Biblia

Siervos del Dios Santo Levítico 8:1–9:24

Siervos del Dios Santo Levítico 8:1–9:24

Una de las experiencias que más ha impactado mi vida y ministerio fue la que tuve en un lugar de la agreste geografía guatemalteca llamado San Pedro Yepocapa, Chimaltenango; el año, 1993. Tuve el privilegio de ser el conferencista invitado en la transmisión de mando de la sociedad infantil de la Iglesia Centroamericana de ese lugar. Confieso que al principio, en mí, y en otros de los que supieron de la invitación, hubo la actitud de subestimar el hecho.

Me preparé bien para el compromiso y llegado el día, me dirigí al sitio referido. Al llegar al lugar, pronto me di cuenta de la insensata reacción que tuve cuando recibí la invitación. Jamás había visto tanta formalidad y seriedad como la que presencié en la investidura de los pequeños que recibieron el ministerio de parte de la directiva saliente para dirigir la sociedad infantil “Joyas de Cristo”.

Para darle el adecuado realce al evento, hubo una cuidadosa preparación, así como una excelente asesoría por parte de la familia pastoral en todo lo que se hizo. Los chicos prepararon y dirigieron todo el programa. Ningún adulto participó, excepto como espectador. La música y el ambiente fueron inmejorables. Todo se hizo puntualmente y con precisión militar.

Presenciar el momento de la transmisión de mando revistió una emoción que movía a las lágrimas, y causó tal impacto en mí, que me hizo evaluar mi dedicación al Señor. Cuando se les tomó la protesta de prestar su mejor servicio, se veía en los rostros de los chiquillos, que iban vestidos con sus mejores galas, la convicción firme de que estaban recibiendo un encargo muy importante de parte del Señor.

Hubo un breve discurso del presidente saliente y otro del entrante. Luego, un traspaso de banderas, Biblias y otras prendas llenas de significado; todo culminó con un solemne voto de consagración a Dios y una oración. Fue una gran lección de cómo transmitir la autoridad y el ministerio recibido del Señor. Fue una experiencia inolvidable.

Algo parecido vemos en esta sección de Levítico, en que Aarón y sus hijos fueron investidos y recibieron autoridad para ejercer el ministerio sacerdotal. En la comunidad israelita, pertenecer al linaje sacerdotal representaba un enorme privilegio y responsabilidad. No cualquiera podía ser sacerdote; los candidatos debían cumplir muchos requisitos, como provenir de la tribu de Leví y ser de una cierta familia dentro de esa casta. Debían ser físicamente perfectos (Levítico 21:17–23) y moralmente intachables (Levítico 10; 21; 22); el privilegio era hereditario y vitalicio. Su preparación debía llevarse a cabo con esmero y dedicación. Después de todo, eran responsables de servir al único y soberano Dios, al Santo de Israel. Los sacerdotes debían ser un modelo en las áreas de santidad, mayordomía y consagración a Dios.

Muchos de los principios que se consideraban para la ordenación de los oficiales del culto israelita se relacionan con el sacerdocio universal del creyente y el servicio que todos los hijos de Dios debemos cumplir como mayordomos: trabajar fielmente en el ministerio que hemos recibido (1 Corintios 4:1–2); usar bien la autoridad que senos ha delegado (1 Pedro 5:2); cuidar y dar el mejor uso a todo lo que se encarga a nuestro cuidado (Mateo 25:14–29). Por lo anterior, haremos bien en observar con cuidado estas enseñanzas.

SE REQUIERE DE LOS ADMINISTRADORES,

QUE CADA UNO SEA HALLADO FIEL

(1 CORINTIOS 4:2).

En la era de la iglesia nos ha tocado a todos los creyentes el privilegio de ser sacerdotes del Dios Santo (1 Pedro 2:4–5; Apocalipsis 5:9–10). Como tales, tenemos la doble función de servir de intermediarios entre Dios y los hombres. De parte de Dios, para enseñar y encarnar su verdad al mundo incrédulo y al cuerpo de Cristo. De parte de los hombres, para interceder ante el Señor por sus necesidades y ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios como por ejemplo, entonar alabanzas, hacer el bien y ayudar a otros (Hebreos 13:15–16; Salmos 51:17–19).

