Nosotros y las estructuras

por David Anabalón

¿Vacas sagradas o plataformas de desarrollo?

Las formas en que una organización está estructurada por el paso del tiempo puede ser un desafío para las nuevas generaciones.

Como símbolo de prosperidad, las vacas son sagradas en la India. Están protegidas por la ley y nadie osa hostigarlas, maltratarlas y mucho menos matarlas. En ocasiones usamos el término «vaca sagrada» para referirnos a una persona, cosa, estructura o sistema que nadie cuestiona, o cuando todos los análisis terminan con un «Oh, no. Esa es una vaca sagrada; no se toca».

Cuando enfrentamos un proceso de planificación, hacia el futuro, uno de los pensamientos más frecuentes es «cambiar las estructuras». Luego, al encontrarnos con las dificultades, solemos concluir: «es una vaca sagrada».

Me gustaría presentar otra perspectiva. Acabamos de terminar nuestra conferencia anual. Más de doscientos pastores y líderes de nuestra organización se dieron cita en este encuentro que marca nuestros setenta y seis años de vida. Somos una misión pentecostal heredera del gran avivamiento espiritual del comienzo del siglo xx (1909), el cual marcó el comienzo de un crecimiento fenomenal de la iglesia evangélica en Chile. La conferencia fue especial para nosotros, la primera después de que nuestro querido obispo Francisco Anabalón Duarte, mi padre, pasara a su hogar eternal.

El pasado nos determina

¿Cómo se relaciona un pastor del siglo XXI con estructuras que datan del siglo pasado? Hablar de cómo las nuevas generaciones se relacionan con las antiguas estructuras es un fiel reflejo de lo que nosotros, como organización cristiana, enfrentamos. En el mundo empresarial se habla de una «cultura organizacional» que es propia de cada entidad. Sea tácita o explícita, nosotros, la iglesia, no escapamos a esta realidad. Por supuesto, nos sentimos entroncados con la iglesia de Hechos 2, pero somos lo suficientemente realistas como para reconocer que seguimos en una «cultura» y una «estructura» que, en nuestro caso, se acerca a un siglo de existencia.

Lo primero es reconocer que no venimos del vacío, que no aparecimos de la nada. Esas estructuras nos trajeron hasta aquí. Como organizaciones, nuestro contexto histórico y cultural nos define en gran medida. El pasado nos detemina. Creo que este ha sido el gran pecado de muchos: no abrazar ni reconciliarse con nuestra propia historia y, en consecuencia, vivir «peleados» con nuestro pasado. Si consideramos la forma en que estamos estructurados y en qué medida esto obedece a una respuesta concreta de nuestra organización para enfrentar sus desafíos, entonces, mejoraremos nuestra posición para entender el por qué de estas estructuras.

Debo admitir una tendencia personal: soy proclive a pensar que guardar la paz con las estructuras heredadas proporciona estabilidad a una organización. Sin duda no faltarán quienes desconfíen de toda estructura previa -especialmente si esta se ha mantenido en el tiempo- y sólo prestan atención al futuro.

Herramientas circunstanciales

Sea cual fuere nuestro acercamiento debemos reconocer que estas estructuras pueden ser provechosas o inconvenientes, ajustadas a la realidad presente, funcionales o inútiles. El deseo de crecimiento marcará la pauta para la evaluación que se haga. Ellas constituyen las herramientas circunstanciales que sirven en un momento específico de la historia. Un pastor maduro debe examinar las estructuras de su organización siempre a la luz de las Escrituras, pero además a la luz de las necesidades del presente.

Las estructuras no pueden ni deben ser un fin en sí mismas. Nosotros servimos a Dios, no a ellas, y si estas me ayudan a alcanzar el propósito de servir mejor a nuestro Padre, adelante. Todos queremos una iglesia lo más parecida a la del libro de los Hechos. Empero, al mismo tiem¬po reconocemos los dos mil años de la historia de desarrollo de esta Iglesia, con sus capítulos brillantes y oscuros. Sí, debemos formarnos una opinión acerca de las estructuras en las que trabajamos; pero, insisto, revisémoslas con una mirada madura, equilibrada. Y sobre todo, que honre el propósito del Reino y la obra que Dios ha efectuado en el pasado. Creo que es hasta saludable cuestionar las viejas estructuras, para que de esta manera se aporte aire fresco. A mi Padre en una ocasión lo cuestionaron mucho cuando al referirse a líderes evangélicos de su tiempo los llamó «vacas sagradas». Puede ser que en más de una oportunidad se haya arre-pentido de ese exabrupto, pero es bueno pensar que en cuestión de estructuras no existen «vacas sagradas». Quizá el ejemplo clásico sea el gran reformador Martín Lutero.

Los principios de nuestra fe

La sabiduría nos muestra que debemos apren¬der a convivir con las estructuras si estas son provechosas, siempre que no comprometamos los principios de nuestra fe. Jesús las cuestionó fuertemente, pero al mismo tiempo no desechó la estructura de los rabinos, que tanto habían bendecido al pueblo de Israel. Él fue uno, y así vivió. Por supuesto, las «vacas sagradas» de ese tiempo lo rechazaron y lo llevaron a la cruz.

Así como al cuerpo humano le resulta imprescindible su estructura para mantenerse en pie, las iglesias y organizaciones cristianas también requieren formatos funcionales que les permitan ejecutar su trabajo de la mejor manera posible. Cuando veo elementos en mi estructura organizacional que evidentemente atentan contra los propósitos que la Biblia establece para la iglesia, debo empeñarme en cambiarlos. Y al ser consciente del paso del tiempo y de la pérdida de relevancia de nuestras estructuras, también debo asumir la necesidad de introducir cambios.

Reconocer la existencia de estructuras que poseen una fuerte carga histórica y cultural de nuestra organización es muy importante. Ellas son producto de decisiones de personas en otro tiempo, que actuaron en obediencia a Dios y que de buena fe hicieron las cosas lo mejor que pudieron. Antes de reemplazarlas debemos considerar de qué manera nos sirven para avanzar, como si fueran una plataforma, una catapulta que nos impulsa al futuro. Esto también es un acto de madurez y, en muchos casos, de santa astucia.

Tenemos el poder de cambiar lo que sea necesario si eso redunda en el beneficio de la iglesia, de su sanidad y de su misión. Es el gran desafío de nuestra generación, y debemos aceptarlo a sabiendas de que, en algún momento, nosotros también llegaremos a ser las «vacas sagradas».

 

El pastor David Anabalón es presidente de la Iglesia Pentecostal Apostólica de Chile, una denominación con más de ciento setenta congregaciones. Es confe¬rencista internacional y profesor del Centro Interna-cional de Haggai. Reside en Santiago de Chile con su esposa Irene y sus dos hijos.
© Desarrollo Cristiano Internacional, 2013.