El hombre que salvó a David

por Mark Patin

En ocasiones Dios
levanta un hombre para socorrer al líder de una catástrofe segura

El ministerio nos presenta con situaciones que desafían nuestra fe. En medio de ese contexto crecemos en el ejercicio de nuestro llamado y logramos ver, de primera mano, el poder de Dios desplegado a favor de la extensión del Reino. No obstante, en ciertas ocasiones el Señor expone a un líder a alguna situación en la que este se ve por completo desbordado.

Tal es el caso de Moisés, en Éxodo 17, durante la batalla contra los Amalecitas. Los israelitas conseguían ganar solo mientras él mantenía los brazos en alto, pero pronto se fatigó y requirió la ayuda de Hur y la de Aarón. Así también ocurrió con el profeta Jeremías cuando, desanimado en extremo por el trato que recibía del pueblo, mal¬dijo el día en que había nacido (Jer 20.14–18). Y el apóstol Pablo les comenta a la iglesia de Corinto que la prueba que enfrentaron en Asia Menor ha¬bía sido tan intensa que «fuimos oprimidos y ago¬biados más allá de nuestra capacidad de aguantar y hasta pensamos que no saldríamos con vida. De hecho, esperábamos morir» (2Co 1.8–9 – NTV).

En estas ocasiones Dios suple la necesidad del líder por medio de alguien que llega a socorrerlo. El aporte de estas personas posee un valor inestimable porque aseguran la continuidad de un ministerio que corría peligro de destrucción. No solamente enseña al líder a trabajar en equipo con otros, sino que también, sus seguidores, al gozar ellos la oportunidad de jugar un papel fun¬damental en el desarrollo del ministerio, ganan en confianza como colaboradores.

La huella del tiempo

La derrota de Goliat a manos del joven hijo de Isaí asentó las bases para una reputación que no dejó de crecer a lo largo de incontables conflictos bélicos. El nombre de David llegó a ser sinónimo de la invencibilidad, pues derrotó a cuánto enemi¬go enfrentó.

A pesar de sus impresionantes antecedentes, David no escapó al inevitable proceso de debilitamiento que deja el paso de los años. En 2 Samuel 22 lo encontramos una vez más en batalla con-tra sus perennes enemigos, los filisteos. En una reiteración de aquella memorable victoria sobre el gigante de Gat, el rey vuelve a enfrentarse a un coloso, Isbi-benob, que pertenecía al mismo pueblo de Goliat.

Esta vez la victoria no se le concederá a David. «Cuando David y sus hombres estaban en lo más reñido de la pelea, a David se le acabaron las fuerzas y quedó exhausto. Isbi-benob […] había acorralado a David y estaba a punto de matarlo» (2Sa 21.15, 16). El invencible guerrero de Israel está a punto de caer en manos de alguien que quiere vengar la muerte de Goliat.

Intervención oportuna

El historiador nos cuenta que uno de los fieles guerreros del rey, Abisai, llegó justo a tiempo para rescatarlo y mató al gigante. No obstante, el susto que experimentaron los oficiales que acom-pañaban a David les sirvió para exhortar al rey: «¡No volverás a salir con nosotros a la batalla! ¿Por qué arriesgarnos a que se apague la luz de Israel?» (2Sa 21.17).

Estos hombres querían proteger a David porque entendían que su vida era extraordina¬riamente valiosa como para dejar que muriera en un ejercicio innecesario. Otros guerreros más jóvenes podían pelear por el rey, pero nadie podía reemplazar las funciones que David ejercía en medio de Israel.

El relato nos ofrece otra mirada a la grandeza de espíritu que poseía el hijo de Isaí. Era el rey y bien podía haberse resistido a la buena intención de sus hombres. La decisión final estaba en manos del monarca. No obstante, David mostró verdadera hombría al dejar que otros pelearan por él en cir¬cunstancias en las que ya no era capaz de manejar solo. A partir de ese momento no salió más a la ba¬talla y sus guerreros más valientes, Sibecai de Husa, Elhanán, hijo de Jaare, y Jonatán, hijo de Simea, hermano de David, derrotaron a los gigantes.

Discernimiento indispensable

Luego de las victorias que Dios concedió a Israel David entonó un cántico de gratitud. En el mismo dejó registrada la situación que había vivido.

Él extendió la mano desde el cielo y me rescató; me sacó de aguas profundas. Me rescató de mis enemigos poderosos, de los que me odiaban y eran demasiado fuertes para mí. Me atacaron en un momento de angustia, pero el Señor me sostuvo. Me condujo a un lugar seguro; me rescató porque en mí se deleita (2Sa 22.17–20).