Jesús es el gran sumo sacerdote que intercede por nosotros y socorre cuando somos tentados (Hebreos 4:14–16). Además, nos anima a acercarnos confiadamente a la presencia de Dios una vez que él ha limpiado nuestra vida de todo mal para servirlo a él y su iglesia (Hebreos 10:19–25).

TODOS LOS CREYENTES EN CRISTO

TENEMOS EL PRIVILEGIO DE

SER SACERDOTES DEL DIOS ALTÍSIMO

ORDENACIÓN DEL SACERDOCIO 8:1–9:24

Preparación 8:1–4

El mediador principal de esta preparación fue Moisés, que fielmente edificó la casa de Dios para que cumpliera su función (Hebreos 3:1–6). En este caso, tuvo el privilegio de preparar al personal de la casa. ¡Estaba preparando a la tripulación principal que dirigiría el viaje por el desierto hacia la tierra prometida!

Previo a la investidura de los ministros, Moisés, como buen maestro, reunió a la congregación para enseñarle una importante lección visual de lo que Dios espera de sus siervos. Esto lo hizo con la autoridad conferida por la palabra de Dios: “esto es lo que Jehová ha mandado hacer” (8:5).

Las anteriores palabras sirvieron para preparar a la audiencia para que presenciara y aprendiera las lecciones espirituales de este maravilloso evento. Una vez reunidos todos los elementos para efectuar los ritos del sacrificio, indispensables para acercarse a Dios (8:2), inició el acto solemne en el lugar indicado, el tabernáculo, sitio donde Dios se manifestaba a su pueblo. Era también residencia temporal de la santidad divina.

¡PENSEMOS!
Dios ha hecho a los cristianos reyes y sacerdotes (2 Timoteo 2:11; 1 Pedro 2:4–5, 9; Apocalipsis 5:9–10). Tenemos el privilegio y responsabilidad de predicar su reino y servirlo. El servicio fiel y humilde es la parte que nos corresponde cumplir de esa responsabilidad. El reinado es la parte que corresponde a nuestro glorioso porvenir, que gozaremos cuando el Señor venga por sus redimidos (1 Tesalonicenses 4:13–18). ¡Que Cristo reine en su vida, hogar e iglesia desde ahora y para siempre! ¡Que por medio suyo, el reino de Dios sea conocido en el mundo y muchos inconversos entren en él!

Investidura: 8:5–9, 13

Después de preparar el escenario perfecto y a la audiencia, Moisés procedió con el ritual para investir del oficio sagrado a Aarón y su hijos. Se destaca lo siguiente:

El lavamiento: El baño o lavado con agua representaba la pureza necesaria para servir a Dios. Nada impuro o vil debe presentarse en el servicio al Señor.

Las vestiduras sacerdotales: Acto seguido, Moisés procedió a poner a Aarón los elementos de las vestiduras oficiales de sacerdote (8:7–9). La túnica y un primer cinto (probablemente una faja) se colocaron ceñidos a su cuerpo. Luego el manto y encima el efod (quizá una especie de chaleco o corsé decorativo, Éxodo 28:4) ceñido con otro cinto. Un pectoral cubría el plexo solar y dentro de éste estaban los Urim y Tumim (que se cree eran amuletos en forma de piedrecillas o palitos que se utilizaban para consultar a Dios, Éxodo 28:30; Números 27:21; 1 Samuel 28:6).

La cabeza se cubría con una mitra (turbante) que se ceñía con una diadema y lámina de oro que tenía la inscripción “Santidad a Jehová” (Éxodo 28:35–37). Todos estos detalles no se presentan por accidente. El cumplimiento detallado de su voluntad es lo que agrada a Dios. Además, cada elemento tenía una función específica.

En el caso de las vestiduras sacerdotales y debido al constante trabajo físico que realizaba en el santuario, el levita requería de mucha energía. Cada elemento del vestido era necesario, los cintos para amortiguar el esfuerzo físico, el pectoral para proteger las partes vitales del sacerdote y los adornos, para honrar y distinguir su oficio y posición.

