Analogías
He tomado todos estos ejemplos de los Evangelios, sin incluir por ahora el de Juan. La constancia del modo comparativo y analógico de hablar te indica tres cosas, cuando menos: primera, que hay una especie de inadecuación entre la capacidad significativa del lenguaje humano y la realidad trascendente significada. Este es el caso no sólo de la partícula “como”, sino de todo el estilo parabólico de Nuestro Señor: «Y les anunciaba la Palabra con muchas parábolas como éstas, según podían entenderle» (Mc 4,33).
Segunda, que hay una analogía profunda entre los hechos mismos por los que Dios se revela, de modo que la mente humana, si atiende al sentido de los hechos y se educa en el “sentido de Dios” puede, cada vez mejor, reconocer su paso. Por eso exclamaba Isaías, en nombre del Dios Altísimo: «como hice con Samaría y sus ídolos, ¿no haré asimismo con Jerusalén y sus simulacros?» (Is 10,11). A una comprensión parecida invitaba Amós, abrasado en el Fuego Divino: «¿No sois vosotros para mí como hijos de kusitas, oh hijos de Israel? -oráculo de Yahveh- ¿No hice yo subir a Israel del país de Egipto, como a los filisteos de Kaftor y a los arameos de Quir?» (Am 9,7). Este punto es muy importante, porque es el que puede alentarte a buscar las señales de Dios con la santa audacia de Gedeón: «Perdón, señor mío. Si Yahveh está con nosotros ¿por qué nos ocurre todo esto? ¿Dónde están todos esos prodigios que nos cuentan nuestros padres cuando dicen: “¿No nos hizo subir Yahveh de Egipto?” Pero ahora Yahveh nos ha abandonado, nos ha entregado en manos de Madián…» (Jue 6,13), o como oró Salomón: «Que Yahveh, nuestro Dios, esté con nosotros como estuvo con nuestros padres, que no nos abandone ni nos rechace» (1 Re 8,57). En efecto, los mejores argumentos ante Dios son las obras que el mismo Dios ya ha realizado. Bien sabía esto el que dijo: «Oh Dios, con nuestros propios oídos lo oímos, nos lo contaron nuestros padres, la obra que tú hiciste en sus días en los días antiguos» (Sal 44,3).
Tercera, que en estas analogías descubres la profunda unidad de la profesión de fe, pues teniendo lo esencial de la fe se tiene potencialmente todo cuanto puede decirse o enseñarse sobre la fe. Por esto el Nuevo Testamento llega a fórmulas tan pasmosamente simples en las que afirma estar todo el tesoro de la salvación. Dos ejemplos notables son la respuesta de Pedro el día de Pentecostés: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch 2,38), y la expresión de Pablo en su Carta a los Romanos: «Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10,19). Estas expresiones no hay que entenderlas como absolutas, esto es, desmembradas de la vida entera de la Iglesia, ni tampoco como recetas mágicas, sino, según te he dicho, como condensaciones bellísimas, fruto de la analogía que hallas en la Palabra.
Deleita tu corazón en los ejemplos que te he dado, que tienen poder para elevar tu mente y la de quienes los reverencien con amor. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.
Por Ángel.
Viernes, 7 de enero del 2000