos en común: «Gordon, un
hombre que ama a Dios no habla de esa manera
acerca de un hermano». Fue como si me
hubiera apuñalado con un cuchillo. El dolor fue
intenso, pero me había hablado con toda razón.
Veintisiete años más tarde, escucho nuevamente
esas palabras cada vez que me siento tentado a
expresar algo degradante acerca de cualquiera…
de cualquiera.

La reprensión que viene de parte de alguien
Importante

Mi esposa, Gail, ha sido fundamental en cuanto a
las reprensiones que me urgen: «Alguna vez has
pensado que la mayoría de las ilustraciones de los
sermones que das se refieren a personas prósperas? Cada persona de negocios que mencionas
siempre es poderosa o tiene conexiones importantes.
Cada investigador del que hablas es el
mejor en esto o aquello. Cada atleta que mencionas
rompe todos los records. Cada organización
a la que te refieres es la más grande. ¡Lo mejor, lo
mejor, lo mejor!»

»Debes preguntarte si no estás transmitiendo
un mensaje equivocado: que las únicas personas
que te importan son las que alcanzan éxito».

«Tu esposa es uno de los dones más preciosos
de Dios para tu vida —me comentó un mentor
una semana antes de casarme con Gail—. Él te
hablará a través de ella si estás dispuesto a escuchar.
Pero si no escuchas, ella entenderá que no te
interesa ese regalo, y se callará. Pero te convertirás
en un perdedor».

Mi mentor hablaba con razón.

En esta ocasión, la reprensión de Gail acerca
de las ilustraciones de mis sermones vino acompañada
por la de una mujer llamada Marilyn que
me reprendió sin saber lo que había hecho en
realidad. Como padecía serios problemas emocionales,
sus medicamentos la mantenían constantemente
en las nubes.

¿Puedo ser franco? Era el tipo de mujer que
uno trata de evitar cada vez que se acerca.

Estaba de pie en el vestíbulo de la iglesia hablando
con alguien cuando Marilyn entró por la
puerta. Cuando la vi, la saludé: «¡Hola, Marilyn,
¿cómo estás?» E inmediatamente le di la espalda
y reanudé la conversación con mi colega, con la
esperanza, supongo, de que Marilyn se fuera para
otro lado.

Pero no lo hizo. Un momento después, literalmente
se metió en medio de la conversación.

Con su voz suave y medicada, me reprendió:
«Pastor Mac, usted me saluda: “Hola, Marilyn,
¿cómo estás?”, pero realmente no quiere saberlo.
Usted no tiene tiempo para una persona como yo.
Solo habla con gente importante».

Creo que ese fue el día en que comencé a
perder el deseo de pastorear una iglesia grande.
La reprensión de Marilyn me mostró todas las
realidades que implicaba ser pastor de una congregación
grande, donde el noventa por ciento de
la gente nunca podría entablar una conversación
sustancial conmigo sin una cita previa.

Marilyn tenía razón: yo no quería saber cómo
estaba, porque no tenía ni el tiempo ni la curiosidad
de saberlo. Estaba demasiado ocupado para
atender a las «personas secundarias».

Gail y Marilyn me habían golpeado reprendiéndome
una atrás de la otra.

Un hombre indigente en Nueva York también
me reprendió un día. Lo encontré revisando un
tacho de basura al lado del edificio de nuestra
iglesia en Manhattan. Francamente, eso me
irritó, y le grité: «Oye, cuando hayas terminado
de revisar el tacho, asegúrate de guardar todo de
nuevo y de taparlo». Y empecé a caminar.

«¡Un momento! —me gritó. Me volví hacia él,
y añadió—: me encantaría hacer lo que me solicitó,
pero si me lo pide respetuosamente».

¡Respetuosamente! Este hombre sabía bien
cuándo alguien le faltaba el respeto.

Contuve el aliento y lo admití: «Tiene toda
la razón, y lo siento mucho. Señor, cuando haya
terminado, significaría mucho para mí si usted se
asegurara de que el área quede ordenada».

«Cómo no» —me respondió—. Nos dimos la
mano.

Tales reprensiones aparecen una y otra vez
en mi mente y me proporcionan una medida de
disciplina cada vez que surge una ocasión similar.
Puedo asociar un nombre con cada una de estas
reprensiones, y cada nombre representa a alguien
que me amó y se preocupó por mí lo suficiente
como para insistir en que me enfrentaba con una
porción de verdad.

Alguna reprensión certera

Existe la gran tentación de enojarnos cuando nos
reprenden; o de adoptar la postura de la defensiva;
o de alejarnos de la persona que tuvo el valor
de enfrentarnos con la verdad; o de encerrarnos
en la negación o en la autocompasión. Todas estas
reacciones nos garantizan un retraso en nuestro
crecimiento y nuestra madurez, aquello que más
le urge a un líder cristiano.

«Escribí aquella carta con gran angustia, un
corazón afligido y muchas lágrimas. No quise
causarles tristeza, más bien quería que supieran
cuánto amor tengo por ustedes», escribió Pablo a
los corintios (2Co 2.4). El suyo era un amor firme
por la gente de Corinto. Al parecer valió la pena.

¿Recuerda que comenté acerca de mi costumbre
de reunirme con el presidente del consejo
cada semana? Algunos años más tarde había otro
hombre que, como todos los demás, sostuvo la
misma rutina conmigo. Una mañana, durante
el desayuno, me comentó: «Gordon, eres muy
bueno con la gente. Pero me gustaría que seas aún
mejor».

«¿Cómo es eso?» —Le pregunté.

Sacó de su bolsillo un paquete de pastillas de
menta para el aliento. «Esto haría que fuera más
sencillo hablar contigo» —me explicó con una
sonrisa.

Creo que califica como una reprensión. Pero
no estoy seguro.

Cuando yo reprendo a alguien más

Para los pastores, no necesariamente les resulta
más fácil dar que recibir. La mayoría de los pastores
somos «sensibles», es decir que los sentimientos,
la dignidad, y la aprobación de la gente tienen
mucho que ver en la toma de decisiones.

Puesto que por naturaleza soy «sensible», decidir
reprender a alguien siempre me ha resultado
difícil. Prefiero que me reprendan a tener que
hacerlo yo. ¿Por qué? Lucho con pensar si he acertado
en mi juicio sobre las acciones o actitudes
de una persona, porque tengo la tendencia de ver
muchos aspectos distintos en cada historia. Temo
peder una relación. No me gusta herir a la gente.

Los siguientes son principios de reprensión
que me sirvieron de gran ayuda:

  • Asegurarme de que no existe ninguna manera
    de que mi reprensión llegue a malinterpretarse.
  • Nunca debo reprender a alguien cuando me
    siento enojado.
  • No debo reprender por escrito o por teléfono,
    solo cara a cara (y, si fuera necesario, con un
    testigo)
  • No debo destruir la dignidad del otro.
  • Asegurarme de que conozco toda la historia.
  • Asegurarme de aclarar mis propios motivos y
    propósitos.
  • Asegurarme de que identifiqué las repercusiones de esa conducta.
  • Ofrecerle a la persona una oportunidad para
    que reconozca su error y pueda comenzar de
    nuevo.
  • Gordon MacDonald es editor de Leadership y presidente
    de World Relief.
    Derechos reservados por © 2002 por el autor o por
    Christianity Today / Revista Leadership.