¡PENSEMOS!
Dios nos ha vestido espiritualmente con el nuevo hombre, que es la nueva persona que mora en nosotros desde que confiamos en Cristo. Lea Efesios 4:24–32; Colosenses 3:12–17. Enumere y anote en dos columnas los privilegios y responsabilidades que tenemos al portar este ropaje espiritual. Luego identifique y subraye aquellas cosas en las que su vida no anda muy bien; situaciones en las que su vestido se ha ensuciado. Propóngase seguir al pie de la letra los mandatos da Apocalipsis 7:14; 22:11b, 14 para lavar sus ropas y lucir como nuevo hombre, viviendo una vida agradable a Dios.

Ungimiento: 8:10–12

En Israel, el acto de ungir a personas, profetas, reyes (Éxodo 28:41; 1 Samuel 9:16; 16:12–13) u objetos (Éxodo 30:26–29) servía para consagrarlos y apartarlos para el servicio de Dios o para alguna tarea específica

En este pasaje se dice que ungiendo los objetos de culto, Moisés los “santificó” (vv. 10–11) esto significa que fueron apartados para el servicio a Dios. Primero “ungió el tabernáculo y todas las cosas que estaban en él” (v. 10) y luego roció siete veces el altar del holocausto y sus periféricos (“todos sus utensilios, y la fuente y su base” v. 11). El número siete significa lo perfecto o completo en la Biblia.

El acto de ungir el altar del holocausto significaba que la consagración era perfecta o completa. Después ungió también a Aarón para apartarlo al servicio del culto (v. 12) y sus hijos recibieron la investidura sacerdotal (v. 13). Dios también nos ha santificado o apartado a los cristianos para su servicio, habiéndonos ungido con su Espíritu (1 Juan 2:20–27).

PERO VOSOTROS TENÉIS LA UNCIÓN DEL

SANTO, Y CONOCÉIS TODAS LAS COSAS

(1 JUAN 2:20).

Sacrificios de consagración 8:14–36

Estos sacrificios tenían el propósito de expiar los pecados de Aarón y sus hijos. Esta es una parte esencial de la consagración. Nadie puede servir a Dios a menos que esté limpio de pecado. Cristo expió con su propia sangre nuestras culpas para salvarnos y hacernos aptos para servir a Dios (Hebreos 9:11–14). A continuación, se repitió el acto simbólico por el que, colocando sus manos sobre la víctima inmolada, los ofrendantes (en este caso Aarón y sus hijos), expresaban su fe en la eficacia sustitutoria de ese sacrificio para purificarlos de sus pecados (v. 14; véase también 1:4 y 16:21).

La sangre como elemento esencial para purificar prácticamente todo (Hebreos 9:22) es usada por Moisés para consagrar el altar del holocausto. Este era el altar que se encontraba en el atrio, entre el santuario y la cortina que lo delimitaba (véase pág. 144).

Dicho altar era el lugar donde se ofrecían la mayoría de los sacrificios (a excepción del sacrificio del día de la expiación, Levítico 16 que se culminaba en el propiciatorio dentro del tabernáculo). Hizo esto para que cumpliera su función primordial: “reconciliar sobre él” (v. 15). Por ello se dice que servía para reconciliar sobre él al ofrendante con Dios.

El altar tenía unas salientes en forma de cuernos donde se asían los que querían ser tratados con misericordia por haber cometido algún homicidio involuntario o falta grave en contra de alguien (Éxodo 21:13–14; compárese con 1 Reyes 1:50–51).

Otros sacrificios como el holocausto (en el que la víctima era totalmente quemada) se ofrece aquí como un simbolismo de la entrega voluntaria y absoluta del ofrendante a Dios (vv. 18–21). El sacrificio llamado “el carnero de las consagraciones” (v. 22), corresponde bastante al sacrificio de paz (3:6–11; 7:28–34).

Es interesante que se pone énfasis en el acto de untar un poco de sangre de la víctima sobre el lóbulo de la oreja derecha, así como sobre los dedos pulgares de la mano y pie derechos de Aarón y sus hijos (vv. 23–24). Esto quizá es un simbolismo que señala la función de esos órganos: los oídos para oir la voz de Dios, la mano para realizar las obras de Dios y los pies para dirigirse a cumplir los encargos del Señor.