Observe la confesión de David: «los que me odiaban eran demasiado fuertes para mí». Reconoce que en aquella ocasión se vio desbordado y que no era capaz de enfrentarla solo.

El líder que se encuentra en una situación similar a esta necesita de un Abisai, pero no podrá disfrutar los beneficios que le ofrezca ese Abisai a menos que deje que lo ayude. Y para que sea socorrido está obligado a reconocer que solo no podrá lograr nada, algo que pareciera contradecir los principios más elementales del liderazgo efectivo. La tentación siempre es a mostrar que somos capaces, aun cuando en nuestro corazón nos damos cuenta de que estamos perdidos.

La bendición de Abisaí

En algunas oportunidades nosotros ocuparemos que un «Abisaí» venga a nuestro rescate. En otras… nosotros seremos el «Abisaí» que rescata a otro líder de una situación que lo abruma. Sea cual sea la experiencia que nos toque vivir, la tarea que cumpla un «Abisai» será de valor incalculable para la continuidad del ministerio de un líder.

Un Abisai posee algunas herramientas que le permiten ser de particular bendición a los que se hallan en aflicción. Entre ellas, se destacan cuatro:

1. El rostro

El rostro de una persona es la cartelera en la que se alcanza a vislumbrar la presencia o ausencia del Señor. Nuestro rostro alimenta en otros la esperanza o el desánimo.

El elemento que hace la diferencia es la expresión con la que miramos a los demás, la cual comunicamos principalmente por medio de los ojos. Algunas miradas van llenas de ternura y compasión. Otras, como las de Simón el fariseo, se lanzan llenas de condenación y juicio. Los ojos terminan revelando lo que existe en la profundidad de nuestro ser, y por eso es trascendente dejar al Señor que trabaje nuestros corazones.

2. La palabra

La segunda herramienta que posee un buen «Abisai» es su palabra. El apóstol Pablo nos exhorta: «Que el mensaje de Cristo, con toda su riqueza, llene sus vidas. Enséñense y aconséjense unos a otros con toda la sabiduría que él da. Canten salmos e himnos y canciones espirituales a Dios con un corazón agradecido» (Col 3.16).

Nuestras palabras pueden impactar profundamente la vida de aquellos que nos rodean. Para la persona que se halla en una crisis, las palabras pueden devolverle la esperanza y la fe. No obstante, es vital que las palabras que les dirijamos sean las que Dios nos da para hablarles. No se trata aquí de simplemente recitarle versículos, sino de hablar lo que inspira a vivir. Por eso, el autor de Proverbios declara: «El consejo oportu¬no es precioso, como manzanas de oro en canasta de plata» (22.11).

3. La acción

Efesios 4.32 nos aconseja: «sean amables unos con otros, sean de buen corazón, y perdónense unos a otros, tal como Dios los ha perdonado a ustedes por medio de Cristo». Una actitud de misericordia y bondad se traduce en buenas obras en favor de la otra persona.

En el caso de David lo que necesitaba era una rápida intervención de uno de sus hombres, y Abisai no dudó en arriesgar su vida en favor del rey. Cuando la carga es demasiado pesada existen muchas acciones que podemos llevar a cabo en favor de la persona abrumada; estos hechos proclaman nuestro cuidado y compromiso de ayudar de maneras prácticas.

4. Las oraciones

Pablo agradeció a los corintios sus oraciones, porque entendía que ellas habían sido parte de la respuesta de Dios a la situación apremiante que experimentó con sus compañeros. En Colosenses da testimonio del compromiso de Epafras, uno de sus colaboradores en el ministerio: «Siempre ora con fervor por ustedes y le pide a Dios que los fortalezca y perfeccione, y les dé la plena confianza de que están cumpliendo toda la voluntad de Dios. Puedo asegurarles que él ora intensamente por ustedes y también por los creyentes en Laodi¬cea y Hierápolis» (Col 4.12–13).

Esta es la clase de compromiso que hace la diferencia entre la victoria y la derrota. Jesús sabía que Pedro iba a transitar por una profunda batalla que probaría al máximo su fe. Se anticipó al conflicto orando para que la fe de su discípulo no fallara (Lc 22.31–32). Todo líder necesita fieles guerreros dispuestos a batallar en oración en favor de su vida y ministerio.

 

El autor es pastor de una congregación bautista en el estado de Tennessee, EE.UU., donde reside con su esposa y dos hijos.