Se culmina este ritual preparando una serie de ofrendas vegetales, que junto con las partes utilizables del carnero de las consagraciones, fueron mecidas delante de Dios (v. 27).

Habiendo culminado estos sacrificios, se procedió a celebrar una comida para cerrar el ritual de consagración (v. 31). También debían guardar provisiones para cumplir el encargo final de permanecer “día y noche por siete días” (vv. 33–36). Ese tiempo guarda relación con la idea de lo completo o perfecto que conlleva el número siete. También era un tiempo de retiro antes de iniciar las labores sacerdotales. La violación de este mandato implicaría la muerte para el infractor (v. 35).

Sacrificios por el pueblo 9:1–22

Otra vez se presenta una detallada descripción del ritual que tenía dos propósitos:

  1. Ofrecer sacrificios por el pueblo en preparación para la manifestación de la gloria de Jehová.
  2. Inaugurar el sistema sacrificial israelita.

Habiendo puesto los fundamentos de las formas y elementos necesarios para acercarse a Dios por medio de los sacrificios (caps. 1–7) y habiendo consagrado a los responsables de llevar a cabo esa tarea (cap. 8), se inicia oficialmente el culto en Israel. Aarón, investido como sumo sacerdote, ofreció tres sacrificios por él mismo y por el pueblo (v. 7):

  1. Sacrificio de expiación, (vv. 8–11, 15)
  2. Holocausto, (vv. 12–14, 16)
  3. Sacrificio de paz, (vv. 17–21)

Acto seguido, “alzó Aarón sus manos hacia el pueblo y lo bendijo” (v. 22). Esta bendición era más que un acto litúrgico; representaba fielmente la experiencia que Dios iba a producir en su pueblo por realizar bien su función sacerdotal y por cumplir los mandamientos divinos. El hacer la voluntad de Dios iba a traer una experiencia de bendición a toda la nación. También a los cristianos, el Señor aprueba y recompensa el trabajo y dedicación que manifestamos cuando llevamos a cabo nuestro servicio sacerdotal y cumplimos fielmente con cada detalle de su voluntad.

La gloria de Jehová, 9:23–24

La máxima prueba de la bendición divina para el pueblo era la manifestación de la gloria de Dios (v. 23), la cual fue confirmada por el fuego que provino de Jehová (v. 24 probablemente del cielo) para consumir el holocausto (compárese con 1 Reyes 18:38–39). Este acto era una aprobación divina del sacrificio presentado y la investidura de los sacerdotes. Si todos ellos (el pueblo y su sacerdocio) cumplían cabalmente su responsabilidad de acercarse a Dios a través de los sacrificios, si andaban en conformidad con el pacto con Jehová y si enseñaban la verdad y la aplicaban a sus vidas, entonces la gloriosa presencia de Dios para bendición iba a permanecer sobre ellos.

Ante tan extraordinaria experiencia, los israelitas no pudieron más que reconocer su necesidad de postrarse ante Dios en señal de adoración y lo alabaron (v. 24).

¡PENSEMOS!
Los creyentes disfrutamos de una especial manifestación de la presencia de Dios en nuestra vida: el Espíritu Santo. En ese sentido, somos más privilegiados que el mismo Israel (Hebreos 11:39–40) debido a que ellos no tuvieron permanentemente este beneficio. Con base en el grandioso hecho de que el Espíritu Santo mora para siempre en nosotros, debemos ser obedientes a la voluntad de Dios y cumplir nuestra responsabilidad sacerdotal. Si lo hacemos, la bendición del Señor permanecerá sobre nosotros y a la vez seremos bendición para otros.

LA MÁXIMA PRUEBA DE LA BENDICIÓN

DIVINA SOBRE NUESTRAS VIDAS

ES LA PRESENCIA DEL ESPÍRITU SANTO

Vazquez, B. (1997). Estudios Bı́blicos ELA: Cómo vivir en santidad (Levı́tico) (27). Puebla, Pue., México: Ediciones Las Américas, A. C.